Es verdaderamente lamentable que grandes hombres que han tenido una brillante trayectoria y a quienes tanto hemos admirado se despidan con una escena lamentable.
Sentimos vergüenza ajena y pensamos con rabia que ese episodio enturbia toda una vida, y creemos que ya nunca podremos recordar a nuestro héroe nada más que por ese desafortunado incidente. (Luego resulta que no es así, que sus logros son eternos e inolvidables y los seguimos evocando siempre con admiración).
Todavía es más triste cuando el ominoso lance ni siquiera ha sido culpa suya, cuando las circunstancias lo rebasaron y cayó derrotado por fuerzas que no podía controlar.
Del grandísimo arquitecto Fernando Higueras, a quien tanto he admirado siempre y sigo admirando con fervor, recuerdo el penoso episodio del final de su carrera y de su vida. Una cosa verdaderamente pavorosa y triste.
No tengo datos suficientes, y para lo que quiero contar tampoco me merece la pena buscarlos. Los detalles no tienen mayor importancia y no tengo ganas de hurgar ni de hacer daño. Baste saber que el párroco de Nuestra Señora de Caná, de Pozuelo de Alarcón (Madrid) le encargó el proyecto y la dirección de obra del templo.
No sé si el párroco era su amigo, su pariente o qué, y ya digo que no me apetece investigar más. Sólo sé que se metió en un buen avispero sin saberlo.
Fernando Higueras dio rienda suelta a sus obsesiones, a su talento y a su sabiduría y le hizo un proyecto excesivo (muy recargado para mi gusto, pero es lo que le salió de las tripas y de las circunvoluciones de su complejísimo cerebro, y eso me llena siempre de admiración y de respeto), que el párroco aceptó de muy buen grado.
Y en seguida empezaron los problemas. Toda la obra era una compleja y muy precisa labor de ladrillería. Cuando en arquitectura se dice "compleja" y "precisa" quiere decir "cara" y "lenta".
La obra se complicaba, se ralentizaba, se encarecía.
Para colmo, el sabio arquitecto era un exigente director de obra. No le valían los albañiles al uso, que hacían vagas aproximaciones a lo que él había diseñado. Quería que las cosas se hicieran exactamente como él las había dibujado y prescrito. La cosa es evidente: Si él se había tomado la molestia de dibujarlo todo con total precisión y de calcularlo con rigor, ¿por qué los albañiles no iban a poner el mismo empeño y el mismo entusiasmo?
El arquitecto mandaba demoler paños que el constructor y el párroco veían bien ejecutados. El arquitecto se enfadaba con todos y no tenía el apoyo de nadie. (De nuevo, ay, la figura heroica del arquitecto solitario defendiendo su obra contra todos). Su cliente, hasta hacía poco tan amigable, se mostraba cada día más hostil.
La necesidad de Higueras de que la obra quedara bien se convirtió a los ojos de todos en intransigencia, en veleidad de arquitecto caprichoso, en egolatría y en pomposa vanidad.
Finalmente, harto de retrasos, de encarecimientos, de callejones sin salida, de berrinches y de amarguras, el cliente despidió al arquitecto. (También me vale que el arquitecto, harto de que no se le obedeciera, renunció. Podría ser, pero me suena más lo primero).
El párroco contrató a una joven arquitecta para que terminara de dirigir la obra y aquel suplicio se acabara de una bendita vez. La arquitecta aceptó el encargo y también se metió en un buen avispero.
Porque Fernando Higueras, desesperado y desquiciado, rondaba la obra como una musca testicularis, o, más propiamente, como un padre despechado, vociferando y denunciando impotente las atrocidades que le estaban haciendo a su criatura.
Y empezó a mandar cartas al colegio de arquitectos.
En aquella época aún no estaba implantado internet, y el colegio mandaba todas sus informaciones en papel y por correo postal a todos sus colegiados. Entre la documentación que enviaba estaban las cartas y comunicaciones que cualquier colegiado les hiciera llegar expresando el deseo de que circularan entre los compañeros.
