viernes, 16 de octubre de 2020

Su mejor obra (peregrinación) (II)

A Eduardo Almalé
A todos los compañeros peregrinos de Ronchamp durante 2018


El año 2018 nos lo pasamos, entero, hablando de Ronchamp.

A finales de 2017 había aparecido este libro:

                                            QUETGLAS, Josep,
                                            Breviario de Ronchamp,
                                            Ediciones Asimétricas, Madrid, 2017, pp. 275.

Como su título indica, y la nota "al lector" remacha, se trata de un breviario al modo religioso, que está dividido en 52 entradas o ejercicios para ser leídas en cada una de las 52 semanas del año. Quiso la casualidad que en diciembre lo tuviéramos unos cuantos amigos y que nos animáramos por Twitter a afrontar el año nuevo leyendo una entrada a la semana y comentándola cada domingo a partir de las cinco de la tarde bajo la etiqueta #BreviarioRonchampN (siendo N el número de la semana y del capítulo). Podía entrar quien quisiera y contar lo que quisiera siempre y cuando enarbolara las palabras mágicas del #

Estas cosas se empiezan siempre con la mejor intención, pero se desinflan en seguida. En este caso no fue así. Desde el primer domingo del año (siete de enero) hasta el último (treinta de diciembre), sin fallar ni uno solo (incluso conectándose a veces alguien desde la playa, desde una boda o desde el cumpleaños de un hijo), hicimos tertulia a las cinco de la tarde.

Los habituales éramos más o menos fijos, pero también se sumaban (y restaban) unos cuantos cada semana.

El libro tenía un par de características endiabladas: Por una parte, había algunos capítulos de un solo párrafo (¿cómo puede dar eso materia para una semana de lectura y reflexión y una tertulia dominical de aproximadamente una hora?), y por otra, Quetglas se ponía muchas veces a divagar sobre el naufragio de María Magdalena, sobre los toros o sobre Maya Deren (¿y qué tiene que ver todo eso con la iglesia de Ronchamp?)(1). Pero los intervinientes eran tan cultos y tan penetrantes que documentaban cualquier sugerencia del autor con toneladas de material interesante, de modo que cada pase que Josep Quetglas había tirado tan inteligentemente al hueco era rematado con brillantez por estos compañeros sabios.

Y, sobre todos nosotros, el incansable Eduardo Almalé organizaba cada cita, recopilaba después todas nuestras intervenciones y las ordenaba y archivaba. Gracias a él todo este guirigay llegó a buen puerto.

De este libro aprendí que la iglesia de Notre Dame du Haut no es solo un buen edificio, un gran edificio, sino que es un destino, un sueño, una necesidad, un símbolo, una aspiración, un deseo, un canto, una emoción, y también que todo se puede argumentar con todo, todo se puede cruzar con todo y que las inteligencias se buscan y se comprenden, de modo que una sugerencia, un reto o una mera boutade del autor eran estímulos entendidos y contestados por mis compañeros. Y todo ello creaba una realidad narrativa paralela a la propia realidad del edificio y a la de su leyenda.

Cuando el proceso de lectura, análisis y comentario dominical del libro estaba ya muy avanzado (no recuerdo exactamente en qué momento), la editorial -Ediciones Asimétricas- hizo saber al autor lo que estábamos haciendo y este, divertido y perplejo, se llevó las manos a la cabeza de que gente tan estúpida hubiera seguido al pie de la letra las indicaciones (que no dejaban de ser una broma) de leer el breviario semana a semana durante un año. Cada uno tiene sus debilidades, y una de las de Quetglas era que llevaba muchos años coleccionando postales de Ronchamp (incluso postales antiguas que mostraban la vieja iglesia, anterior a la de Le Corbusier), y en un acto de generosidad se desprendió de ellas y nos las regaló a quienes veníamos participando asiduamente en estas tertulias, de modo que me tocó un pequeño tesoro que tengo enmarcado y colgado en mi estudio. Y además escribió un texto ex profeso para nosotros y nos lo hizo llegar junto con una foto de unos peregrinos llegando al santuario por el camino norte.


