martes, 29 de abril de 2025

La edad de la inocencia

 A Emilio


Hace unos años, un día frío y lluvioso de abril me sentía melancólico y algo tristón, y escribí aquí una entrada glosando el famoso verso de T.S. Eliot "Abril es el mes más cruel". Desde entonces, no sé cómo me las arreglo, cada año en abril suele caer alguna entrada blue. Mi amigo Emilio, fidelísimo lector de este blog, siempre me lo afea: "Ya te has puesto abrileño". Pues bien: hoy la entrada abrileña va por él y sobre todo para él.

Siempre intento hacerle caso a Emilio y contener mi ñoñería especialmente este mes, pero hoy me lo vais a permitir porque cumplo sesenta y cinco años. Es un momento muy especial.

Fotograma de Los cuatrocientos golpes. El argumento de la película
no tiene que ver con lo que cuento, pero la foto me gusta para esta entrada.

Llega un momento largamente evocado. Incluso a veces siento que he vivido toda mi vida para llegar aquí. Una situación largamente soñada: ser un viejo. Dejar de trabajar y dedicarme a leer, a pintar, a tocar el saxo, a escribir, a vivir libremente. (Como si no hubiera vivido durante todos estos sesenta y cinco años y la verdadera vida empezara ahora).

Y, sin embargo, llegado a este punto, qué sensación de vértigo. Se me pasa toda mi vida por la mente y estoy tentado de escribir aquí mi autobiografía, de dar un repaso general. Pero, ante la imposibilidad de hacerlo, apenas voy a contar un par de cosas, y, ya que lo he mencionado, voy a hablar de Emilio para hablar de mí.

Nos conocimos en el hall de la ETSAM el primer día de clase de nuestra carrera de arquitectura, en octubre de 1977. Teníamos diecisiete años. (Diecisiete: qué locura evocar esa edad ahora, cuando casi podríamos ser nuestros propios abuelos). Aquello estaba lleno de gente y nadie sabía dónde tenía que ir.

-Hola, ¿eres nuevo? -la pregunta sobraba. Se nos veía en la cara que lo éramos.
-Sí.
-¿Sabes qué hay que hacer, qué nos van a contar, qué clase nos toca?
-Ni idea.
-Me llamo Emilio.
-Y yo José Ramón.

Nuestra tarea consistía en seguir en el hall con cara de susto. Al cabo de no sé cuánto nos dijeron que subiéramos a la segunda planta (¿o era la tercera?); vamos: a las clases de dibujo técnico; a las inmensas aulas de los tableros. Allí se nos dirigió a nosotros, desde la tribuna, a lo lejos, una profesora bastante borde (después íbamos a saber de sobra quién era: Helena Iglesias) que intentó imitar a Clint Eastwood en El sargento de hierro o a Ronald Lee Ermey en La chaqueta metálica. Nos gritó que en España ya había demasiados arquitectos, que desistiéramos de nuestra pretensión de estudiar arquitectura y que nos fuéramos a casa y no volviéramos.

Emilio y yo nos quedamos aún más asustados de lo que estábamos, pero, como éramos unos niños inconscientes, volvimos al día siguiente. Y al otro. Y al otro.

Qué queréis que os cuente de la carrera. Sí, lo de dibujar el espíritu de las gallinas, y lo de empezar cada mañana, muy temprano, con la pizarra llena de integrales y ecuaciones diferenciales, que apenas veíamos si nos sentábamos lejos porque el humo de los cigarrillos lo tapaba todo. Y la geometría descriptiva, y el álgebra, y el dibujo técnico. Y seguíamos para adelante, como bueyes uncidos a un arado, sin saber adónde íbamos ni para qué, pero sin que se nos pasara por la cabeza otra cosa que ir a clase, estudiar e intentar entender algo.

Teníamos toda la inocencia intacta, estábamos en esa edad, y aunque nos habíamos embarcado en una empresa que nos superaba, al final, a tropezones, chapuceramente, como fuera, con mucho esfuerzo y la imprescindible chiripa, íbamos pudiendo con ella.

Así pasaron nuestros años del final de la adolescencia y de la primera juventud. Nos echamos novia, empezamos a salir (muy poco) de casa y a enterarnos (muy poco) de que había un mundo exterior y, en definitiva, aprendíamos a vivir. Éramos felices y al mismo tiempo estábamos muy agobiados porque teníamos que acabar la carrera lo más pronto posible.

La vida nos rebasaba por todos lados. (Bueno, eso no ha cambiado: la vida siempre le rebasa a uno por todos lados).

