lunes, 22 de agosto de 2016

La puesta de la bandera

Una tradición que ya se estaba perdiendo cuando yo empecé a trabajar como arquitecto (en 1985) era la puesta de la bandera.
Consistía en colocar una bandera de España sobre el tejado de las casas en construcción cuando "se cubrían aguas"; es decir: cuando se terminaba la cubierta.
(Tengo entendido que en Cataluña se colocaba un árbol, pero no estoy seguro. Agradecería a mis lectores que me lo aclararan, y también que me dijeran qué otras costumbres hay en otros lugares).


En aquellos tiempos en los pueblos las casas se seguían haciendo con muros de carga, de manera que al terminar el tejado y poner la bandera las fachadas ya estaban hechas y la casa estaba ya casi terminada. Las instalaciones eran muy elementales y quedaba muy poco por hacer después del tejado. (Hoy, con los sistemas de construcción actuales, la terminación de la cubierta no supone ni siquiera haber llegado a la mitad de la obra).
La puesta de la bandera iba asociada a una fiesta. Se hacía una chuletada en la propia obra. Invitaba el dueño, naturalmente, y acudían todos los que habían intervenido en la construcción.
Se preparaba una barbacoa y se hacía panceta, chuletas, chorizos, morcillas, salchichas... Y, naturalmente, había abundante vino y cerveza.


Se solía comer de pie, haciendo corros sucesivos con los distintos compañeros, charlando, riendo, gastando bromas...
Yo he trabajado casi exclusivamente en pueblos de la provincia de Toledo, y sobre todo en el mío. Cuando empecé ya era habitual que los arquitectos proyectaran las casas, aunque todavía había muchos ayuntamientos cuyos alcaldes se apiadaban de sus convecinos y no les exigían ese gasto inútil y tan oneroso, puesto que toda la vida las casas se habían hecho sin arquitecto, y a ver por qué ahora tenía que haber tanta tontería. Además, los vecinos solían ser vengativos y no volvían a votar a los alcaldes caprichosos y desalmados que les exigían un dispendio tan absurdo.
Qué tiempos. El caso es que en un plazo relativamente corto los alcaldes se fueron mentalizando y los vecinos se fueron acostumbrando a pagar ese nuevo "impuesto revolucionario" que suponía no sólo contratar a un arquitecto, sino también a un aparejador. ¡Qué barbaridad!
Creo que la irrupción de estos dos intrusos en las obras debió de coincidir -más o menos- con la pérdida de la tradición de la bandera. El caso es que he construido mucho y he sido invitado a muy pocas banderas.

Sí recuerdo una de las primeras a las que fui, y no sólo por lo opíparo del banquete, sino por haber sido golpeado por un contradictorio cruce de sensaciones y emociones.

Yo era muy joven y muy novato. En la escuela había hecho decenas de detalles constructivos de muros cortina (en mi vida profesional no he hecho ni uno en treinta y un años), pero no tenía ni idea de lo que era un cajón de persiana o un aparejo a tizón en un muro de un pie (o, mejor dicho, de a pie). En los edificios que estudiábamos en la escuela no había esas cosas tan triviales y paletas.
Así que yo iba a las obras con humildad y preguntaba, y miraba, y me fijaba todo lo que podía. Un maestro albañil mayor y muy socarrón me cogió aprecio y me enseñó muchas cosas: Lo que era una arqueta sinfónica, un guarnecido amaestrado, un cincho, un carambuco, una pistola... y me enseñó a trazar un ángulo recto usando el teorema de Pitágoras sin saber él ese teorema.
(Yo, por mi parte, intenté explicarle que una barra de armadura de acero no siempre era un negativo, pero no fui capaz. Al revés: con los años yo también he acabado haciendo sinónimos "negativo" y "armadura de acero". Y no digo "bote sinfónico" de milagro).

Pero voy a lo que iba, que me salgo por los cerros de Úbeda.
Allí estaba yo, comiendo chorizos a la brasa y panceta y bebiendo cerveza fría, charlando con los albañiles y sintiéndome integrado con ellos. Todos buscábamos puntos de acuerdo, temas de conversación que tendieran puentes entre nuestras diferencias. Nos reíamos. Yo era feliz. Me sentía "compañero" de los albañiles. Sentía que entre todos estábamos dando buen fin a aquella obra. Y me encantaba ver al cliente contento y satisfecho con su casa.
Uno de ellos sacó una baraja de cartas y nos sorprendió con unos trucos de magia dignos de un profesional. Yo le había visto haciendo masas y de repente se me mostraba como un Juan Tamariz. Todos estamos llenos de sorpresas.
Yo estaba encantado con todo. Ese tío era realmente muy bueno, y otros contaban chistes muy divertidos, y todos eran amigables y amables.

