El otro día mi amigo Emilio vino a visitarme al hospital. Hablamos del blog (siempre me alegra con sus amables comentarios y apreciaciones) y me dijo que hacía tiempo que no ponía nada sobre jazz.
Es cierto. Lo voy a hacer ahora. Pero como estoy un poco vago (más mimoso que debilucho) y además medio de vacaciones, permitidme que copie sin más un viejo cuento.
Este cuento, del que aún me siento muy satisfecho, quedó finalista en el muy prestigioso concurso "Hucha de Oro". Fue en la edición XXVIII, del año 1994.
Espero que os guste.
UN
ENCUENTRO Y UN DUELO
A esa hora de la tarde el club no tenía
nada de la magia, ni de la sensualidad –ni tampoco de la sordidez– que le eran
propias por la noche. Ahora era sólo un salón inofensivo y apaletado. Las
sillas, colocadas sobre las mesas con las patas para arriba, eran los únicos
estrafalarios ocupantes del local. La pista de baile, fregada por la mañana,
aguardaba a ser hollada de nuevo por la noche. Hasta entonces aquello estaba
muerto.
El muchacho había esperado en la acera,
con su saxofón al hombro, a que un susceptible empleado abriera el local, y le
había mentido diciéndole que tenía una cita con el bandleader. El portero ni le creyó ni le dejó de creer.
–Viene a las ocho y media –le dijo–.
Por la entrada de artistas –le indicó con un movimiento de barbilla el callejón
lateral y desapareció en el vestíbulo, sin dirigirle una mirada más.
Al cabo de dos horas llegó el músico.
El muchacho lo reconoció por las fotos de los discos, y le salió al paso
ansiosamente.
–Maestro, toco el saxo tenor.
–¿Eh? Sí; bien. Debe de haber un error.
No he convocado ninguna audición. Lo siento; tengo la banda al completo.
–Sí. Ya lo sé. No vengo por un puesto.
Sólo quiero que me oiga.
–Mira, chico; no es el momento. No...
–Por favor. Falta aún una hora y media
para su actuación. Mientras van llegando sus músicos óigame. Ni siquiera me
preste atención si no quiere. Yo tocaré mientras usted hace lo que tenga que
hacer.
Lo que tenía que hacer el director de
la banda era descansar y concentrarse, fumar y quizá beber algo pensando en su
soledad itinerante. El ansia del muchacho le hizo rememorar tiempos pasados; le
enterneció y le decidió a apartar de su pensamiento la fundada sospecha de
incompetencia y petulancia. Acaso no tocara muy mal del todo un jovencito que
tenía tal desfachatez.
–De acuerdo. Veamos qué sabes hacer.
El muchacho tomó su saxo y atacó Body and Soul según la mítica versión de
Coleman Bean Hawkins. La siguió
respetuosamente durante unos pocos compases y en seguida la alteró a su aire,
divagando con fraseos largos que se enredaban en arabescos poderosos. El
maestro apreciaba las limitaciones técnicas del muchacho, pero estaba muy
gratamente sorprendido por su fuerza y su decisión. En pasajes particularmente
difíciles, en los que el joven se metía sin necesidad y de los que no podía
salir airoso con su imperfecta técnica, sucumbía decididamente, sin pretender
disimular. Se hundía hasta el final, soplando dolorosamente, gimiendo con la
garganta e incluso babeando la embocadura. El resultado era impresionante. Ahí
había pasión, había vida, lucha, coraje y fracaso. Esa forma de tocar contaba
una historia, una gran historia llena de humanidad.
Al maestro le invadió un sentimiento de
ternura. Recordó él también sus inciertos comienzos, de banda en banda; su
primera consagración, cuando entró de último de últimos en la orquesta de Duke Ellington. Se sorprendió a sí mismo hablándole al chico como un anciano,
evocando viejos tiempos, contándole historias rancias, dándole los consejos que
le habría dado al hijo que nunca tuvo.
–La sección de saxos del Duque era
formidable, ya lo creo. Pero el líder era Johnny Hodges. Nadie le llegaba ni a
la altura de los zapatos, y él lo sabía. Nos miraba, cuando se rebajaba a
hacerlo, con displicencia, casi con desprecio. ¡Dios, qué bueno era! Yo acababa
de llegar y me sentaba el último, al borde de la fila. Desde mi puesto, allí
escondido, le miraba. Le acompañaba lo mejor que podía, casi sin atreverme a
soplar ni un par de arpegios. Y luego, a solas, practicaba y practicaba.
