lunes, 6 de noviembre de 2023

Arquitecto en el pueblo

A mediados de los años 1980s José Flema terminó su carrera de arquitectura en Madrid, su amada ciudad, y se dispuso a ejercer la profesión. Pero había estudiado gracias a una beca especial reembolsable concedida por una remota comunidad autónoma y eso conllevaba que durante cuatro años debería trabajar allí para pagarla.

La comunidad no era gran cosa; su capital no era Madrid, ni Barcelona, ni Valencia, pero al fin y al cabo, aunque fuera una modesta capital de provincia, tenía bloques de viviendas, teatro, campo de fútbol, edificios sanitarios y demás, y a un arquitecto como él, lleno de entusiasmo, no le faltaría trabajo.

Así que el arquitecto Flema se fue para allá con toda su ilusión, decidido a proyectar el hospital, el centro cultural y todo lo que surgiera en aquella ciudad pequeña pero seguro que con algún atractivo que descubriría pronto.

Sin embargo, cuando se presentó allí le dijeron que en esa ciudad ya no hacía falta porque en los últimos años (mientras él estudiaba) habían ido viniendo varios arquitectos. Así que le mandaban a Santa Cecilia, un pequeño pueblecito verdaderamente encantador.

-No se preocupe -le dijeron en la Consejería de Fomento de la comunidad autónoma-; Santa Cecilia le encantará. Es un pequeño paraíso. Y está todo por construir.

En cuanto el recién titulado arquitecto Flema conoció Santa Cecilia (que todos llamaban Cecilia a secas) corrió a reestudiar el contrato de su beca. Tenía que haber un error. Él se había comprometido a trabajar cuatro años lejos de su amada Madrid, pero al menos en la capital de la comunidad, no en una aldea minúscula y anclada en la Edad Media. Pero constató que no tenía escapatoria. Estaba atrapado.

Los pocos cientos de habitantes lo acogieron con los brazos abiertos. Lo necesitaban porque en Cecilia casi nadie tenía escrituras de sus casas, pero desde que Julián, el del bar, fue a un notario a hacer la suya todos lo querían imitar, así que no hacían más que pedirle a Flema que les hiciera los certificados descriptivos que les pedían en la notaría.

El joven arquitecto, que había soñado con hacer rascacielos y teatros de ópera, se vio relegado a escribir y reescribir el mismo certificado tipo una y otra vez, cambiando apenas el número de habitaciones y los metros cuadrados de cada casa.

La primera construcción que le encargaron por fin, unos meses después, fue la ampliación de una casa, consistente en una habitación en planta baja y otra encima en la franja de terreno de tres metros de anchura que uno de los vecinos le habría comprado a su colindante(1). (Julián, el del bar, que también era el alcalde, se había puesto muy bruto con lo de que a partir de entonces para pedir licencia de "obra mayor" había que tener un proyecto hecho por un arquitecto, y con eso se había ganado la enemistad de toda Cecilia).

Surgieron más trabajos por el estilo, y Flema se dedicaba a hacer "papeles" y cosas más o menos relacionadas retorcidamente con su profesión que nunca había imaginado que haría.

Mauricio, el vecino más prominente y desde luego el más "echao p'alante", le mareaba a menudo con ideas tan entusiastas como vagas sobre hacer una urbanización de chalets rústicos "estilo suizo", un hotel rural de lujo, un polígono industrial y cosas así que pondrían definitivamente a Santa Cecilia en el mapa, pero nunca se concretaban ni llegaban a nada.

Finalmente, al cabo de casi un año, le encargaron su primera vivienda entera. Se puso muy contento, pero la alegría le duró poco: Ninguna de sus grandes ideas fue bien acogida. Los propietarios ya habían hablado con el albañil y sabían exactamente qué casa querían. A él lo necesitaban exclusivamente porque el cabezota de Julián les obligaba. (Bueno, y ya de paso si calculaba las vigas les vendría bien, aunque también eso lo tenía claro el albañil, que había hecho docenas de casas y nunca se le había caído ninguna).

La vida en Cecilia era tranquila, demasiado tranquila para un furibundo urbanita que no encontraba más que carencias y paleterías, pero poco a poco, mes a mes, año a año, le fue tomando el pulso. Al fin y al cabo se sentía cómodo tomando una cerveza en el bar de Julián y hablando con Mauricio y sus aires de grandeza, con Marga, su casera, con Edu, un joven soñador que aspiraba a hacer alguna vez una película, con Ruth, la tendera, y con los demás vecinos surrealistas. A menudo le parecía como estar viviendo en una ficción, en una especie de amable serie de televisión tipo Barrio Sésamo o así. Nada era definitivo, ni trágico, ni angustioso. La vida era fácil y fluía.

Lo único que le amargaba era toda la cantidad de estupendos edificios que no estaba haciendo. Había sido un estudiante brillante, y en la escuela se había creído llamado a hacer fantásticos proyectos. Todo esto que le estaba pasando era un freno y un obstáculo para el destino que le estaba reservado. Solo deseaba que esos cuatro años pasaran cuanto antes.

Y sí: fueron pasando. Todo pasa. Y fueron pasando entre balaustradas, canecillos de hormigón imitando madera, falsos arcos de ladrillo, rejas, porches, viseras de tejas... Fueron pasando.

Lo que finalmente ocurrió nunca lo habría previsto: Llegado finalmente el plazo de su liberación de Cecilia hizo una reflexión que hasta entonces nunca había hecho. Allí se había labrado una clientela y, además, aunque le costara reconocerlo, había hecho muchos y buenos amigos. Pero en Madrid nadie le conocía. Sus antiguos compañeros de estudios habían tirado por diferentes (e impensados) caminos. Incluso una novia que tuvo se había casado con un no sabía si abogado o contable; lo que fuera.

