sábado, 21 de julio de 2012

El concierto del cumpleaños

Entre que la prima de riesgo nos tiene a todos cabizbajos, las perspectivas económicas, sociales y políticas  son devastadoras, hace mucho calor y hace mucho que no hablo de jazz, hoy os quiero contar uno de los conciertos más felices de los que haya habido noticia en la historia de la humanidad.
Se trata del concierto de Ella Fitzgerald en Roma el 25 de abril de 1958, día de su cumpleaños. (Su 41º cumpleaños, aunque en varias fuentes dicen que fue el 40º).


Esa noche Ella Fitzgerald estuvo sembrada, y el concierto fue grabado, para nuestro gozo. (Conseguid la grabación lo antes posible). Era su cumpleaños, estaba en plenitud, en Europa la trataban con enorme respeto... Todo influyó para que saliera algo extraordinario.
En momentos de bajonazo me pongo el disco y me animo. Por eso lo traigo hoy aquí: por si a alguno de vosotros le ayuda como a mí.
Conviene escucharlo entero, porque en el concierto se van alternando hábilmente canciones lentas y rápidas, evocadoras, nostálgicas, alegres, y puras bromas muy divertidas.
No estoy en condiciones (ni vosotros me lo aguantaríais) de ir comentando una por una todas las canciones del concierto, pero quiero darme el gustazo de poneros la más divertida. No: La más feliz.
Ella lleva un buen rato cantando. El público está entregado y ella sabe que con esto los va a rendir:

La canción es I Can't Give You Anything but Love (No puedo darte nada más que amor: Ojalá en estos tiempos de ruina al menos nos lo dijeran nuestros queridos gobernantes). Es un standard que han cantado todos los grandes, y que los buenos aficionados conocen (esa es la tónica general de todo el concierto).

Abre la canción, tras una introducción sencilla y rítmica del piano, con un fraseo lleno de arabescos, muy controlado.

(No sé insertar el audio aquí. Tendréis que clicar el enlace de aquí abajo, y cuando os salga la pantalla del tal, clicar en la portada pequeña del disco, que está en la parte superior, al lado del título de la canción).


Fijaos, por favor, en cómo fluctúa y juguetea su voz en los primeros 40 segundos. Cómo controla rigurosamente, pero al mismo tiempo dumbudubtubutea pronunciando escrupulosamente la letra y al mismo tiempo jugando con ella.
En 1:08 hace otra interpretación con una voz aniñada y muy dulce, y al decir "chichi" en vez de "Love" en 1:14, con una cierta ambigüedad provocativa, levanta la primera y muy tímida sonrisa del público.
Después de esa voz angelical, en 2:11 vuelve a empezar la estrofa de una forma totalmente inesperada, y el público se ríe ya abiertamente y quiere aplaudir, pero al mismo tiempo se obliga a callar para no interrumpir la interpretación. Se lo están pasando en grande.
Pero la que de verdad se lo está pasando en grande es Ella Fitzgerald, que en 2:28 se pone a scatear y lo borda, y en 2:36 arrastra el rugido. En 2:50 vuelve a scatear, juega con la voz y las palabras, se divierte y emociona al público, que en 3:00 vuelve a reírse y acaba aplaudiendo encantado.

Estupenda interpretación, pero repito que no es esta canción en concreto, sino un concierto que a mí me hace feliz. Me gustaría que os lo hiciera también a todos vosotros, y que, ya que no podemos darnos nada más que amor, seamos conscientes de que, en definitiva, tampoco necesitamos nada más.

domingo, 15 de julio de 2012

El arquitecto Curro Inza

Francisco de Inza nació en Madrid en 1929 y murió en Mahón en 1976, con cuarenta y siete años recién cumplidos. Fue profesor de proyectos en la escuela de Navarra, y en sus alumnos y compañeros dejó una huella imborrable, pero, la verdad, en el resto de España su recuerdo duró poco. (Yo empecé la carrera de arquitectura en Madrid, en 1977, solo un año después de su muerte, y jamás nadie me habló de él. Sic transit gloria mundi. Y supongo que los jóvenes actuales tampoco habrán oído nunca su nombre).
Esto es lo que suele pasar con los arquitectos que no se encuadran en una categoría fácilmente etiquetable. Si no se les puede entomologizar se les suprime, y así quedan los cuadros sinópticos más limpitos.