Emilio y yo nos vimos todos (casi todos) los días lectivos durante años. Desde el principio nos separamos en las gráficas (él cátedra de Helena Iglesias, yo cátedra de Seguí; él cátedra de Carvajal, yo cátedra de Oiza), pero coincidíamos en casi todas las teóricas. Llevábamos nuestras dos carreras razonablemente bien y razonablemente a la par. Os podría contar cientos de anécdotas que son al mismo tiempo muy personalísimamente nuestras, y muy generalísimamente de todo el mundo. Pero si lo tengo que dejar en una sola expresión elijo, y repito, la del título de esta entrada: la edad de la inocencia.

Años de ilusiones, de proyectos, de anhelos... de arquitectura, de vida, de fútbol, de cine... Hasta de la idea de escribir un guion extraordinariamente bueno para un cortometraje sobre una boda. Lo mezclábamos todo y apuntábamos para todas partes. Supongo que lo entenderéis perfectamente porque supongo que tendréis amigos y ya sabréis en qué consiste eso.

Bastantes años después, ya a punto de terminar la carrera, tuvimos una conversación inolvidable en la escalinata de la fachada principal de la escuela. Durante muchos años habíamos tenido clarísima nuestra tarea, nuestra misión en el mundo: ir a clase, aprobar cada asignatura, seguir saltando vallas, una tras otra, infinitas. (No, Emilio, no hablaré de la asignatura de "Legal"). Ahora, de repente, nos sentíamos preocupados porque ya veíamos ahí la meta. ¿Y después de llegar a ella qué íbamos a hacer? Yo dije, aparentando seguridad, que pondría una placa en el portal de mi casa (de la casa de mis padres): JOSÉ RAMÓN HERNÁNDEZ CORREA. ARQUITECTO, y esperaría a que fueran entrando clientes. Emilio se decantaba por ser becario de la cátedra de estructuras y empezar desde allí su carrera profesional, docente... lo que saliera.

Curiosamente, a los dos nos salieron más o menos esos dos proyectos tan poco madurados. Cuarenta años después comprobamos que hemos vivido decentemente de nuestro trabajo. Parece increíble. Podemos decir que hemos cubierto razonablemente nuestras expectativas razonables. (Las otras no: EL CROQUIS jamás me dedicó un monográfico, y tampoco nos dieron el Goya al mejor guion original).

A la edad de la inocencia sucedió la edad del despertar a la vida, y después la de la plenitud -nos casamos, tuvimos hijos...-, que vino de la mano de la del miedo, e incluso de la de la resignación. Y todo eso seguido, amontonado y sin saber conducirlo, es lo que llamamos "una vida".

He puesto esta foto porque me ha hecho gracia, pero no. Al menos en mi caso la vida no ha sido una mierda. Y sé que en el caso de Emilio tampoco. Ha tenido cosas tremendas y desesperantes, fracasos y decepciones, pero hasta ahora ha estado bastante bien en general. Y sí: luego te mueres, pero eso forma parte del juego y, aunque también se empieza a ver allá a lo lejos esa otra meta, definitiva, hay mucha carrera y mucha diversión todavía.

Y ahora, no sé por qué, esta foto del otro día. Llueve, estoy delante de un escaparate y me veo muy bien. Saco el teléfono y me hago una foto artística en el reflejo, sintiéndome muy creativo. (Luego, como es habitual, el resultado no llega ni al diez por ciento de lo que parecía que iba a ser). En todo caso, ese paraguas de Botticelli es un recuerdo de un viaje a Florencia con mi mujer, que nos pudimos permitir porque aquella conversación disparatada con Emilio en la escalinata de la escuela había salido bien, muy bien; en general bastante mejor de lo que yo me imaginé entonces.

Y todo esto me lleva, una vez más, a los honrados versos de Machado:

a mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho donde yago.

Empecé titulando esta entrada "La edad de la inocencia", y luego la corregí, y de nuevo he vuelto al título inicial. Por ahora estoy en la edad del miedo, de la resignación, del arrepentimiento de tantas cosas, pero sobre todo de la esperanza. Espero llegar de verdad algún día a la edad de la inocencia. Pero en definitiva, a cualquier edad, y sea cual sea la mía ahora, el balance está siendo positivo: Es una vida llena de amor y de amistad, siempre rodeado de gente extraordinaria.

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Nota.- Para remate, ha dado la casualidad de que este evento de mi mayoría de edad ha coincidido con mi consulta de revisión de oncología. Está todo bien y además el médico me ha subido de categoría: me ha pasado de tener revisión cada cuatro meses a tenerla cada seis. Así que estupendo.

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