¿Quién le iba a encargar algún proyecto en Madrid? ¿A quién podría recurrir, ante quién se podría presentar? ¿Dónde pediría trabajo? Madrid era imposible, y en Cecilia él era ya alguien.

Pues bien: pasado el plazo de cuatro años permaneció en Cecilia de forma voluntaria. Se dijo que tampoco iba a ser para toda la vida; que estaría atento a todo lo que surgiera y siempre podría saltar a Madrid cuando hubiera cualquier circunstancia favorable.

Pero no la hubo. En efecto, no iba a venir esa circunstancia a llamar a su puerta, a agarrarlo por las orejas y a llevárselo a Madrid. No. Mes a mes, año a año, siguieron pasando las balaustradas, los canecillos de hormigón imitando madera, los falsos arcos de ladrillo, las rejas, los porches, las viseras de tejas... Al cabo de los años se sumaron los certificados de eficiencia energética y el resto de mamotretos burocráticos que se superponían a su profesión hasta que acabaron por suplantarla.

Dejó de encargar libros de arquitectura a las librerías de Madrid, dejó de leer ensayos sobre arquitectura, composición, función, forma... Se centró en mantenerse más o menos al día con la normativa y en las novelas de Philip Marlowe y de Jules Maigret, que le entretenían y le gustaban mucho, con alguna que otra incursión en las de Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves. Ni poesía ni ensayo, porque bastante tenía ya en Cecilia. Fue perdiendo fuelle para los grandes debates y discusiones teóricas (¿con quién las podría tener allí?), pero ganó en tranquilidad y en comodidad intelectual.

Y pasaron los años, y pasó la vida. Y ahora el ya nada joven arquitecto José Flema está llegando a su edad de jubilación y se plantea a menudo si su vida ha merecido la pena, si tomó la decisión correcta, si acertó: Ningún rascacielos, ningún teatro de ópera, pero pasea por la calle y ve edificios suyos (pequeños, modestos, paletos) por aquí y por allá, y conoce los problemas que le causó la cimentación de aquella casa o lo mal que le quedó aquel balcón de esquina. No ha hecho nunca nada de mérito, nada especial. Su propia vida tampoco ha sido de mérito ni especial.

Se toma una cerveza en el bar de Julián y ve a sus amigos. Nadie de mérito, nadie especial, pero es su gente. Hay que ser de algún lado, y Flema es de Cecilia sin ninguna duda. ¿Eso es bueno? Ni bueno ni malo. Echa de menos los grandes edificios que le habría gustado hacer, sí, pero sencillamente no eran para él. Ni siquiera los pequeños pero muy buenos. No. Él no es un brillante arquitecto, hace años que lo sabe con toda certeza; ni siquiera un buen arquitecto, en el sentido un tanto idealizado que se le da a ese concepto. Es, sencillamente, como casi todo el mundo, una persona que se ha ido tropezando con las circunstancias que le han tocado; una persona que se asoma hacia atrás, hacia la trayectoria de su vida, y piensa que hubo cosas que podría haber hecho mejor -casi todas-, pero que al fin y al cabo así está bien, y lo ve todo con una gran tranquilidad y paz. Y nota que de alguna forma se comprende a sí mismo, se quiere y se perdona.

Además de todo eso ve que su vida profesional (anodina, simple, gris) se termina, pero que su vida física (anodina, simple, gris) está aún plena de cosas (anodinas, simples, grises, pero apasionantes) por hacer y por disfrutar.

-Julián, la próxima ronda corre por mi cuenta.
-¿Y eso? ¿Celebras algo?
-No. Bueno, sí. Un poco.


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(1). Exactamente ese fue también mi primer proyecto.

6 comentarios:

  1. Interesante, yo, a diferencia del Sr. Flema, no he ido a parar a un pueblo, ya que he vuelto al pueblo donde nací. Hago certificados descriptivos, deslindes, viviendas unifamiliares, y hasta un centro cívico. Al igual que el protagonista, al terminar la jornada me tomo un vino con el alcalde y otros del pueblo, pero a diferencia de este, mi vida profesional y personal es interesante, plena y en rojo pasión.

    pd. sigo comprando y leyendo libros de arquitectura y me encanta leerlos.
    El Sr. Flema me recuerda al medico de pueblo de El Àrbol de la Ciencia, de Baroja.

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  2. Me ha gustado la historia del sr. Flema. Confío en que sepa valorar las cosas que ha hecho y no malgaste nostalgia añorando las que no hizo.

    En cuanto a la arquitectura "de pueblo", recuerdo paseando con mi abuelo por el Pirineo acercarnos a un grupo de lugareños a charlar con ellos:

    - Oigan, me he fijado que todas las casas por esta zona tienen la misma forma (patio, segunda planta en línea de calle, etc.), ¿es por algún motivo?
    (Señor que pudo haber nacido en el siglo antepasado): Sí, porque sólo había un arquitecto.

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  3. Se le ha olvidado comentar que ese tal José Flema, nos abstrae del día a día con historias reales en un blog muy personal...gracias!

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  4. Se te olvidó comentar que el Sr. Flema escribe muy bien y que tiene una legión de arquitectos que le leen y lo admiran más que a otros que proyectan aeropuertos... ;-)

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  5. Bueno, muchas gracias a todos.
    Es un placer sentir que estáis ahí. A veces cuento cosas muy mías y muy íntimas (aunque las disimule), y me sorprende y me alegra ver que al parecer comparto muchas de ellas y son más reconocibles de lo que yo creía.
    Muchas gracias, de verdad.

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  6. Bienvenido al club, doctor Fleischman, digo, Flema.

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