Portada del libro colectivo El arquitecto Curro Inza
con un óleo de Manuel Alcorlo

(Y Curro Inza era muchas cosas, pero, desde luego, no un arquitecto "limpito").
Creo que ya habría terminado la carrera cuando vi una vez en la tele un reportaje sobre un edificio muy feo, de los más feos que había visto en mi vida: Una fábrica de embutidos en Segovia. No podía apartar los ojos de la pantalla. Era como un sueño, como una pesadilla. Eran espacios sorprendentes, magníficos. Era un complejo fantástico. Emocionante. Me quedé fuera de juego, y me aprendí el nombre de su arquitecto: Francisco de Inza Campos, Curro Inza.
Años después, entrando a Segovia desde San Rafael, me di de sopetón con la Fábrica de Embutidos "El Acueducto". "¡Mírala, mírala! ¡Esa es!" La impresión fue tan fuerte que merece una entrada aparte. Hoy me abstendré de hablar de esa obra.


Al poco de morir, sus alumnos y sus amigos organizaron una exposición de su obra en la Escuela de Arquitectura de Navarra, y publicaron el libro cuya portada he puesto más arriba. Que yo sepa, no hay ninguna otra monografía sobre este arquitecto olvidado.
No falta en las listas: Todos los libros sobre arquitectura española contemporánea le mencionan, le sitúan en el tiempo y en el contexto de sus coetáneos (que han tenido mucho más éxito que él), pero nada más.
Curro Inza fue un personaje singular, un arquitecto expresionista, feroz, desaforado y brutal, pero también fue pintor, escritor, músico... Parecía tener prisa por plasmar su expresividad por todas partes. Parecía darse cuenta de que no iba a tener tiempo suficiente.
Igual de excesivo que en su obra lo fue en su vida: Tuvo diez hijos, (la última póstuma), incontables amigos, alumnos entregados... Porque él se entregaba con pasión a la arquitectura, al arte, a la vida, a todo. No tenía nunca suficiente. Para él, menos era menos, y había que aspirar a más.
Citaba a sus alumnos en su estudio de Pamplona, y allí trabajaba con ellos y les ayudaba a plantear los ejercicios. El estudio estaba debajo de su casa, y continuamente bajaban los hijos o subían los alumnos, y también a veces había clientes. Todo ello formaba una amalgama caótica e indiferenciada entre familia, escuela y profesión.

Sótano del Café Gijón, en Madrid

A sus alumnos les proponía ejercicios realistas e incluso triviales, alejados de lo que se solía hacer -y se sigue haciendo- en las escuelas. Les contaba la historia de un cliente, sus necesidades, sus aspiraciones, y con ello les pedía que diseñaran su casa, o su taller, o lo que fuera, atendiendo a planteamientos muy concretos y prosaicos. Y de ahí tenía que surgir "ese algo", "esa aspiración".
Por su parte, él hacía eso con su arquitectura. Tenía una enorme ansiedad expresiva, pero la ceñía a los requerimientos más "cutres" del encargo, y con todo ello producía obras tremendas.

