Desde que estoy en las redes ando gratamente sorprendido con mis amigos arquitectos. Son unas cuantas cascadas de entusiasmo. Unos celebran a diario los obituarios y los natalicios de nuestros santos patrones. Otros publican casas maestras todos los sábados. Otros dedican los jueves a la arquitectura. Otros glosan a grandes maestros y otros nos sacuden las telarañas con sus blogs.
No hay un segundo de respiro. Es un no parar. Tanta gente dando tanta información, tantos estímulos, tantas ideas... Tanta gente con tanta pasión por la arquitectura, con tantos conocimientos arquitectónicos, con tanta hambre de arquitectura.
¿Qué nos pasa? Somos unos apasionados, unos enamorados, unos locos de la arquitectura. Y no nos hartamos. Queremos más, más y más.
Yo he conocido en las redes, retrospectivamente, grandes arquitectos de cuya existencia reconozco que no había tenido noticia en la escuela.
Ya digo: recibo un torrente continuo de información, una corriente imparable.
Leo más sobre arquitectura que nunca en mi vida, pero es lectura de pantalla, lectura rápida, lectura sin poso y sin lápiz para subrayar, y, por el contrario, cada vez leo menos libros.
Ay, los libros. El placer de leer libros, y de leerlos con un lápiz en la mano, con un lápiz entre los dientes para sacarlo (un poco babeado) y subrayar este párrafo, y este, y este otro... A veces tantos párrafos que el subrayado es contraproducente: No puede llamar la atención sobre una idea porque todas están señaladas. Pero aun así parece que al subrayarlas -y al leerlas mientras tanto por segunda vez- se nos quedan fijadas y las saboreamos con más delectación.
El último libro que acabo de subrayar hasta lo absurdo es Hambre de arquitectura, de Santiago de Molina. Realmente es un libro que despierta el hambre. No el apetito: el hambre.
Yo soy un tragón. No sé vosotros, pero yo he tenido conversaciones sobre comida mientras comía. ¿Sabéis lo que es eso? Eso es ya patológico, puro vicio: Te estás hinchando a comer digamos paella y mientras, con la boca llena, hablas con pasión de solomillos asados. Y tus amigos te quitan la razón, y también con la boca llena de arroz -que pasan ayudados por un buen trago de vino-, te replican que unos chocos a la plancha, o unas cocochas, o unos pimientos fritos, o las croquetas de su madre. Y eso sí que no; por ahí no paso: Croquetas las de MI madre. Y etcétera. Y más comer. Y más reír. Y más beber.
¿No os ha pasado? Pues vaya. Pues qué pena. Pues a mí me pasa con cierta frecuencia. Se ve que tanto yo como mis primos y mis amigos somos incorregibles (y esféricos). Y, en otro orden, me ha pasado con este libro de Santiago de Molina. Cuantas más ideas (o estrategias) de arquitectura exponía más ganas tenía de muchas más. Y más. Pura hambre.
Santiago de Molina lleva la erudición con discreta elegancia, que es como hay que llevarla. (De otro modo estorba como los mazos de croquet/flamencos de la reina de corazones, avasalla y no deja a nadie en paz). Pero por encima de esa erudición (que es muy alta) eleva una especie de inocencia poética o de mirada limpia y libre que resulta a menudo sorprendente, ya que, como es sabido, a mayor erudición suele haber menor inocencia.
Autores eruditos he leído (y sufrido) bastantes. Se reconocen fácilmente porque utilizan adverbios rimbombantes, dicen "en tanto en cuanto", y empalman dos gerundios sin pudor alguno. Pero autores cuya erudición te señale limpiamente algo que no habías visto, te abran puertas a tu imaginación o, lo que es mucho más importante, te descubran algunas buenas ideas en ti mismo ya son bastante más escasos y hay que cuidarlos por puro egoísmo, por puras ganas de pasarlo bien y de aprender.
Santiago de Molina señala algunas veces (incluso muchas) detalles y relaciones que ya conocíamos, que ya teníamos incubados en el fondo de nuestra mente pero que no habían salido. Santiago es una especie de comadrona que los ayuda a aflorar a la superficie. Una vez leídos (y subrayados) nos decimos: "Claro, esto ya lo había pensado yo muchas veces". No es cierto: Lo habíamos intuido vagamente, pero no habíamos sido capaces de darle forma, de expresarlo. Algunos pensamientos, una vez dichos por él, nos parecen incluso obvios, pero claro, así cualquiera: Una vez que alguien me señala el filón yo también veo el oro claramente.
Santiago de Molina es profesor y es maestro, y se nota. Señala cosas para que las veamos, descubre en nosotros conocimientos, intuiciones y relaciones que ya teníamos de alguna manera. Además es humilde. Nos habla de lo cotidiano ("lo cotidiano" está incluso en el subtítulo del libro: Necesidad y práctica de lo cotidiano), pero, como siempre ocurre, lo local remite a lo universal, lo particular a lo general y lo cotidiano a lo trascendente.
Entre las múltiples referencias cultas a autores de todo tipo (no solo arquitectos, ni mucho menos) está siempre presente Gaston Bachelard (su libro Poética del espacio es una base imprescindible para cualquier arquitecto), con quien yo emparento muy especialmente a Santiago de Molina.
