Si yo le tuviera el más mínimo respeto a mi cuerpo muerto y se me ocurriera disponer alguna cosa para su entierro, y si me encontrara por ello en la tesitura de tener que elegir un epitafio para mí, creo que el mejor que se me podría ocurrir sería: "¡HA PRESCRITO!", entre signos de exclamación, o de admiración, o de celebración, o de salvaje y pura alegría.
He soñado que iba, como casi a diario, a mi churrería de cabecera (que está en una localidad vecina a la mía), y mientras desayunaba trababa conversación con la hija del dueño, que hace ya mucho tiempo que no trabaja allí y va muy raramente y de visita. Llevan en ese local veintimuchos años, o tal vez más de treinta, no lo recuerdo, y sé que llegaron a él procedentes de otro que nunca he conocido. En mi sueño le preguntaba eso a la hija del dueño: que dónde habían tenido su churrería anterior. Y me contestó que en mi pueblo, en un local que yo había diseñado.
A pesar de llevar tantos años yendo allí, yo no sabía que los churreros conocieran mi lugar de residencia ni mi profesión. Casi me sentí halagado por ser más conocido de lo que creía, pero en seguida vi que era para mal. La mujer me contó que se habían ido de aquella primera y ya remota churrería porque era un sitio horrible, una edificación infecta, llena de grietas, de humedades y de todo tipo de horrores. Mientras me lo decía sacó el teléfono y me enseñó montones de fotos de una especie de ruina catastrófica, de un barracón asqueroso. No había reproche ni rabia en su voz, ninguna recriminación. Era todo ya tan lejano que tan solo me lo decía como una constatación, como algo evidente y archisabido. Yo me defendía diciendo que eso era un error, que yo jamás había proyectado ese antro ni dirigido su construcción, que yo nunca había hecho nada en ese barrio de mi pueblo. Pero de alguna forma oscura yo sabía que aquel lugar abyecto, aquel conjunto de horrores y oprobios, era cosa mía.
La escena ha terminado sosamente, sin ningún dramatismo. Entonces, no sé cómo, he pasado a charlar con uno de los anteriores churreros de allí (los previos a esta familia), a quien no veo desde hace décadas, que me saludaba muy amistosamente y me hacía acompañarlo a una reunión.
Hemos llegado a una sala en la que había mucha gente protestando por otra obra mía. Ahí me pierdo, y no sé si eran cooperativistas de unas viviendas de mi autoría, propietarios de unas naves industriales o qué. El caso es que era otra obra vergonzosa, repugnante, llena de chapuzas y horrores, insufrible.
Me he preguntado, completamente desanimado y derrotado, si en toda mi vida no había sido capaz de hacer una sola obra medio correcta. Ya no sé cómo seguía el sueño. Tal vez no seguía y terminaba así. No me he despertado bruscamente, y por eso no recuerdo cuál era mi segunda fechoría. La primera, la churrería de mi pueblo, no se me va de la cabeza. Qué disparate asqueroso. Qué vergüenza.
He hecho de todo en mi profesión, incluso alguna cosa buena. Pero en los últimos años me ha ido creciendo el miedo; también el desánimo, pero creo que mucho más el miedo. Hace tiempo hacía cosas de las que ahora sería incapaz; y las hacía con éxito. Ahora a una casita modesta de dos plantas le veo todo tipo de peligros, de problemas, de errores, de catástrofes. Incluso algún que otro lector ocasional de este blog puede dar fe de que he rechazado algún encargo porque no me he visto capaz de hacerlo (cuando anteriormente los he hecho muchísimo más difíciles), de estar a la altura y, sobre todo, de soportar la responsabilidad decenal desde el otro lado de la profesión, ahora que me voy.
Pienso que una vez que firme mi último certificado de fin de obra (que espero que sea definitivamente en este nuevo año 2025, porque tengo tres obras en marcha que van muy lentas), durante diez años más tendré que seguir saliendo a pasear con miedo, atisbando desde la calle la aparición de grietas, de desplomes, de desperfectos variados que mi imaginación alimenta y magnifica, y que solo a partir de después, ya anciano, me habré ganado el derecho a volver a sentirme niño, es decir, inocente. Irresponsable. Libre.
Llevando este razonamiento al extremo, se me ocurre decirme a mí mismo: "Para eso muérete. Ya que te pones tan disparatado y tan rotundo, muérete ya y asunto apañado, so cagón". Pues sí. Esa es, desde luego, la solución definitiva para todo.
Tengo muchísimas ganas de vivir y mucha necesidad de disfrutar miles de experiencias felices. Tengo aún un apetito desbordante por la vida, y espero tener por delante un buen puñado de años pletóricos. Estoy preparado para experimentar todavía algunos (muchos) de los mejores momentos de mi vida.
Ojalá dure hasta los ciento veinticinco años (en perfecto estado de revista, por supuesto). Sí. Pero, en todo caso, cuando me llegue la hora fatal de entrar en el abismo, no me negaréis que uno de los mejores epitafios que podría tener sería: ¡HA PRESCRITO!
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