Así que cada quince días (¿o tal vez cada mes?) recibíamos en el estudio el sobre del COAM con los avisos de concursos, normativa, etc... y las correspondientes cartas de Fernando Higueras.
En esas cartas nuestro ilustre compañero nos contaba puntual y exhaustivamente (y cada vez más febril y frenético) cada una de las nuevas tropelías cometidas contra su obra y contra su persona. Desesperado, luchaba por defender su dignidad como arquitecto y la integridad de su obra, y se desahogaba haciéndonos partícipes a todos los arquitectos de la comunidad de Madrid.
Nos contaba cada paño de bóveda adulterado, cada elemento sacrificado, desplazado o añadido.
La nueva directora de obra seguía su trabajo con el aliento del maestro en su nuca.
Llegó un momento en que dejé de hacer caso a las continuas quejas de Higueras. Su rabia y su impotencia llegaban a ser cansinas. (Qué pena que escribas para tus compañeros y ellos pasen de ti. Qué soledad).
Lo siento mucho, maestro, pero la verdad es que yo pensaba sobre todo en mi joven compañera, expuesta mes a mes a tan feroces diatribas. ¿Cómo lo habría hecho yo si el párroco después de despedirlo a usted me hubiera encargado a mí la continuación? Seguramente bastante peor que ella.
Creo que la nueva directora de las obras no se merecía una exposición tan continuada, tan severa y tan desaforada, y también creo que el gran maestro no se merecía que le adulteraran su obra, que el cliente con quien parió la idea lo abandonara y lo dejara tirado.
Las cartas del COAM iban a la papelera. Lo siento, maestro.
No sé si después de Nuestra Señora de Caná Fernando Higueras hizo algo. Creo que no. Era ya bastante mayor y murió pocos años después. Fue una forma muy triste de despedirse de la profesión.
Pero, como me pasa con algún otro de mis héroes, su triste episodio final nunca empañará la admiración y la alegría que me dieron sus fantásticos sombreros, sus caños, sus ruletas marsellesas y su golazo en Glasgow.
No sé si el párroco era su amigo, su pariente o qué, y ya digo que no me apetece investigar más. Sólo sé que se metió en un buen avispero sin saberlo.
Fernando Higueras dio rienda suelta a sus obsesiones, a su talento y a su sabiduría y le hizo un proyecto excesivo (muy recargado para mi gusto, pero es lo que le salió de las tripas y de las circunvoluciones de su complejísimo cerebro, y eso me llena siempre de admiración y de respeto), que el párroco aceptó de muy buen grado.
Y en seguida empezaron los problemas. Toda la obra era una compleja y muy precisa labor de ladrillería. Cuando en arquitectura se dice "compleja" y "precisa" quiere decir "cara" y "lenta".
La obra se complicaba, se ralentizaba, se encarecía.
Para colmo, el sabio arquitecto era un exigente director de obra. No le valían los albañiles al uso, que hacían vagas aproximaciones a lo que él había diseñado. Quería que las cosas se hicieran exactamente como él las había dibujado y prescrito. La cosa es evidente: Si él se había tomado la molestia de dibujarlo todo con total precisión y de calcularlo con rigor, ¿por qué los albañiles no iban a poner el mismo empeño y el mismo entusiasmo?
El arquitecto mandaba demoler paños que el constructor y el párroco veían bien ejecutados. El arquitecto se enfadaba con todos y no tenía el apoyo de nadie. (De nuevo, ay, la figura heroica del arquitecto solitario defendiendo su obra contra todos). Su cliente, hasta hacía poco tan amigable, se mostraba cada día más hostil.
La necesidad de Higueras de que la obra quedara bien se convirtió a los ojos de todos en intransigencia, en veleidad de arquitecto caprichoso, en egolatría y en pomposa vanidad.
Finalmente, harto de retrasos, de encarecimientos, de callejones sin salida, de berrinches y de amarguras, el cliente despidió al arquitecto. (También me vale que el arquitecto, harto de que no se le obedeciera, renunció. Podría ser, pero me suena más lo primero).
El párroco contrató a una joven arquitecta para que terminara de dirigir la obra y aquel suplicio se acabara de una bendita vez. La arquitecta aceptó el encargo y también se metió en un buen avispero.