Tienda de tapicerías Álvarez Alba, en Madrid


Casa en Rascafría (Madrid)

Restaurante Libanios, en Madrid

Hotel en Alfaro (Logroño)

Hay que decir también que esta fuerza proyectual un tanto desbocada y falta de control seguramente se habría ido organizando y habría madurado con el tiempo. Esta obra tan singular y tan potente fue, en definitiva, una obra de juventud. La arquitectura es un oficio que necesita tiempo para madurar, y yo estoy seguro de que unas cuantas décadas más de vida habrían logrado que la potencia de Curro Inza cristalizara en acto maduro y, seguramente, en arquitectura portentosa y magistral.

martes, 10 de julio de 2012

Yo deseo

(Hoy pongo en el blog una especie de cuento. Es de hace dos años, y coincidió con el Mundial de Fútbol, pero hoy me he vuelto a acordar, quizá por la Eurocopa, quién sabe. En realidad no es un cuento. Es algo especial. Es un "encargo" o una "transferencia" de mi amigo Emilio, en quien me encarné momentáneamente. Mezclé recuerdos míos con los suyos. Espero que me perdone por colgarlo aquí).

Dedicado a Emilio García Alonso
y a Ramón Nieto

Hace un par de semanas sentí que todos mis recuerdos eran falsos, que mi padre no era la persona que yo llevo ya tantos años evocando, y que ni las cosas habían ocurrido como yo creía ni las personas queridas habían sido como las recordaba. Durante unos minutos se me desmoronó mi vida, y no supe si todo había sido una invención o un espejismo.

Cuando murió Franco yo tenía quince años. En aquella época no se hablaba de política, y los niños de quince años éramos sólo eso: niños. Nuestra patria era el fútbol y nuestra ideología eran Eddy Merckx y Luis Ocaña. Yo me enteré después de muchas cosas, como todo el mundo; pero entonces, para los chicos de mi edad Franco era el que mandaba en España y el que salía en los sellos y en las monedas. Nada más. Recuerdo que lo primero que pensé cuando se murió fue si las monedas iban a seguir valiendo o si nos darían unos días de plazo para que nos las gastáramos. También recuerdo, creo que muy claramente, la mañana del veintiuno de noviembre, de camino al colegio, con los quiosqueros tomando los periódicos de los paquetes aún atados sobre la acera, y desatándolos y vendiéndolos frenéticamente allí mismo, en el suelo. Y recuerdo finalmente a Don Luis en la calle, ante la puerta cerrada del colegio, mandándonos a casa. Se veía que eran momentos solemnes, pero yo celebré los días de vacaciones que nos daban.
Era el mayor de mis hermanos, y mi padre me trataba siempre como a tal cuando había algún problema, para exigirme responsabilidad y ejemplo ante ellos y para regañarme por los desaguisados, pero también para llevarme al fútbol.
Mi padre no hablaba de política. Nadie hablaba entonces de esas cosas. Eso no existía. De lo que sí discutíamos mucho era de Del Bosque: A él no le gustaba nada; decía que era demasiado pasivo, soso, poco luchador, y que le hacía mucho daño al juego del Real Madrid. A mí, por el contrario, Del Bosque siempre me pareció un artista, y se lo decía a mi padre sin tapujos, incluso acusándole de no tener ni idea de fútbol y de apreciar sólo el juego de tanques y apisonadoras. Mi padre se enfadaba mucho y zanjaba las discusiones diciéndome:
–Cállate, que yo he visto jugar aquí a Di Stéfano.
(¿O esas discusiones también me las había inventado? ¿O las había deformado?).
Pero aquel día, cuando mi padre volvió a casa por la tarde, me tendió el Informaciones, me señaló un artículo y me dijo:
–Emilio, lee esto.
Por aquella época yo del periódico sólo leía los deportes y la cartelera de cine, pero esa vez capté la solemnidad, casi la trascendencia de mi padre, y me dispuse a leer el artículo con atención.


He dicho que era un crío y que sólo me interesaba el fútbol, pero lo que decía aquel artículo me impresionó. El autor hablaba de esperanza por un nuevo tiempo (obviamente se refería a lo que deseaba que ocurriera ahora en España), y me pareció valiente. Y lo entendí, al menos en su sentido general.
Le devolví el periódico. Estaba emocionado porque él me había considerado lo suficientemente adulto como para entenderlo, y había confiado en mí. Me sentí aún más mayor, más hijo mayor y más hermano mayor. Me sentí importante, no sabía muy bien por qué.

