viernes, 7 de julio de 2023

No es solo talento

En esta entrada voy a ser un poco como la zorra aquella de las uvas, un personaje de Esopo que no me gusta nada, a quien sufro de vez en cuando y de quien siempre procuro huir. Es un ser abominable que disimula su envidia con desprecio y se hace así triplemente repugnante por envidioso, despreciativo e hipócrita. Espero no serlo mucho y poder salir airoso de ese siniestro estado que me corroe.

La zorra y las uvas
Ilustración de Milo Winter, 1919

Este estado se debe a que soy un arquitecto mediocre (queda mejor decir "mediano") y sin talento. Creo que un buen profesional, que no es poco, pero tampoco nada más.

Conozco a algunos verdaderamente notables. Siempre he tenido relación con varios; los he visto trabajar y se me ha caído la baba. Hacen una arquitectura francamente buena, que me gustaría muchísimo ser capaz de hacer yo. Tienen un talento innegable, pero no es solo talento. Tienen una cualidad muy superior: una determinación y una seguridad tal en lo que hacen y en lo que proponen que nadie puede ponérseles por medio.

Son arquitectos poseídos por una pasión febril, y siempre dispuestos a sufrir, a trabajar más, a no conformarse con ninguna solución estándar, a buscarle tres (o cinco) pies al gato, a no acomodarse jamás y a asumir riesgos. Y a hacérselos asumir a todos en beneficio de su sacrosanta obra.

La arquitectura es una actividad a veces muy ingrata, porque el arquitecto la piensa y la diseña, pero no la ejecuta. Además cuesta mucho dinero, que ponen otros. Por todo ello, siempre hay buenas razones para hacer otra cosa diferente (más barata, más sencilla, más anodina) que la que propone el sufrido autor, y así el ejercicio de la profesión se convierte en una carrera de obstáculos o una yincana (aquí una yincana, aquí la RAE) insalvable.

Y por eso los arquitectos tenemos fama de intratables. Hay que entendernos: hemos concebido un edificio de una cierta manera y para ello hemos tenido una relación muy intensa con los clientes, llena de debates y discusiones fructíferas (en el mejor de los casos) pero agotadoras (siempre). No obstante, después de toda esa tensión, cuando ya el proyecto está terminado y listo para guiar la ejecución de la obra empiezan los verdaderos problemas. Desde antes de desbrozar el terreno ya está el constructor imponiendo sus puntos de vista, opinando sobre todo, vistiendo de estética o de adecuación lo que es meramente su interés y su comodidad, y poniendo a parir el proyecto ante los propietarios incluso delante de su autor.

No voy a agotaros con cosas que pueden salir mal. Sencillamente os digo que os leáis las descripciones de las doscientas partidas que aparecen en el presupuesto del proyecto y TODAS.

Yo llego a la conclusión de que en mis proyectos no hay ningún elemento ni valor de diseño tan exquisito que merezca pelearme con el constructor, con los clientes y con todo el mundo. Sí defiendo con vehemencia las cuestiones técnicas, que pueden hacer peligrar el funcionamiento o incluso la integridad del edificio, y por supuesto las de diseño y estilo que sí quieren los propietarios (y me han contratado para defenderlas), pero ya no me despeino por un firulillo de acero inoxidable plegado cuando todos (y en especial los clientes) prefieren un pegote de yeso.

Me he llevado mis buenos berrinches para nada, y recuerdo una única vez que hice valer mi criterio y me llevé el gato al agua para al final, una vez realizado el detalle, ver que tampoco me gustaba tanto (y a los demás nada) y que no merecía la pena. Pero ya digo que es que yo no soy muy bueno ni muy sutil.

Por una parte me parece que la excusa "es la casa de los clientes y tiene que gustarles a ellos" es demasiado cómoda y demasiado falaz. Es una manera de escurrir el bulto para no proponer nada y no avanzar. Pero por otra creo que la lucha contra todos, incluso contra los propios clientes, no solo es estéril, sino injusta y tiránica, aparte de caprichosa.

Sin embargo los arquitectos buenos que conozco lo son, aparte de por su inmenso talento, por su testarudez y su tiranía, capaz de quemar las naves a cada paso, de romper puentes, de meter en problemas a quienes les hicieron el encargo e incluso de dejar de hablarse con ellos. (Ay, el ego de los arquitectos. Tienen su punto de razón: les llamaron y les han pagado para no respetarlos, y eso no es asumible. Les han pagado para tirar su valioso trabajo a la basura, y eso es un insulto).

Los muy buenos arquitectos que conozco (o al menos una gran mayoría de ellos) no van a dejar nunca que nadie les destruya sus ideas, y para ello están dispuestos a lo que sea. Y es lógico: si escuchan y atienden pierden las riendas, la entropía se hace la dueña y los pegotes de yeso (y las balaustradas) proliferan al mínimo descuido.

Es agotador, trabajan más que nadie, lo diseñan todo, y en compensación quieren que cada detalle se haga como ellos han prescrito. Como digo, la arquitectura es tan difícil y tan cabrona (perdón por el tecnicismo) que si no se lo toman así no hay manera de que salga nada.

Para mí es fácil decir esto: Yo no soy un déspota, ni un ególatra. Soy muy majo. Yo hago edificios que complacen a mis clientes, que funcionan lo más cómodamente posible y, de paso, que me permiten pagar el café con leche con porras en la churrería(1). No pido más, pero, como digo, soy la miserable zorra del cuento porque aunque todo el mundo me obedeciera no sabría cómo hacer una obra verdaderamente notable.

Me gusta mucho lo que dice Orson Welles en esta famosa entrevista porque él sí renuncia expresamente a ser así, teniendo talento suficiente para serlo y aspirar a lo máximo.

Orson Welles sí es la buena zorra, porque él sí que tiene las uvas al alcance de la mano, y él sí que dice con toda sinceridad: "No me interesan. Están verdes. No merecen la pena".


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(1).- Ya he mencionado alguna otra vez los versos de Antonio Machado que me emocionan: "A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho en donde yago". Me parece en definitiva un canto a la ética del trabajo (si es que existiera).

4 comentarios:

  1. Interesantísima entrada. Voy a dar mi opinión desde el punto de vista de un ingeniero. Lo que diferencia la arquitectura de otros tipos de arte es que además de su componente estética tiene una componente funcional. Y, la mayoría de veces, los clientes nos contratan porque tienen unas necesidades funcionales, no porque pretendan que hagamos una obra de arte con su dinero. El buen arquitecto para mi no solo debe tener buenas ideas, sino que estas deben mejorar (o, al menos, no empeorar) la funcionalidad del edificio y no deben suponer un desembolso inasumible para el cliente.
    Como dice Welles en esa preciosa entrevista, el arte no es lo más importante. En especial, cuando el que nos paga no quiere una obra de arte, sino una construcción útil a un precio ajustado.

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  2. ¿Es un ingeniero la más bella obra de la naturaleza? Preguntaba el reflejo del mismo en el estanque.

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  3. Trabajamos para gente que no está interesada en nuestra genialidad, si la hubiere (no soy arquitecto pero también me he sentido así), sino en vivir más cómodos, más contentos consigo mismos, ¿por qué castigarlos con otra cosa?
    Tú tienes genialidad, eres demasiado inteligente como para creerte cuando dices que no la encuentras.
    Lo que ocurre es que te llega de una forma tan sencilla, tan natural, que ni siquiera reparas en ella.

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