Si ya me entusiasmaba desde siempre esa capilla mágica, ¿cómo no voy a estar ahora deseando ir hacia ella?

Y sin embargo:

Sin embargo no hay edificio más traidor en el mundo.

Le Corbusier, uno de los abanderados del "Movimiento Moderno", uno de sus profetas, lo traicionó sin paliativos en esta obra. Abandonó sus famosos cinco puntos (es que no dio ni uno solo de los cinco), abandonó la geometría de la vanguardia, el racionalismo, los materiales, la funcionalidad... todo. En la capilla de Ronchamp no se reconoce absolutamente nada de lo que fue la modernidad. No hay ni una referencia a la santa arquitectura que sumió las carreras de generaciones de arquitectos.

Es un edificio sin justificación teórica, sin sostén crítico. Es, gravísimo pecado, una obra inclasificable. Ahí vamos los estudiosos con nuestras etiquetas, con nuestros alfileritos de pinchar mariposas muertas, y esta iglesia no se deja. Se escurre, se escapa. ¿Qué es?

Es una forma por la forma, un espacio sabio pero difuso, barroco, múltiple, antimoderno en el sentido de que no se deja ordenar. No hay canon que la soporte y, por lo tanto, según eso, es una obra mala, incorrecta, tramposa y falsa.

Los cánones de la arquitectura moderna recogen muchas obras
de Le Corbusier, pero esta es imposible que la contemplen. 

A mi juicio, Le Corbusier trascendió y traicionó la arquitectura moderna como tantos miembros fundadores de tantos movimientos han acabado yéndose a otro sitio. A Le Corbusier la arquitectura moderna no le daba ya más, pero si bien la trascendió en La Tourette, o en Chandigarh, o en Cambridge, o en Venecia, o en las casas Jaoul, o en tantos otros proyectos, aquí sencillamente abjuró de ella.

¿Y por qué? Quién sabe. Seguramente porque esta obra era otra cosa, algo muy distinto, muy visceral o muy primitivo y a la vez sofisticado. Una pura contradicción. Una obsesión. Seguramente esta iglesia  fue también para Le Corbusier la montaña de Encuentros en la Tercera Fase que vimos en la primera parte. Una atracción potentísima, una fuerza irrefrenable capaz de hacerle a uno apostatar de su fe.  

Ronchamp es claramente una obra postmoderna avant la lettre. En una época final, límite, de cambio de paradigma, Le Corbusier, que ya había experimentado el fin de un mundo y de una ideología, después de haberse sumado en su juventud al camino que estaban trazando las vanguardias históricas se unió ahora a quienes lo terminaban de cerrar y tapar con los escombros que estaba produciendo la apertura de la nueva autopista que iba a llevar a la ópera de Sidney, al Dipoli de Otaniemi e incluso, rodando y rodando, al parlamento de Escocia.

O seguramente no. Seguramente nada de eso. Quién puede saberlo. Seguramente la capilla se quedó en sí misma, ensimismada, irrepetible e incomunicable, y por eso mismo ha llenado tantos libros y los seguirá llenando, y ha llamado a tanta gente y la seguirá llamando. Y hay un momento en nuestra vida en el que necesitamos modelarla con puré sobre el mantel de la mesa y salir ciegamente a su encuentro.


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(1).- Que conste que además de esas relaciones tan sugerentes, tan inesperadas y algunas tan discutibles, el libro también da una información exhaustiva sobre el edificio y sobre su proceso de creación, y muestra la evolución de los croquis y de las ideas de su autor, dando un verdadero barrido por todo el proceso.

4 comentarios:

  1. *Ronchamp es claramente una obra postmoderna": excelente ;-))
    Muchas gracias José Ramón por esta reflexión y por todas la que has brindado por tanto tiempo. Afectuoso saludo...

