Llevamos unas cuantas décadas viviendo un urbanismo loco, unas ciudades hostiles que nos expulsan a los extrarradios cada vez más lejanos, y, en ellos, unos pueblos que lo eran y que ahora ya ni son pueblo ni son ciudad, sino unos inmensos aparcamientos de personas.
En la ciudad siempre ha habido barrios ricos y barrios pobres, pero desde hace años es sencillamente imposible que los menos pudientes puedan vivir en ellas; en ningún barrio. Los que eran menos boyantes se han ido empijando y ahora da gusto: Donde estaba el Bar Manolo hay ahora un laboratorio gastronómico que expende unas tostadas hechas con harinas de cereales que no has oído en tu vida y rociadas con espuma de albahaca. Nos han gentrificado a nosotros mismos de las calles de nuestros padres y nos han expulsado a cuarenta kilómetros de distancia, a unos lugares que han crecido metastásicamente: no hay más que ver los absurdos nombres de sus calles, debidos a la velocidad y a la falta de motivos.
Vivimos en unos extrarradios cada vez más remotos y también más abstractos. Y dependemos del tren de cercanías, del autobús interurbano o del coche para todo.
Esto hace que pasemos buena parte de nuestra jornada laboral parados en un atasco o corriendo por un transbordo, gastando inútilmente una preciosa energía y nuestro precioso tiempo vital solo en movernos desde nuestra inexplicable residencia a nuestro no menos asumible lugar de trabajo.
Pero, para nuestro consuelo, ya hay cada vez más trabajos a los que no tenemos que ir a diario. Bendito teletrabajo. También da un poco igual que el páramo en el que vivimos no tenga casi ningún tipo de tejido social ni comercial. Da lo mismo: compramos por internet y en casa vemos películas, conciertos, conferencias y todo lo que necesitamos. También la pandemia nos enseñó a dar y recibir clases desde nuestro ordenador. El objetivo ya casi inmediato es que no tengamos que salir de casa prácticamente a nada.
Podemos vivir casi virtualmente en un no-lugar, formando entre todos una inmensa ciudad disuelta. La única pega para que esto no sea una solución idónea e hiperfeliz es que todavía tenemos cuerpo. Vaya lata.
Si no fuera por el cuerpo, podríamos vivir en un mundo ilusorio, solo a base de estímulos que podrían pertenecer perfectamente a una realidad virtual. Todo nuestro entorno podría ser solo una alucinación y nos daría lo mismo.
Solo tenemos la pega de que nuestro cuerpo nos incita al hambre y al sexo, pero por lo demás podríamos ser meros espíritus contemplativos que no necesitáramos ninguna implantación física, ningún lugar.
Aunque yo, que no sé nada de informática, me he enterado de que la nube es en realidad muy física: servidores potentísimos en enormes edificios consumiendo cantidades obscenas de agua y energía(1).
En algo de esto estaba Descartes justo antes de acuñar su famoso "pienso, luego existo". ¿Somos entes físicos corpóreos o meras alucinaciones? ¿Todo lo que vemos, oímos, olemos, saboreamos y tocamos existe realmente o son imaginaciones nuestras? ¿Podemos fiarnos de nuestros sentidos? ¿Podemos asegurar que nuestros amigos existen? ¿No será todo una gran ficción, una involuntaria invención de nuestra fantasía? Y entonces, sí, se dijo: "al menos sí estoy seguro de que yo existo de alguna manera, porque pienso". Pudo probar que él era al menos un pensamiento. Lo de que tuviera cuerpo, y lo tuviera donde y como él creía que lo tenía, ya tal.
Hizo otra cosa interesante y muy práctica, y es que mientras se aclaraba sobre si los demás existían y si el mundo existía hizo como que sí. Adoptó una moral provisional. Yo hago lo mismo(2). De hecho estoy escribiendo en este blog que ni sé si existe, en un teclado que ni sé si existe y para unos lectores que ni sé si existen, pero sigo.
Dando por hecho (aunque sea provisionalmente) que sí que tenemos un cuerpo, es este el causante de todos nuestros problemas de desubicación, de pérdida de tiempo vital y de energía para trasladarlo de aquí para allá, del brutal encarecimiento de la vivienda y de los campos de zombies que surgen donde antes solo había terrones y amapolas.
Pero es también nuestro cuerpo glorioso el que hace que no todos los locales cierren, porque, por culpa suya, siguen haciendo falta peluquerías, clínicas de fisioterapia, dentistas, lo de decorar uñas (qué furor) y bares, sobre todo bares (¡Salvemos la hostelería!). Porque mientras los comercios de toda la vida van cerrando uno detrás de otro a causa de la telemática, certificando con ello la disolución de la ciudad, estos otros que digo, creados al servicio exclusivo de nuestro cuerpo, proliferan y medran con optimismo.
Sí, una y mil veces: ¡salvemos la hostelería!
No hay comentarios:
Publicar un comentario