martes, 27 de octubre de 2015

En la biblioteca de Jorge Oteiza

Mi ya remota tesis doctoral trataba sobre la influencia de Frank Lloyd Wright en Mies van der Rohe pasando por De Stijl. Hacía notar cómo el maestro americano descompuso la caja constructiva en planos que se proyectaban más allá, rompiendo el volumen y haciendo que el espacio fluyera. Esto influyó notablemente en los holandeses y de ahí a Mies y a su Pabellón en Barcelona.
Hasta ahí parece obvio. (Aparte de la comunión de ideas hay un documentado tráfico de aprendices y de arquitectos consagrados que lo demuestran).
Algo más aventurado era sostener que con ese espacio fluyente y esa caja descompuesta se termina componiendo otra nueva caja, pero vacía. (Museo Guggenheim, Neue Nationalgalerie...).
Una vez explicado eso, ahí va el rimbombante título de mi tesis:


El tramo final, la conclusión de todo, tenía como punto fuerte una interpretación del espacio vacío, y ahí eran imprescindibles los físicos del siglo XX y Jorge Oteiza. (Simplificando más de lo permisible, podríamos decir que los diversos puntos de vista confluyen en la idea de que el vacío no es algo previo al espacio, sino una cierta conclusión de este, una colección de referencias, y se produce como ausencia elocuente).
Para colmo, en la conclusión ponía en relación a Oteiza con Unamuno.


No quería contar esto, pero era necesario exponerlo brevemente para que entendáis que yo necesitaba enviarle la tesis a Oteiza.
(Por otra parte, me parece mentira haber dedicado trescientas páginas y algunos años a exponer lo que queda contado ahí arriba en unas pocas líneas).
Jorge Oteiza: ese ser mitológico que se agarraba unos cabreos tremendos y rugía como un león. Jorge Oteiza: el monstruo capaz de arrancarle los higadillos a cualquiera que osara molestarle, pero a la vez capaz de emocionarse hasta las lágrimas al ver a un niño jugando.
Jorge Oteiza: personaje de los Hermanos Grimm o de Oscar Wilde, encerrado en su casita, sin querer ver a nadie y, al mismo tiempo, deseoso de que los estudiantes fueran a verle, encantado siempre con la juventud y anfitrión legendario.
Era el ogro y el príncipe, el gigante y el ruiseñor, todo en uno. (Dependía de cómo lo pillases).

Cartel que Jorge Oteiza tenía colgado en la puerta de su taller,
agobiado por tanta gente que quería conocerlo.

Sé que es un rumor, pero yo llegué a escuchar que cuando su amada Itziar se moría sin remedio Oteiza salió al pasillo del hospital enarbolando una pistola para recabar la atención urgente de los médicos y de los enfermeros. Vale, será un rumor, pero todos lo creímos.(1)
También sé que alguna vez iba algún grupo de estudiantes a verle y les recibía alborozado, les trataba como un padre (o abuelo, o bisabuelo) amantísimo y se tiraba charlando y riendo con ellos hasta las tantas.

En todo caso, yo tenía muchas ganas de mandarle mi tesis, y al mismo tiempo me daba mucho apuro molestarle, importunarle, haber utilizado su obra, su nombre y su pensamiento para argumentar quién sabía cuántas idioteces. Se iba a enfadar.
Así estuve años. De verdad. Años. Tenía su dirección apuntada en una agenda, y de vez en cuando lo pensaba, pero no lo hacía.
De repente un buen día, sin pensarlo más, cogí el ejemplar que tenía destinado para él, le quité el polvo de los años, lo empaqueté junto con una nota respetuosa y se lo mandé.

A los pocos meses hubo una exposición en la Fundación COAM sobre Oteiza y la Arquitectura, y uno de los organizadores me dio noticias suyas. Me dijo que Oteiza le había encargado que me diera muchas gracias por el envío, que le había gustado mucho y que estaba entusiasmado con que le hubiera comparado con Unamuno. Pues si Oteiza estaba encantado con todo eso imaginaos cómo me quedé yo.

martes, 20 de octubre de 2015

Melocotonazo en toda la boca

Dedicado de nuevo a mi amigo Javier García, por
el "zas, en toda la boca" que me soltó.