Porque Fernando Higueras, desesperado y desquiciado, rondaba la obra como una musca testicularis, o, más propiamente, como un padre despechado, vociferando y denunciando impotente las atrocidades que le estaban haciendo a su criatura.
Y empezó a mandar cartas al colegio de arquitectos.
En aquella época aún no estaba implantado internet, y el colegio mandaba todas sus informaciones en papel y por correo postal a todos sus colegiados. Entre la documentación que enviaba estaban las cartas y comunicaciones que cualquier colegiado les hiciera llegar expresando el deseo de que circularan entre los compañeros.
Así que cada quince días (¿o tal vez cada mes?) recibíamos en el estudio el sobre del COAM con los avisos de concursos, normativa, etc... y las correspondientes cartas de Fernando Higueras.
En esas cartas nuestro ilustre compañero nos contaba puntual y exhaustivamente (y cada vez más febril y frenético) cada una de las nuevas tropelías cometidas contra su obra y contra su persona. Desesperado, luchaba por defender su dignidad como arquitecto y la integridad de su obra, y se desahogaba haciéndonos partícipes a todos los arquitectos de la comunidad de Madrid.
Nos contaba cada paño de bóveda adulterado, cada elemento sacrificado, desplazado o añadido.
La nueva directora de obra seguía su trabajo con el aliento del maestro en su nuca.
Llegó un momento en que dejé de hacer caso a las continuas quejas de Higueras. Su rabia y su impotencia llegaban a ser cansinas. (Qué pena que escribas para tus compañeros y ellos pasen de ti. Qué soledad).
Lo siento mucho, maestro, pero la verdad es que yo pensaba sobre todo en mi joven compañera, expuesta mes a mes a tan feroces diatribas. ¿Cómo lo habría hecho yo si el párroco después de despedirlo a usted me hubiera encargado a mí la continuación? Seguramente bastante peor que ella.
Creo que la nueva directora de las obras no se merecía una exposición tan continuada, tan severa y tan desaforada, y también creo que el gran maestro no se merecía que le adulteraran su obra, que el cliente con quien parió la idea lo abandonara y lo dejara tirado.
Las cartas del COAM iban a la papelera. Lo siento, maestro.
No sé si después de Nuestra Señora de Caná Fernando Higueras hizo algo. Creo que no. Era ya bastante mayor y murió pocos años después. Fue una forma muy triste de despedirse de la profesión.
Pero, como me pasa con algún otro de mis héroes, su triste episodio final nunca empañará la admiración y la alegría que me dieron sus fantásticos sombreros, sus caños, sus ruletas marsellesas y su golazo en Glasgow.
Una situación imposible para el que se va y para la que llega. Un marrón con todas las letras.
ResponderEliminarCierto: Un verdadero callejón sin salida.
EliminarTienes una "errata". Has puesto "heróica" donde debería decir "quijotesca". Y el Quijote, como todos sabemos es EL antihéroe.
ResponderEliminarCierto: La lucha del arquitecto contra todos es quijotesca (con todo lo que tiene eso también de rídiculo). Pero aunque Don Quijote sea un antihéroe, su convicción, su frenesí, su integridad su honradez y su santa indignación (todo ello, naturalmente, abocado al fracaso sin remedio) nos emocionan a todos y por ello también tienen mucho de heroico.
EliminarYo la única moraleja que le veo al caso es que ni al colegio de arquitectos le importan un pimiento los supuestos derechos sobre la autoría o propiedad intelectual de las obras de los arquitectos...
ResponderEliminarO dicho de otra manera, que ni al propio colegio de arquitectos le importa un bledo cómo queden las obras de arquitectura. Y hablamos de un episodio de hace años, cuando quiza tenían algo más de influencia y respetabilidad social que hoy día...
Yo creo que faltó una buena mediación para poder solucionar el conflicto.Quizá sería esa la función que debió haber realizado el COAM.
ResponderEliminarLa figura de mediador algunas veces funciona, incluso con grandes egos a la par de buenos profesionales. Y lo digo por experiencia propia