miércoles, 21 de julio de 2010

Emilio

(Prometí escribir sobre el Caixa Forum, pero este asunto tiene preferencia, porque hoy voy a comer con Emilio).
Emilio es amigo mío desde el primer día que entré al hall de la Escuela de Madrid. Despistado entre el gentío de novatos, y sin saber a qué grupo pertenecía, me encontré con otros cinco chicos de mi edad (más o menos) y de mi cara (más o menos).
Corrígeme si me equivoco, Emilio, pero yo diría que érais Jesús Herraiz Tapia, Juan Guerrero Pacheco, Carlos González Tausz, Jesús Guiñales Encinas (Garfunkel) y tú. Cuando me arrimé a vosotros me sacabais ventaja, porque ya os conocíais desde hacía tres o cuatro minutos.
Deambulamos como tontos hasta que nos dijeron que los nuevos teníamos que subir a las aulas de dibujo técnico, y allí, ante unos tableros de dibujo en los que seguramente había cursado Juan de Villanueva, una multitud de pánfilos escuchamos a una profesora llamada Helena Iglesias, que nos dijo a voces que ya había demasiados arquitectos y demasiados estudiantes de arquitectura, y que lo mejor que podíamos hacer era irnos de allí entonces, que estábamos a tiempo.
Por algún problema de entendimiento, o de falta de riego sanguíneo, seguimos, aguantamos, tragamos carros y carretas. De los seis que he dicho (incluido yo) terminamos la carrera la mitad. Los otros tres cayeron antes de terminar tercero. (Nuestra carrera eran seis cursos más el fin de carrera).
Con Emilio he estado toda la vida, desde el otoño de 1977, con etapas de relación más o menos intensa, y ahora le estoy esperando para comer con él.
Hicimos la carrera coincidiendo en todas las teóricas pero en ninguna gráfica. Nuestra relación era curiosa, porque son las asignaturas de proyectos las que unen más y crean más ambiente de compañerismo, y no el álgebra o el legal. (Del legal mejor no hablo).
Todo lo que llevo escrito es para decir que ambos nos acordamos perfectamente de un día, ya en el tramo final de la carrera, sentados en la escalinata del pabellón viejo, que nos preguntamos qué iba a ser de nosotros, cómo y en qué íbamos a ser capaces de trabajar.
Yo, aparentando una seguridad que no tenía, le dije que era muy fácil: Pondría una placa en el portal (obviamente en el de la casa de mis padres) y empezarían a llegar clientes.
Pues bien: No sé cómo, de una manera milagrosa, empezaron a llegar clientes. Y no puse la placa. Nunca he tenido placa.
Eran clientes sin pretensiones ni ideas arquitectónicas, clientes de aquí te pillo aquí te mato, que casi nunca me dejaron ejercer la arquitectura como yo la entiendo, pero que pagaron las minutas de honorarios y me permitieron casarme, comprar una casa, etc. A menudo les he echado la culpa de no dejarme volar, de no dejarme soñar, crear, etc. Excusas. La gente que tiene algo que decir siempre encuentra el modo de decirlo, y yo, a estos clientes míos, sólo les debo gratitud y respeto.
Emilio es un máquina de las estructuras. Hijo de un hombre honrado de la generación de los “sin título” (mi padre también es un “sin título”), que hacían de ingenieros, calculistas, delineantes o lo que fuera, y lo hacían bien porque aprendieron cómo, y se llevaban el trabajo a casa, y lo sacaban adelante, y trabajaban los sábados (entonces se trabajaba los sábados) y algún domingo, Emilio, como sus hermanos, estaba llamado a las estructuras, a hacer posibles los sueños de sus compañeros, a realizar lo realizable (y casi lo irrealizable), a pelear, a ajustar los costes, los plazos, los cantos, las flechas.
Milagrosamente, después de aquella conversación en la escalinata del pabellón viejo, los dos conseguimos “buscarnos la vida”. Ya digo que sigo sin saber cómo ocurrió.
Acabamos la carrera con un cuarto de siglo de edad, y ha pasado otro cuarto de siglo. O sea, que ahora tenemos medio (y miedo), y vemos que la cosa está muy mal y tenemos que afrontar enormes y traumáticas transformaciones, e incluso redefiniciones y reinvenciones. Vamos a comer juntos. Le estoy esperando de un momento a otro. Lo bueno sería que después del café nos fuéramos a la escuela, nos sentáramos en la escalinata del pabellón viejo y nos preguntáramos el uno al otro qué va a ser de nosotros, y cómo y en qué vamos a ser capaces de trabajar ahora.
Si ya lo conseguimos una vez, seguro que lo volvemos a conseguir otra. Y será igualmente inexplicable y milagroso.
Sé que seguiremos haciendo arquitectura.

1 comentario:

  1. Me emocionas, tío. Siempre he procurado ser profesional antes que todo y siempre he sabido que el trabajo es solo eso: trabajo. Pero siempre me ha gustado mi trabajo. También he trabajado los sábados y los domingos... para qué?. Para obtener los recursos que me permitan ejecutar, cómo lo entiendo por correcto, mi proyecto vital que incluye coches, casas, hijas, esposas,(he tenido tres, pero dos son la misma mujer), vacaciones (mías y de mis cadenas), estudios y todo aquello que yo llamo "paraguas de confort" y me ocupo de que no tenga goteras. Claro que seguiremos trabajando!!!. Hay otra alternativa?

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