Han pasado treinta y cinco años. Hice una carrera universitaria, mi padre murió, me casé, tuve una hija y un hijo, al que sigo intentando abonar al Real Madrid… La vida me ha hecho más escéptico y me ha desencantado lo normal, lo que a todos.
El otro día, hará un par de semanas, pasé por delante de la Hemeroteca Municipal de Madrid (Calle del Conde Duque, número 11), y se me ocurrió entrar. Había vivido estos treinta y cinco años en Madrid y podría haber buscado aquel artículo en cualquier momento, pero no se me ocurrió. Son de esas cosas que uno conserva en la memoria, cada vez más vagamente, pero que no se le ocurre comprobar. Y de pronto noté no sólo el pinchazo de la curiosidad, sino la necesidad imperiosa de volver a leer aquel artículo, de volver a tocar aquel viejo papel, de volver a escuchar la voz de mi padre:
–Emilio, lee esto.
Necesitaba volver a leerlo.
Entré con timidez e inseguridad. Me acerqué a una empleada y le dije que quería leer el Informaciones del veintiuno de noviembre de mil novecientos setenta y cinco.
Me preguntó muy amablemente si tenía tarjeta de lector. Le contesté que no, confuso en aquel mundo extraño, arrepentido de estar allí y preguntándome que a santo de qué había tenido que entrar, si yo, al fin y al cabo, iba andando por la calle a hacer una gestión. Pero mientras me arrepentía iba dándole el deeneí y firmando papeles.
Me señaló una mesa y me dijo que esperara allí a que me llevaran el tomo. Me senté y me quedé en silencio. Había otros dos lectores, enfrascados en sus tochos, tomando notas como monjes medievales, ajenos al mundo exterior. Yo  no tenía nada con lo que entretenerme, así que aguanté los minutos de espera mirando todo aquello, y cada vez más sorprendido de estar allí. Pero, al mismo tiempo, mis ganas de releer aquel artículo iban creciendo, y llegaron a hacerse apremiantes, angustiosas.
Al rato apareció otra empleada con un tomo en el que estaban encuadernados todos los Informaciones de aquel lejano mes de noviembre.
Lo empecé a hojear con morosidad. Tenía tantas ganas de llegar que me entretuve voluntaria y voluptuosamente. No sé por qué. Empecé a pasar páginas, a tocarlas y a olerlas. Era evidente dónde estaba el día veintiuno: había un cambio brusco en los bordes de las hojas. Nadie había consultado los ejemplares anteriores a ese día, mientras que ése y todos los siguientes estaban manoseados. Se notaba muchísimo.
Abrí el número del día veinte, aunque era obvio que allí no podría venir el artículo, porque Franco murió aquella noche. No obstante, tal vez por familiarizarme con la composición del periódico, lo inspeccioné cuidadosamente.
Entré en el día veintiuno, que era el que buscaba. No me acordaba del título del artículo, pero creía recordar su aspecto general, y estaba seguro de que cuando lo viera lo reconocería al momento.
Pero no había nada. Lo volví a hojear con cuidado. No podía ser.

viernes, 6 de julio de 2012

AMA Toledo

El estudio AMA de arquitectura es de Toledo y está en Toledo (lo que tiene su dificultad). Está formado por los arquitectos Francisco Javier Alguacil San Félix (titulado en 1988), Luis Moreno Domínguez (t. 1993) y Pablo Alguacil San Félix (t. 1993).


Son tres arquitectos heroicos, que han luchado siempre por llevar la arquitectura moderna a la inaccesible ciudad imperial. Y (cosa rara) a veces lo han conseguido.


