Advertencia: Estoy muy inseguro y muy temeroso. Dudo que esta entrada que publico hoy sea oportuna o conveniente. Estamos en unos días muy sensibles y por nada del mundo quisiera echar más leña al fuego. Por lo tanto publico esta entrada provisionalmente y espero vuestras reacciones y comentarios preparado para borrarla e incluso para pedir perdón. El mero hecho de que la tragedia de Valencia me acabe llevando a una reflexión "estilística" me llena de vergüenza y de inquietud.
Como todo el mundo, estoy consternado con la catástrofe de Valencia. Como todo el mundo, no puedo quitármela de la cabeza. Pienso que desde aquí podría opinar sobre el cambio climático, sobre el tipo de urbanismo en el que hemos degenerado, sobre infraestructuras... Pero no sé lo suficiente. No me atrevo a opinar. Apenas tengo dos o tres nociones confusas de todo eso. Y no digamos del sistema económico y social que ha generado el tipo de vida que llevamos: de eso no tengo ni idea. Sí que me sorprende que nuestra forma de vida habitual sea, desde hace ya mucho tiempo, trabajar a muchos kilómetros de donde vivimos y necesitar el automóvil constantemente y para todo. Eso genera unos despilfarros de energía y unos colapsos circulatorios inhumanos, pero es lo que hay, y la verdad es que no sé qué decir al respecto.
Por otra parte quiero desahogarme, escribir sobre algo (este blog es la purga de mi corazón), y me viene de forma tangencial y muy casual un tema del que ya escribí muy al principio de este blog: el símbolo del becerro de oro, Moisés y Aarón, y su relación con el diseño arquitectónico. Así que escurro el bulto, soslayo el problema con el que no me atrevo y salgo por peteneras.
La biblia nos dice que Moisés era tartamudo, y que por ello le pidió a su hermano Aarón -que tenía una hermosa y bien timbrada voz- que lo acompañase para explicarle su mandato divino al faraón de Egipto y exigirle que liberara al pueblo judío.
Simbólicamente, que es lo que me interesa, digamos que Moisés tenía la idea y conocía el tema y Aarón era solamente su locutor, su voz "en bonito". Tanto es así que después de salir de Egipto con éxito, al primer descuido de su hermano, Aarón construyó el becerro de oro y dirigió su adoración. Después de tantísimas aventuras y experiencias no se había enterado de nada. Todo el tiempo había estado hablando como un papagayo sin saber siquiera lo que estaba diciendo.
Por otra parte, sabemos que el lenguaje no sirve solo para transmitir el pensamiento a los demás, sino que es fundamental para concebir ese pensamiento. Pensamos por lenguaje. El lenguaje configura nuestra forma de pensar; no es solo un adorno. Así, por ejemplo, hay conceptos filosóficos como el ser-ahí, el ser-en-el-mundo, el ser-siendo, etc, que se ve que están pensados en alemán, y que en español nos resultan casi incomprensibles, o al menos muy arduos y alambicados. Las estructuras de los distintos idiomas permiten distintas estructuras de pensamiento. Del mismo modo el lenguaje florido va a acarrear necesariamente un tipo de pensamiento, e incluso de ética, muy diferentes a los que genera un lenguaje más lacónico y seco.
Y todo esto porque estos días he leído, sobre el desastre de Valencia, un artículo que me ha parecido demoledor e incluso criminal, y lo es -a mi más que discutible juicio- a causa de una forma de pensar totalmente dependiente de una forma de entender la belleza de las frases y el relumbrón de las palabras.
El autor me deslumbró de joven: un muchacho brillante que escribía con una riqueza y una belleza inusitadas. Su primer libro me fascinó. Su segundo libro me encantó. Su tercer libro me gustó (aunque ya era un largo desarrollo, sin ideas nuevas, de uno de los opúsculos del segundo). Su cuarto libro, en el que ya iba oficialmente a consagrarse como gran escritor, me decepcionó enormemente. Los tres primeros habían sido brillantes ejercicios de un joven que se lo había leído todo y que tenía un buenísimo olfato para la adjetivación rimbombante y para la metáfora inesperada, aparte de una cultura libresca impropia de su edad. Pero en el cuarto quiso contar una historia, dar vida a unos personajes de ficción, crear y transmitir pasiones... y solo soy capaz de recordar unas nalgas asimétricas y unos buques derrelictos.
A mi parecer el encargo le había venido grande. Aún no había vivido. Le faltaba experiencia, pasión. Se sabía todas las palabras del diccionario y empleaba las menos usuales, las más arcaicas, las más sonoras y rotundas, pero si un torpe escritor fue capaz de trazar para siempre, con frases llenas de tropezones y asperezas, a un loco hidalgo manchego y a su fiel escudero, este finísimo estilista no era capaz de levantar nada.
Años después sigue y sigue escribiendo libros, sin alcanzar nunca el éxito y el calado que sus primeros textos prometían, y colabora en distintos medios de comunicación diciendo vaciedades y siendo el eterno Aarón de bellas palabras huecas al servicio de un pensamiento paupérrimo.
Lo que he visto estos días es que se ha pasado de su propia raya. No sé qué jaleos tendrá en su maltratada cabeza, pero empieza por llamar "grandísimos hijos de puta" (una gran decepción en un escritor que debe de saberse cientos de insultos más creativos) a los meteorólogos por decir "DANA" en vez de "gota fría" y acaba pidiendo el linchamiento de políticos. (Ha conseguido al menos que al rey de España le tiren barro y al presidente del gobierno le den con un palo). Y me ha recordado muchísimo a Aarón: el poseedor de un bello lenguaje, pero que no le sirve para estructurar un pensamiento coherente y válido, sino solo para decir imbecilidades que acaban degenerando en monstruosidades por falta de ubicación mental en el mundo. Una adoración de becerros de oro que acaban convirtiéndose en becerros de barro; un despropósito negacionista que acaba haciendo coincidir (como en todo entorno absolutista) a la gente más sofisticada y sádica con los bestias más ignorantes.
No, este mamarracho no es como Valle-Inclán, que dominaba un lenguaje aún más florido y muchísimo más bello, pero con el que disecaba con una rarísima lucidez la sociedad española (por favor, leed la trilogía de El ruedo ibérico) porque ponía su enorme capacidad expresiva y su arte formal al servicio de una función, de un significado, de una visión, y dotaba de una indudable vida potente a sus personajes esperpénticos.
No. No tienen nada que ver. Como en la arquitectura, la forma debe ir siempre engarzada a la función. Cuando se queda sola es una estupidez que degenera en maldad. Yo comparo todo esto que digo con Gaudí, por ejemplo: un arquitecto también enormemente florido y con un lenguaje muy rico, pero a la vez animado por una personalidad y un pensamiento potentes, incluso dramáticos, que en sus mejores obras (La casa Milá, la casa Batlló, la cripta de la colonia Güell...) nos arrastra a un mundo lleno de acontecimientos y de experiencias, pero que cuando decae la tensión (palacio episcopal de Astorga, casa Botines...) se queda en un puro parloteo.
Para mí Valle-Inclán es como el mejor Gaudí, y el otro escritor es el puro parloteo de un Aarón que no sabe lo que dice y que en principio se queda en nada, en adorno, en futesa, pero que a la larga acaba yéndose de la idea y de la verdad y construyendo un ignominioso becerro de barro.
Todo esto me ha producido un enorme dolor, pero de dolor no quiero hablar. Cuidaos.
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