Al final, el segundo oficial -el compañero y socio del albañil mayor que me había cogido cariño- me propuso un desafío "deportivo". Se trataba de poner el palo de una escoba descansando sobre la puntera de un pie, que previamente se había pasado por detrás de la pantorrilla de la otra pierna, y de impulsarla lo más lejos posible con ese pie.
Yo, encantado como estaba con todo, me puse a ello.
Entonces, mientras todos se disponían a ver cómo lo hacía, y yo a hacerlo lo mejor posible, el albañil mayor me tocó el hombro y con cara seria me dijo que no lo hiciera.
Era una vieja broma para pardillos, para gilipollas como yo. El pánfilo intentaba lanzar la escoba con fuerza y lo que hacía era ponerse una zancadilla antológica a sí mismo, dándose un guarrazo de escándalo y provocando la risa salvaje y cruel de todos los presentes.
No me di cuenta, no porque fuera tonto (que sí lo soy, sobre todo para estas cosas "físicas"), sino porque no se me podía pasar por la cabeza que esa camaradería, esa felicidad tan perfecta, tan sin fisuras, escondiera esa especie de venganza, de odio, de mala baba.
Pero no era venganza, ni odio, ni mala baba. La gente es así. La gente se ríe de ti y a los dos minutos te ofrece otro vaso de vino. No hay malos sentimientos. No hay nada personal. Es así. Sin más.

Seguí trabajando muchos años y en muchas obras con esos albañiles. Con los años les hice dos casas a dos de las hijas del albañil mayor, y otras dos a un hijo y una hija del segundo, el de la escoba. Y ellos me reformaron mi casa.
Hemos forjado una especie de amistad en tantos años, pero yo siempre recuerdo aquella tentativa de broma, miro al segundo y pienso: "¿Cómo fuiste capaz?"
No sé qué me da más pena, si haber estado a punto de hacer el ridículo dándome la leche del siglo, que no me habría dolido tanto como verme tirado en el suelo entre las carcajadas de los presentes, o haber sido objeto de la protección paternal y triste del albañil mayor.
No sé qué pensar.
Ni tampoco sé por qué lo cuento aquí, tantos años después.


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3 comentarios:

  1. Al hilo de la última frase: yo encantado de que cuentes cosas así,tantos años después.

    Las novatadas me resultan insoportables, ni las encuentro divertidas (especialmente por la habitual reacción avergonzada de la vícitima) ni me agrada la idea de mal entendida jerarquía que transmite (el fuerte se cachondea del débil).

    Con todo, siento decirte, tan tiernamente como puedo expresarme, que hay que ser muy idiota para caer (o casi) en semejante inocentada. Menudo patán.

    Nah, yo también bromeo (¿inocente?). Sigue escribiendo, fenómeno!

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  2. Esta es la magia de los buenos relatos como el suyo, mientras lo leía me remontaba a 1986, año de mi graduación. El día de mi primera fundición de concreto (vigas de cimentación), llovió por la tarde y yo no pude dormir esa noche pensando en las benditas vigas.
    Treinta años después su relato me hace comprender las sonrisas burlonas de los obreros cuando llegué a las 6 de la mañana a revisar que las señoras vigas estuvieran bien.
    Gracias por inducirme a ese grato viaje en el túnel del tiempo.Estoy viejo !!!!!!!

    23 de agosto de 2016, 13:29

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  3. Yo creo que en la construcción, entendida como sector dentro de la economía capitalista, no hay nada romántico ni idealista, y es un ejemplo de manual de cómo el fuerte explota y arruina al débil. Es un mundo asqueroso, y cada vez más, donde uno debe llevar su abogado pegado al cinto, como en el Far West se llevaba el revólver.
    En fin, que no es nada recomendable entrar en él. Para levantar edificios (y milagrosamente, alguna vez sale alguno que es arquitectura...a pesar de todo) hay que someterse a toda la mierda que es el sector de la construcción, una máquina de destruir hombres (literalmente, con cientos de muertos al año por accidente laboral sólo en España, sin hablar de a los miles a los que arruina la salud física y/o mental). Repito que no tiene nada de romántico, es una jungla donde el fuerte arruina al débil, sin más.
    Nunca entendí esa imagen bucólica e idealizada que se inculca en los estudiantes del proceso de construir algo. Es todo lo contrario (al menos, hoy; quizá con las catedrales, era otra cosa). Un ejemplo: siempre se alaba la figura del jefe de obra, esos señores que son omnipotentes en "su" obra, al modo de un señor feudal y que "tanto saben". Pues bien, la mayoría de ellos, en especial en las grandes constructoras, son meros esbirros cuyo único propósito es buscar medios para no pagar a las empresas subcontratadas, y mandarlas a la ruina, para engordar el balance de beneficios de su amo (jefe). Es su único cometido real, y el único criterio por el que son juzgados por sus amos (jefes). Como este ejemplo, muchos más.

    Para conocer mejor este mundo, aquellos que no hayan tenido nunca la desgracia de tener que trabajar en él, pueden leerse la novela "Los filántropos en harapos", de Robert Tressell. Tiene casi cien años, y hasta donde yo puedo juzgar, no ha cambiado prácticamente nada en nuestros días de la realidad que describe, centrada en el modo de vida de unos obreros de la construcción y de los procesos de la misma.

    No hay chuletada que compense tanta mierda como hay en este sector. Quizá por eso, José Ramón, tus recuerdos te acabaron llevando a un desenlace amargo en tu relato. No podría ser de otro modo.
    Y te quedaste corto...

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