De verdad que no os hacéis idea de lo difícil que es esto ¿Cómo lo logran? Pues trabajando muy duramente hasta encontrar soluciones idóneas, hasta demostrar con cada proyecto que su arquitectura funciona, que sirve y que alegra y facilita la vida.
Así rompen prejuicios y vencen (algunas veces) a la gente anclada. Pero otras veces (algunas) pierden. Y no se desaniman.
No me estoy explicando nada bien. Quiero decir que sí, que son muy plásticos, que dibujan muy bien y diseñan formas muy atractivas, con colores y tal y tal, pero que lo principal de su obra es cómo enfocan los problemas como eso, como problemas a resolver, y con qué eficacia los resuelven. Yo les he visto trabajar. He visto esquemas de soleamiento, soluciones climáticas (Toledo es muy duro), esquemas de ventilación, orientación, etc, que justifican en lo práctico unas formas muy plásticas. Porque, eso sí, sus teoremas arquitectónicos son plasmados con gran fruición, y sus estoicas obras tienen siempre una gran componente epicúrea.


Muchos de sus proyectos son muy simples, muy elementales. Quiero decir que dejan traslucir sus elementos con inmediatez. Son muy sinceros, y desde fuera se adivinan los espacios de dentro. No hay trampa ni cartón. Las volumetrías se forman por maclas más o menos complejas (pero nunca retorcidas) a partir de los elementos simples. En ese sentido, sus obras se pueden "leer".


AMA es, como podéis ver, un estudio muy activo y muy decididamente comprometido con la arquitectura moderna. Lo que no veis (pero podéis intuir) es lo agradablemente que se vive en estas casas o que se tapea en esos bares.
Pero no es este el principal motivo para que les traiga a mi blog.

martes, 3 de julio de 2012

Lubetkin: El manifiesto de Whipsnade

El día 7 de noviembre de 2003 mi amigo Ángel Sanguino me regaló un libro publicado por la Universitat Politécnica de Catalunya titulado Aprendiendo de todas sus casas. Me lo regaló durante una comida que un grupo de amigos arquitectos hacíamos en Toledo los primeros viernes de cada mes, y a cuyos postres leíamos un artículo (de esto tal vez hable otro día). Me lo regaló con la exigencia de que leyera en voz alta El Manifiesto de Whipsnade, de Berthold Lubetkin. A él le gustaba mucho cómo este arquitecto había sido capaz de escribir un manifiesto en negativo: Con qué elocuencia enumeraba qué cosas no era la casa que había construido para sí mismo durante sus trabajos en el zoo de Whipsnade, entre 1933 y 1935, y cómo, mediante esas negaciones, hacía afirmaciones implícitas muy interesantes.


Me exigió que lo leyera en voz alta para el general conocimiento de la peña. (Y porque sabía que mi bien templada voz de barítono es irresistible).
Leo (la tenía olvidada) la dedicatoria-jaculatoria que me escribió en el libro: "Cuando llegue mi muerte que mi verdugo, puesto por ti, sea sanguinario". (No coment).
Como soy presa fácil del elogio, e incluso estoy dispuesto a cantar un bolero si alguien me dice que lo hago bien, me levanté y leí:

No es una 'Casa Moderna', un 'Refugio', que, según los maestros, debería ser impersonal, inconsciente e insignificante en su higiénico anonimato; algo de lo que sólo se puede decir que está hecho de Hormigón Armado.


No es el resultado funcional directo de una venturosa elección del lugar y de los materiales; o de los hábitos digestivos o higiénicos de sus habitantes; de hecho no es una especie de mezcla de filosofía, gastronomía y estructura.



No pretende ser el último, modesto, silencioso y objetivo eslabón de alguna cadena de la tradición nórdica o inglesa.


No trata de mostrar que su planta venía determinada por alguna regla trigonométrica de las trazas de circulación de la cocina, o por algún destemplado intento de atrapar la luz del sol dentro de un rincón polvoriento, o por la longitud estándar de las vigas de hormigón armado.


No intenta probar que su diseño brotó 'naturalmente' de los condicionantes recibidos, como una calabaza común, una Victoria Regia o un pez abisal.