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  2. No hay nada como los viajes con coche recién estrenado. El mío cumplió 19 años en 2019, tras una serie de averías (la última —de 1200€— para cambiar el embrague, cuando me dejó tirado en el Parador de Calahorra) y tuve que cambiarlo con gran dolor. El viaje iniciático con el nuevo no fue tan ambicioso como el de Ronchamp que planeas (supongo que pasarás por Lyon, ¡qué envida!), allí donde quizá expresó sin explicitarlo: "el Estilo Internacional se acabó". Tuvo el mío un aire más mesetario, como me gustan, y lo disfruté como un enano. Lo malo es que después las circunstancias cambiaron, y ahora está allí la mar de tristón en el parking.

    ¡Uf, como debió de cambiar el Quetglas que conocí! Ignoraba su afición posterior hacia la arquitectura del hombre de la pajarita, un monstruo al que supongo que en su juventud tildó de burgués. Lo recuerdo en los primeros setenta como una especie de rata de biblioteca, investigando entre viejos libros y legajos cosas acerca de la arquitectura generada a partir de la Revolución soviética de 1917. Era Quetglas, en efecto, un líder comunista por entonces en la ETSAB. Aunque no era profe, empezó a pintar mucho allí en las postrimería del franquismo. Recuerdo que, con motivo del proyecto del cementerio de San Cataldo, de Aldo Rossi, lo invitó a dar una charla en el aula de dibujo de la Escuela. Lo que el hombre no esperaba, quizá, es que al cabo de tres cuartos de hora de introducción oral a cargo de Quetglas (dictadura, franquismo y todo eso), éste todavía no le hubiera cedido la palabra. Fue el momento en que Rossi dijo (textual, yo estaba allí): "Yo pensaba que la charla la iba a dar yo. Como veo que no es así, me voy". Y así lo hizo: se fue, y se quedó Quetglas perorando.

    También recuerdo aún lo mal que lo pasó el pobre Ribas Piera en 1973 haciendo de tribunal en el proyecto final de carrera del susodicho Quetglas (un cementerio en el Poble Nou, de Barcelona). Presentó un solo plano, una planta muy escrupulosamente dibujada que ocupaba unos 20 metros cuadrados de pared, y, al retirar ceremoniosamente el papel que la tapaba, se negó a hacer ningún comentario ni a responder a las preguntas de Ribas Piera, a quien sin duda consideraba un capitalista. Lo único que dijo es "Creo que el dibujo es suficientemente explícito como para hacer ningún comentario". Ribas tampoco supo qué decir, tras unos tensos cinco minutos de silencio sepulcral. Hay que matizar que se temía entonces mucho a Quetglas, porque tenía bastante claca y dominaba el cotarro subversivo. Quizá por ello, Ribas Piera, en lugar de suspenderlo, anunció que dejaba que fuera Moneo el que valorara el asunto en Septiembre. Éste lo aprobó, aunque ignoro si para entonces añadió Quetglas algún plano más o le explicó algo más a un Rafael Moneo que ya empezaba a ser todo un referente en la escuela. En fin, yo acabé en noviembre de 1975, coincidiendo con la muerte de Franco. Lo que pasó luego, lo desconozco.
    Por cierto, ignoraba que Federico Correa (DEP), después de que lo echaran en 1966 por antifranquista retomara sus clases (ahora de Proyectos, antes de Composición— inolvidables—) en 1977. Ya me pilló fuera del convento.

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  3. José Ramón: Nos has tocado fibras muy sensibles a mi esposa y a mí con el relato del auto, nos ha entrado el sentimiento hasta las lágrimas. Estamos así tal cual (aún no nos entregan el nuevo y el que tenemos sigue brioso pero ya acercándose a su final.
    Te mando un sincero abrazo y mi admiración por el contenido de tu blog. Saludos desde México.

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