Los que estudiábamos en la ETSAM escuchábamos a Oiza hablar siempre con pasión del libro de Bachelard, citar sus evocaciones sobre las escaleras, los sótanos, las buhardillas, las ventanas... Todo era una aventura, una experiencia vital. Leíamos ese libro y le poníamos sin querer la voz de Oiza.
(Yo lo leí prestado de mi querida Biblioteca Menéndez Pelayo, hoy desaparecida, y me terminé agenciando un ejemplar mucho tiempo después).
Como vengo diciendo, este libro sobre el Hambre la despierta, te hace incluso engordar unos kilos. Habla de comida mientras te hace comer. Es pura gula, glotonería apasionada. Y para mí supera en un aspecto a Bachelard, y es que su autor es arquitecto y menciona obras de arquitectura y las ve con ojos de arquitecto, y pone ejemplos arquitectónicos a veces sorprendentes. (Por cierto: muy curiosas las ilustraciones, puestas ahí a veces como al descuido, como a voleo, pero que entroncan con el texto y le dan más dimensiones y matices).
Ya digo que últimamente leo menos libros que antes. No le dedico tanto tiempo a la lectura atenta y reposada. Me distraigo mucho. Así que cada libro que tomo tiene que merecer la pena de verdad. Este la ha merecido.
Santiago de Molina señala algunas veces (incluso muchas) detalles y relaciones que ya conocíamos, que ya teníamos incubados en el fondo de nuestra mente pero que no habían salido. Santiago es una especie de comadrona que los ayuda a aflorar a la superficie. Una vez leídos (y subrayados) nos decimos: "Claro, esto ya lo había pensado yo muchas veces". No es cierto: Lo habíamos intuido vagamente, pero no habíamos sido capaces de darle forma, de expresarlo. Algunos pensamientos, una vez dichos por él, nos parecen incluso obvios, pero claro, así cualquiera: Una vez que alguien me señala el filón yo también veo el oro claramente.
Santiago de Molina es profesor y es maestro, y se nota. Señala cosas para que las veamos, descubre en nosotros conocimientos, intuiciones y relaciones que ya teníamos de alguna manera. Además es humilde. Nos habla de lo cotidiano ("lo cotidiano" está incluso en el subtítulo del libro: Necesidad y práctica de lo cotidiano), pero, como siempre ocurre, lo local remite a lo universal, lo particular a lo general y lo cotidiano a lo trascendente.
Entre las múltiples referencias cultas a autores de todo tipo (no solo arquitectos, ni mucho menos) está siempre presente Gaston Bachelard (su libro Poética del espacio es una base imprescindible para cualquier arquitecto), con quien yo emparento muy especialmente a Santiago de Molina.
Los que estudiábamos en la ETSAM escuchábamos a Oiza hablar siempre con pasión del libro de Bachelard, citar sus evocaciones sobre las escaleras, los sótanos, las buhardillas, las ventanas... Todo era una aventura, una experiencia vital. Leíamos ese libro y le poníamos sin querer la voz de Oiza.
(Yo lo leí prestado de mi querida Biblioteca Menéndez Pelayo, hoy desaparecida, y me terminé agenciando un ejemplar mucho tiempo después).
Como vengo diciendo, este libro sobre el Hambre la despierta, te hace incluso engordar unos kilos. Habla de comida mientras te hace comer. Es pura gula, glotonería apasionada. Y para mí supera en un aspecto a Bachelard, y es que su autor es arquitecto y menciona obras de arquitectura y las ve con ojos de arquitecto, y pone ejemplos arquitectónicos a veces sorprendentes. (Por cierto: muy curiosas las ilustraciones, puestas ahí a veces como al descuido, como a voleo, pero que entroncan con el texto y le dan más dimensiones y matices).
Ya digo que últimamente leo menos libros que antes. No le dedico tanto tiempo a la lectura atenta y reposada. Me distraigo mucho. Así que cada libro que tomo tiene que merecer la pena de verdad. Este la ha merecido.
BACHELARD, Gaston,
La poétique de l'espace, Presses Universitaires de France, París, 1957.
(Trad. cast. de Ernestina de Champourcin, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, D.F. 1965. El ejemplar que yo tengo es 4ª ed. Buenos Aires, 2000, pp. 208).
MOLINA, Santiago de,
Hambre de arquitectura. Necesidad y práctica de lo cotidiano, Ediciones Asimétricas, Madrid, 2016, pp. 221.
Querido José Ramón,
ResponderEliminarEsta carta de amor que escribes es excesiva, pero te la agradezco como si fuera dirigida a mi.
No me tomaré como un soberano piropo el eco de Bachelard, ni el de calificar al autor del libro de humilde comadrona, ni otros de tus generosos comentarios. Pero si el saber ver en el libro una hermandad de tantos que sienten apetito real por esa disciplina que tan maltratada está y a la que debemos tanto. Tenemos hambre, muchos, algunos sin saberlo incluso, de Arquitectura.
Un fuerte abrazo.
Terminé de leer tu libro hace un par de meses, y quería hablar de él.
EliminarPero estuve dudando porque sé que los elogios son siempre sospechosos y a menudo, como diría Cantinflas, resbalosos.
Por eso me he estado conteniendo, dudando.
Pero al final, qué narices: Es mi opinión sincera sobre tu libro. ¿Por qué no voy a poder darla?
Ciertamente, como digo al comienzo, somos muchos los locos de la arquitectura, los hambrientos de arquitectura.
Va por todos nosotros.
Un abrazo.