El otro día escribí una entrada sobre Cicerón y un melocotonero que sembró al final de su vida. Al parecer os gustó bastante, y algunos me mandasteis mensajes muy amistosos y simpáticos.
Pero un buen amigo me escribió: "Yo no siembro más, que soy especialista en hacerlo en campos estériles".
Ciertamente es todo muy difícil, y sé que a mi amigo le está costando despegar. No obstante, seguí con la alegoría y le dije que no se desanimara jamás y que se echara un hueso de melocotón al bolsillo.
Yo mismo lo hice, pero en sentido literal. De verdad. Como un amuleto. Una tontería: Me comí un melocotón, limpié bien el hueso y me lo guardé en el bolsillo.
Me anclaba a la bella imagen ciceroniana, y pensaba que llevar un hueso de melocotón en el bolsillo era un gesto elevado.
(Qué bonito es todo. Qué simpáticas son las alegorías y qué fácil es sentirse bien y ser un poco bobo y un bastante bocazas).

Pero Javier (a quien, con nuestro amigo común Miguel Ángel, le había dedicado esa entrada del melocotonero ciceroniano) me dio un zas en toda la boca. Vamos, un melocotonazo en toda la boca.
Me mandó un mensaje por guasap (otros dicen WhatsApp) que dio origen a esta conversación:


JAVIER.- Gracias por la dedicatoria, Mon. Muy buena reflexión.
YO.- Gracias.
JAVIER.- Sin embargo, es curioso, pero para que los niños puedan coger melocotones dentro de unos años, hay que sembrar un hueso de ciruela. [Risas]
YO.- Coño. Explícame eso.
JAVIER.- Es posible que en época romana sembraras un hueso de melocotón y el árbol diera melocotones, pero ahora las variedades son tan artificiales que no daría fruto.
"Para plantar un melocotonero, primero hay que plantar el portainjerto. El mejor es el ciruelo Santa Lucía (ciruelo silvestre). Al año siguiente se injerta con una ramita que tenga por lo menos una yema del melocotonero que se quiere conseguir.
"Actualmente, el hueso no contiene las características del frutal, ni de hueso, ni de pepita.
YO.- Me has hundido la moraleja de la historia. Tengo que escribir la siguiente entrada contando esto. "No llevéis huesos de melocotón en el bolsillo, niños, que no funciona".

Y en seguida he añadido: "Muchas gracias. Creo que ya lo tengo. Te citaré la semana que viene".

(Y aquí le acabo de citar. Y aquel "ya lo tengo" no es cierto: No lo tengo. Creía que tenía algo, una idea para una nueva entrada, pero se me ha escapado. Se me pasan por la mente varias opciones que se ramifican y no concreto ninguna ni resuelvo la historia).

martes, 13 de octubre de 2015

Cicerón y el melocotonero

A mis amigos Miguel Ángel Acosta, por sus melocotoneros
amarillos de agosto, y Javier García, por los suyos rojos.
Ambos son cicerones sabios y, sobre todo, hombres de bien.

Hace años leí (1) que Cicerón en sus últimos días, en aquellos tiempos convulsos del Segundo Triunvirato que pondría fin a la República Romana y que acabaría asesinándole, entre tanta agitación y angustia cotidiana tenía algún momento de esparcimiento y de tranquilidad en el jardín de su casa.
Era ya muy anciano (sesenta y tantos años), y el cuidado de las plantas era una forma grata de despedirse de la vida.
Un amigo le vio una tarde plantando en la tierra un hueso de melocotón.


Con toda su amistad y su cariño le dijo:
-Marco, ¿cómo se te ocurre plantar un melocotonero a tu edad? Tardará muchos años en dar fruto. No te va a dar tiempo a comerte ningún melocotón de ese árbol.
A lo que, naturalmente, Cicerón le contestó:
-¿Y para qué estamos los viejos? Para plantar melocotoneros. Ningún niño podría comerse nunca un melocotón si alguien no hubiera plantado el árbol años antes de que él naciera. Triste mundo sería este si nadie pudiera comer otros frutos que los que él mismo plantara.

Sea o no cierta esta anécdota, pienso en ella a menudo.
A todos nos afecta. Parece como si ahora (cambio climático, contaminación, agotamiento de los recursos...) todo el mundo pensara: "el que venga detrás que arree", o, lo que es lo mismo: "para lo que me queda en el convento..."
No sólo no somos cívicos, sino que ni se nos pasa por la cabeza la posibilidad de serlo. Lo del melocotonero de Cicerón es puro civismo. Nos está diciendo: "Deja algo bueno en este mundo. Deja una huella positiva. Mejora aunque sólo sea en algo insignificante lo que te encontraste al llegar".