Copiaba cada soplido de Rabbit, nota
por nota. Cuando se fue, el Duque se quedó desconcertado. La orquesta no volvió
a ser la misma, pero yo tuve mi oportunidad. No; nunca llegué a ser el primer
saxo, pero todos tuvimos más juego para intentar llenar el gran agujero. A Rabbit le decían “el insustituible”, y
ya lo creo que demostró serlo. Por cierto, ¿conoces el Hodge Podge?
–Claro.
–Pues vamos con él.
El maestro desenfundó su saxo y
emprendió la melodía parodiando a Hodges. El muchacho le siguió dócilmente
hasta hacerse con el tono, pero entonces le retó. Le adelantó y le pisó,
soplando por encima de él y exigiéndole que le cediera el paso. El maestro,
divertido, bajó y le hizo el acompañamiento, pero, otra vez picado, le tomó la
delantera para enseñarle a glisar correctamente. “Anda, mocoso, no me quieras
enseñar a estas alturas”, le decía sin palabras. El chico no cejaba y, tras
aprender atentamente la lección, reemplazaba de nuevo al jefe para demostrarle
que sabía mandar.
El duelo se intensificaba. Lo que para
el maestro empezó siendo una broma se convertía ahora en la necesidad de
pulverizar al joven engreído. Tuvo que ir recurriendo, uno por uno, a sus
mejores recursos, a su más depurada técnica, para demostrarle al chico todo lo
que aún le faltaba por saber. Éste parecía no darse por aludido y seguía
soplando con frenesí, como para ahogar al maestro con su sonido descabellado y
feroz.
Los dos sudaban y se debatían ya en un
sonido que no tenía nada que ver con la melodía original. Era ya un puro duelo
de improvisaciones, de armonizaciones y contrastes sobre la marcha. Era jazz
del bueno, con alma; algo que los clientes que iban a entrar una hora después
no podrían ni imaginar. No era música digerible ni amable, como no lo es la
vida en su más pura expresión, como no lo son las babas, el sudor, el sordo
flujo de la sangre, el empalagoso olor del cuerpo. Era eso: vida; vida
palpitante, vida angustiada y ansiosa.
El maestro elevó una nota hasta un
límite insoportable, y desde aquella altura fue bajando en helicoide, con
vértigo de dedos y soplidos, enroscándose frenéticamente sin un solo fallo,
combinando la pasión desenfrenada con una digitación perfecta. Remató, sin
dejar lugar a dudas sobre su insultante superioridad, con una fortísima nota casi
de trompeta, que apabulló al joven.
Se retiró con parsimonia la boquilla de
los labios, y se los limpió con el dorso de la mano. Miró al aprendiz de arriba
abajo, sopesándole como si ahora le viera por primera vez.
–Muy bien, muchacho. Sigue practicando.
Quizá me deje caer por aquí otro año de éstos y necesite un buen saxofonista.
–Aquí estaré. Pero quizá yo tenga por
entonces mi propia banda.
–Sí; es posible.
–Adiós. Gracias por escucharme. No sabe
usted lo que esto...
–¿Tanto te importaba?
–Más que ninguna otra cosa.
–¿Sólo que te oyera? ¿Nada más?
–Nada más.
–Ja, ja. Me alegro entonces. Si vuelvo
alguna vez por esta ciudad me gustaría volver a verte. No vengo aquí desde
hace... a ver... déjame pensar...
–Dieciocho años y medio.
–¡Fiu! ¡Qué barbaridad! ¡Eres todo un
fan!
Llevo la cuenta porque yo nací nueve
meses más tarde, estuvo a punto de decir. Al fin y al cabo era a eso a lo que
había venido: a tocar para él y a decírselo. Pero ahora, al tenerle ahí
delante, halagado por un nuevo admirador, casi tierno envuelto en su gelatinosa
vanidad, no tuvo ganas. Para qué, pensó. Le dio la mano, salió al callejón
lateral y se perdió tras la esquina, con el saxo al hombro. Hacía frío, sí.
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