viernes, 25 de septiembre de 2020

La esperanza

A todos los profesores y alumnos,

pero especialmente a los de arquitectura de la URJC



Aunque soy bastante bocazas y entre este blog y las redes sociales cuento casi todo lo que me ocurre y se me ocurre, llevo tiempo evitando este asunto porque me da pudor. Pero creo que ha llegado el momento de contároslo.

Y es que en este curso 2020-2021 voy a ser profesor asociado en la Universidad Rey Juan Carlos y estoy encantado e incluso entusiasmado (y también un poco muerto de miedo). En realidad ya lo fui durante el segundo cuatrimestre del curso pasado, pero me daba no sé qué decirlo porque tenía un cierto sentimiento de provisionalidad (excepto Jordi Hurtado todos somos provisionales en todas partes) y de inseguridad (también todos estamos siempre inseguros), como si aún no lo fuera plenamente. Ahora que me han renovado ya me veo más seguro.

En la clase de Introducción a Proyectos de Raquel Martínez,
en el edificio Pavía de Aranjuez, cuando aún no era profesor.
(Fui invitado a una sesión crítica y lo pasé muy bien).
(Fotografía del también profesor y amigo Enrique Parra).

En el curso pasado fue una pena que nos confinaran al poco de haber empezado mi misión después de las vacaciones de Navidad. Apenas disfruté de dos meses, y casi cuando empezaba a conocer a los alumnos me tuve que conformar con darles clase desde casa y ver las fotos de sus caras en pequeño. Ya hablé del enorme esfuerzo que han hecho y de la gran disciplina y espíritu de trabajo que han tenido para defenderse con sus medios y espacios disponibles. También he disfrutado mucho de esos meses de clases telemáticas desde casa, pero he echado de menos el trato directo y físico con los alumnos y con mis compañeros.

Este curso va a empezar igual, y quién sabe cómo va a terminar. Ante su inminente comienzo me asaltan todo tipo de dudas: ¿Sabré enseñar algo? O, al menos, ¿sabré no estorbar e incluso ayudar a que los alumnos vayan trazando su camino? ¿Sabré conseguir algo de cercanía y de buena comunicación por el sistema telemático y el "semipresencial"? Qué raro todo, qué difícil todo. Confieso que al pensar estas cosas me asusto un poco, y que mi talante y mi edad me llevan hacia una cierta desazón.

Pero no puedo. Mis compañeros no me dejan desazonarme. Al revés. Son todos entusiastas, creativos, trabajadores. Ante cualquier dificultad se vienen arriba y proponen estrategias, ideas, alternativas. No se amilanan. No se desaniman nunca. Y son contagiosos. Los veo tan entregados y tan concienzudos que no puedo permitirme ser flojo.

Son jóvenes, muy jóvenes, y como tales son muy optimistas. Pero no por ello son menos realistas y responsables. Lo que quiero decir con esto es que en ellos hay una esperanza, una luz que dice que todo va a salir bien, o al menos que va a salir lo mejor posible. Aunque soy el novato, soy con diferencia (con gran diferencia, a mi pesar) el más viejo del grupo. Me hace mucho bien este contacto contagioso. Yo, que, según el trayecto natural de la vida y también según mi carácter, me empezaba a sentir viejo y un tanto inane, he recuperado la vitalidad. Es como si esta gente me hubiera hecho una transfusión de vida.

Los alumnos también son la esperanza, y aún más que los profesores. Casi todos son algo más jóvenes que mis hijos y veo con enorme ternura su afán por salir adelante, por labrarse un porvenir y por trabajar y conocer. Así ha sido desde siempre, y es bueno comprobar lo obvio: que la rueda sigue girando y que el mundo tiene esperanza, tiene futuro, tiene solución.

Otro de los motivos por los que no me he atrevido hasta ahora a escribir esto es porque me conozco y sé que puedo ponerme de un meloso y de un ñoño asustador. (No sé si notáis que estoy haciendo un gran esfuerzo por ser comedido).