Si este mandato es vigente para todos los seres humanos, para los arquitectos es aún más perentorio y también más concreto. La actitud ya mencionada (de todos quienes intervienen) de que "el que venga detrás que arree", de cobrar nuestro dinero y de largar el edificio para que el pobre destinatario lo sufra y para que el paisaje y el entorno se resignen a él es la que ha provocado y sigue provocando esta especie de cochambre empachadora y agresiva en la que vivimos.
No. No vale decir: "Es que me exigieron que lo hiciera así". No. No vale. Cada palo que aguante su vela. Aguantemos la nuestra.

domingo, 4 de octubre de 2015

De la validez de la cultura. (¿A quién le importa Gilgamesh?)

La película Ladri di biciclette (1948), de Vittorio de Sica es un pilar en la historia del cine. En España se tradujo como Ladrón (en singular) de bicicletas, y se censuró estúpidamente, cambiando del todo su intención y su sentido.


La película es cruel e implacable. No deja un solo resquicio a la esperanza y agobia hasta lo insoportable. No puede ser que la desgracia se cebe de esa manera con la gente más desvalida, con los más miserables y necesitados.
¿Quién podría hacer una historia así, sin ninguna piedad? En España eso no se toleró, y en la escena final, en la que el padre y el hijo van a la nada, una voz en off (que, por supuesto, no existe en el original) se deshace en melifluos y vergonzosos cantos de sirena y se permite contar el final que al censor le gustaba.
Bueno: Vivíamos en un país que tenía censuradas las ideas y mutilada la cultura. Pero muchos años después, en los noventa, cuando ya llevábamos décadas viviendo en un país libre, las cintas VHS de esa película seguían teniendo ese doblaje oprobioso. ¿Por qué? Pues porque ya estaba hecho y no era económico volver a hacerlo. (Ni siquiera había que volver a hacerlo. Tan sólo había que suprimir el último speech). Y además (y sobre todo), para cuatro piraos que iban a comprar esa película no merecía la pena perder el tiempo ni gastar dinero en retoques y cambios.
Esa película había dejado de estar censurada, pero ya aburría, lo que es muchísimo peor.

Hoy en España no hay censura, pero a nadie (o a casi nadie) le interesan esas películas ni esas visiones tristes y desasosegadoras. Y los cuatro piraos que vemos películas raras o leemos libros-pestiño ni contamos ni importamos.

Franco murió cuando yo tenía quince años, y mi adolescencia coincidió con la Transición. Además de que se acabó la censura sobre las fotos de desnudos justo cuando mi persona más se interesaba por ellas (feliz casualidad), también se habló mucho entonces de Víctor Jara, de Paco Ibáñez o de Quilapayún, cuyas cassettes traía a clase algún compañero casi con la misma delectación con que otro traía un Playboy.
En aquella época nadie reparaba en que tales cantantes y tales canciones tenían la misma chispa que un bocadillo de garbanzos, y que oír la cansina voz de Paco Ibáñez en el Olympia de París era tan divertido como contar granos de arena en la playa. Eran canciones con mensaje. Tenían el secreto de la verdad y de la vida. Había que entenderlas y aplicarlas. Eran la guía. Mostraban el camino.

-Tun tun.
-Quién es.
-Una rosa y un clavel.
-¡Abre la muralla!
-Tun tun.
-Quién es.
-El sable del coronel.
-¡Cierra la muralla!
-Tun tun.
-¿Quién es?
-La paloma y el laurel.
-¡Abre la muralla!

(Dior mío, Dior mío). (Había que estar atento para saber cuándo tenía que abrirse y cuándo cerrarse, sin equivocarse jamás, no fuera uno a quedar como un pardillo o, lo que era mil veces peor, como un facha).

A galopaaaar, a galopaaaar, hasta enterrarlos en el mar.
A galopaaaar, a galopaaaar, hasta enterrarlos en el mar.

(Por Dior, Don Pacoibáñez. Por Dior).

Poderó
socaballé
roesdondindó
dondiribidindó
es Don Dinero.

(Po zí. Pozezo, po vale, po dacuerdo).