Hace ya unos años que fui entrando en contacto con algunos de los profesores de la URJC. Desde el principio han sido muy generosos conmigo. Me han invitado a algún que otro acto, me han honrado con todo tipo de gestos; se han hecho eco de este blog y me han hecho sentir siempre como miembro de su equipo, aunque fuera ajeno. He de decir que esto me ha pasado también con otros cuantos profesores de otras cuantas universidades, tanto españolas como americanas. Qué fácil y qué directa y cercana es la comunidad virtual y telemática, en la que, aunque no lo creáis, se forman extraños vínculos de amistad y de conocimiento.

No quiero decir el nombre de nadie porque son todos. Son personas fantásticas, muy formadas, muy brillantes y, sobre todo, muy generosas. He tenido una enorme suerte. Son gente que tiene una clara vocación de enseñar. He visto de todo en cuanto a inventiva para hacer las asignaturas más claras, las prácticas más formativas, las actividades más interesantes. Esta gente da vértigo, de verdad. Y a mí ahora me está dando muchísimo. Bendito vértigo.

Fui profesor en la ETSAM, durante un solo curso, el año que cumplí treinta de edad, y lo vuelvo a ser el año que cumplo sesenta. Espero que ahora no se acabe aquí y que no me tengan otros treinta años esperando. Dar una charla a los noventa no sé si podría tener algún interés para alguien.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Ocho que ochenta

Hace unos días me han publicado este artículo en el blog de la Fundación Arquia. Trata un tema que ya toqué hace unos años aquí. Y ahora estoy escribiendo otra vez sobre lo mismo. No me gusta insistir, de verdad, pero es que "ellos" insisten e insisten, y yo me sigo enfadando como el primer día. Así que perdonadme, pero voy de nuevo con ello.

El arquitecto Miguel Fisac vivió noventa y dos años, y los vivió con lucidez. Quién pudiera. Pero por muy enérgico y muy vital que fuera (que lo fue), a los noventa, cuando unos jóvenes arquitectos (Fernando Sánchez-Mora, Sara González, Blanca Aleixandre y Leonardo Oro) fueron a verlo, ya estaba retirado. (¡Qué me dices!) Le pidieron que se presentara con ellos a un concurso y se animó; incluso se entusiasmó, y se presentaron a varios.

Ganaron el del Polideportivo de la Alhóndiga en Getafe (Madrid). Podemos considerarlo una "obra menor" en su historial, un proyecto nada espectacular, pero muy sereno y equilibrado (que era de lo que se trataba), e incluso muy elegante en su sencillez.




Fue, con una vivienda en Almagro (Ciudad Real), su última obra. Una discreta y muy decente y limpia despedida.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Vanidad

En la escuela de arquitectura todos nos teníamos por artistas, hasta los más torpes. De alguna manera el ambiente nos ayudaba a creérnoslo.

Incluso yo, que era un alumno aseado y resultón, pero no brillante, acariciaba esa vanidad, y eso que siempre he sido una persona muy realista. Los rascacielos y los palacios de ópera que entregábamos en clase eran más provocativos y más cachondos que los que se ven en el mundo real, así que por qué no íbamos a hacerlos fascinantes cuando nos los encargaran. (Y ya sabíamos que en la puerta de la escuela había montones de promotores esperando que saliéramos con el título para echarse en nuestros brazos).

Nos veíamos destinados al brillo profesional, al despliegue apabulllante de obras maestras y, naturalmente, y solo para empezar, al número monográfico de El Croquis.

(Aquí, y solo para vacilaros, os diré que un número monográfico no tengo, pero sí un proyecto publicado en El Croquis. Claro, que sería mentir contando la verdad; como si os digo que tengo tatuajes. Las dos cosas son verdad, pero no significan lo que podríais inferir de ellas. O sea, que son mentira).

Conozco casos de gente que sí que ha estado realmente en el disparadero de que le publicasen su obra, y lo que ha llegado a hacer ha sido a veces vergonzoso. También conozco la estúpida pretensión de un estudio con bastante obra que le pidió a una prestigiosa editorial que le publicase una monografía, comprometiéndose a comprar todos los ejemplares que no se vendieran. Conozco casos que harían sonrojar a cualquiera, y siempre la puñetera vanidad.

¿Y todo para qué? Se dice que el periódico de un día sirve para envolver el pescado del día siguiente. Las revistas de arquitectura duran un poco más, pero manifiestan de la misma manera la futilidad y la fugacidad de estas vanidades. Yo tiré al contenedor azul casi todas las que tenía cuando cerré mi estudio en 2010, y ahora un amigo mío tiene así las suyas:


Está pensando donarlas a alguna universidad, porque ya le estorban, y ante la remodelación de su estudio no sabe ni dónde ponerlas. Además las revistas caducan. Llega un momento en que no sabes ni qué buscar en ellas, ni qué sacar en claro de ellas. La ya citada El Croquis (la más cara de todas) lleva bastantes años haciendo monográficos, que es una forma de disimular el carácter de publicación periódica y convertirla en libro, algo mucho más estable y duradero.

Pero de todas formas acaban estorbando. Y por no hablar del dinero que han costado. A ojo ahí me da para un Skoda Fabia o para un Dacia Logan. Y me dice mi amigo que tiene repartidos varios montones similares por diversos rincones para no concentrar el peso, que hablamos mucho de las piscinas en las terrazas pero nada de las revistas en los estudios de arquitectura. O sea, que sumando todos los montones sí que le da para un cochazo alemán.

La foto que me ha mandado mi amigo me ha traído todo esto a la mente: La vanidad de salir publicado en una de esas revistas termina en el suelo, y la constancia de irlas comprando una detrás de otra y de irlas colocando y clasificando durante años termina en el hastío. Vale que ya no son útiles, ¿pero cuándo y, sobre todo, cuánto lo han sido? ¿Cuánta enseñanza han producido y cuánto placer han dado? En mi estudio estuvimos suscritos a varias revistas durante unos años y llegó un momento en que las hojeábamos con prisa según llegaban, las colocábamos en la estantería y a otra cosa. Y al final acabaron en el contenedor azul.

Este amigo es un estudioso, y seguro que les ha sacado jugo y provecho, pero aun así terminan molestando, sin saber dónde estar, sin ser capaces de seguir soportando en alto las vanidades de sus protagonistas. Los talentos; claro; por supuesto. Pero las vanidades.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Tete Montoliach

A Emilio, quien sin ser nada dado a estas frivolidades

conserva con cariño un autógrafo de Tete Montoliu.


Se terminó agosto y llega ese momento vertiginoso en que compruebo que de todas las cosas apasionantes que me propuse hacer este verano no he hecho nada y que el tiempo se me escurrió (otra vez) en la inanidad.

Así que me pongo un disco de jazz. Qué menos. Escucho al gran Tete Montoliu y recuerdo la única vez que lo vi en directo.

Fue en la Sala Clamores de Madrid, y debió de ser en abril o mayo -o como muy tarde en junio- de 1992. (Lo recuerdo porque mi mujer estaba en un estado muy avanzado del embarazo de nuestro hijo mayor).

Tete Montoliu tenía un aspecto adusto, seco, incluso podía parecer antipático. No era nada de eso. El concierto, aparte de ser un fantástico monumento musical, fue muy cálido y amable; incluso cariñoso. Tete hablaba mucho, contaba anécdotas divertidas entre pieza y pieza, explicaba temas y era muy interesante. Los asistentes estábamos encantados.

Quien le conoció cuenta que era muy tímido -de ahí esa sensación de seco y frío-, pero que cuando tocaba se transformaba y comunicaba su disfrute. Desde luego esa noche al teclado sí que lo hizo.

Contó alguna anécdota muy divertida de Dexter Gordon, con quien tocó bastantes veces y a quien admiraba sin reservas. También nos contó que lo que hacía su gran amigo Serrat (tan culé como él) era puro jazz, y para demostrárnoslo jazzeó una de sus más conocidas canciones. Pero, claro, él podría haber jazzeado con éxito incluso a Estrellita Castro. O a Bach.

A Bach sí que lo hizo esa noche. Y a eso voy: