viernes, 2 de octubre de 2020

Pistolitas

A Mari Carmen


Esto que voy a contar es cierto, pero no quiero dar datos ni pistas que ayuden a identificar a quienes menciono porque es algo que no tiene la más mínima importancia, puesto que de lo que pretendo hablar es de una actitud muy humana y muy general, especialmente en arquitectos (hay más de un arquitecto en esta historia), y los detalles de este ejemplo no son necesarios. He vivido muchos parecidos.

Supongamos que, hace bastante tiempo, yo tenía un asunto que me importaba mucho con una consejería, un ayuntamiento, una universidad, un colegio profesional... qué más da. El caso es que tenía un enorme interés en resolver una cosa y que unos representantes de esa entidad, la que fuera, quedaron en recibirme y reunirse conmigo para (se suponía) ayudarme a resolverla.

Fui con toda mi ilusión y mi diligencia donde me habían citado. Llegué con media hora de adelanto: lo normal; por si acaso. Esperé a que llegara el momento. En estos casos uno está muy perdido y no sabe qué hacer. Paseé un rato y por fin me decidí a entrar a la sede dos minutos antes de la hora convenida.

Gente por aquí, gente por allá, todo el mundo muy ocupado y muy activo. Pregunté por el jefe que tenía que presidir la reunión y me dijeron que estaba por algún sitio y que esperara.

Pasaron a mi lado dos personas que me sonaban. Estaba seguro de que también venían a la reunión conmigo y me presenté a ellas con mi mejor sonrisa conejil. Me dieron los buenos días pero no me hicieron más caso. Hablaban con vehemencia de pistolas. Mejor dicho, de una pistola.

Andy Warhol. Gun. 1981-82

Lo decían delante de mí, sin importarles que me enterase, y yo no tenía mejor cosa que hacer que escucharlos.

Al parecer esa entidad iba a hacer un acto digamos que "cultural" o "social", y uno de los dos había hecho una especie de cartel para darlo a conocer. Era un cartel casero y, por lo que dijeron, muy inmediato, de uso prácticamente interno; no era una cosa que fuera a tener ninguna repercusión fuera del ámbito de esa entidad, pero, no obstante, la prensa local siempre se hacía eco de esas cosas, y a lo mejor hasta describían el cartel o, lo que era peor, lo reproducían. Eso era casi imposible, porque bastante tenían con poner una notita de cuatro o cinco líneas en el apartado "sociedad" o tal vez en "cultura".

Lo que al otro le preocupaba mucho era que se hablara del cartel, porque en él aparecía una pistola.

-¿Y qué más da? -decía el autor-. Una pistola. Ya ves tú. Es algo metafórico.

-Ni metafórico ni leches. Es una pistola, tío; una puta pistola. ¿Qué va a pensar la gente?

-Nada. ¿Qué quieres que piense? Que es un cartel. Nada más que un cartel. Y además la pistola está apuntando para abajo. Es inofensiva. No amenaza. Es una metáfora, coño.

En esto llegó el jefe. Se le veía con prisa. Saludó a los dos casi con un gruñido y se me quedó mirando. Me presenté y le recordé el motivo de mi visita. Asintió y nos hizo pasar a todos a una sala. Me mostró una silla y me senté.

-Pero bueno -le dijo el jefe al del cartel-; ¿cómo coño se te ocurre poner una pistola? ¡Lo que nos faltaba! Van a decir que fomentamos la violencia y hasta el asesinato.

-¡La pistola está apuntando hacia abajo!

-¡Y qué!

-Que no indica peligro. No le apunta al espectador. No apunta a nadie. Está hacia abajo.

-¡Joder, hacia abajo! ¿Y qué? Yo veo, por ejemplo, al oficial de un pelotón de fusilamiento pegándole el tiro de gracia al moribundo que está en el suelo. Si apuntara hacia arriba podría ser el disparo de salida de una carrera, o una inofensiva salva llamando la atención. Pero hacia abajo es un puto tiro de gracia.

-¡No, no! ¡Es justo al revés! El acto que organizamos es antiviolencia. Las pistolas se humillan; miran hacia abajo.

-No quiero ese cartel.

-Pero si tú dijiste...

-Anúlalo. No lo quiero. Ponéis en un A3, solo con letras, que con fecha tal se convoca tal y tal y ya está. 

-Podríamos poner los carteles al revés: La pistola hacia arriba y los textos boca abajo -dijo el tercero, que había estado en silencio.

-¡A la puta porra el cartel! -dijo el jefe-. ¡No hay cartel y se acabó! -y, de repente, mirándome- ¿Un café?

-¿Eh? Sí -dije-. Solo.

-¿Vosotros como siempre?

-Sí, gracias.

Pensé que iba a llamar a alguien para que nos los trajera, pero no: Él mismo se levantó y fue a una pequeña cafetera de cápsulas que había en un mueble y en la que yo no había reparado. Hizo, un café, luego otro, otro y otro... todo ello sin parar de echarle una bronca al creativo de la pistolita.

Intenté que mi café me durara. Quise remover el azúcar con calma y parsimonia, pero como no tenía otra cosa que hacer y estaba nervioso me lo bebí en tres o cuatro sorbos. En un minuto estaba de nuevo sin saber qué hacer con las manos ni dónde mirar.

¿Os ha pasado alguna vez que eso que os importa tanto no le interesa lo más mínimo a los demás? ¿A que sí? Pues eso: que yo había ido a lo mío y ellos solo tenían en la mente la pistolita.

El pobre Plácido está muy preocupado por la
letra de su motocarro y a nadie más le importa.

Claro, que lo contrario también es cierto: Ellos estaban muy preocupados por la pistola y a mí me importaba un pito. Pero diré en mi descargo que esa reunión la habían convocado por lo mío, y me habían hecho ir allí para eso. Yo entendería que si en una sesión para hablar de la puñetera pistola del cartel hubiera aparecido yo contando mi historia me hubieran echado con cajas destempladas, pero es que era al revés: La pistola se había colado en mi reunión.

En medio del fragor, que no terminaba, me pidieron mi opinión en plan muy amistoso: "¿A ti qué te parece?"

Yo me quedé perplejo. ¿Qué querían que dijera? ¿Y a mí qué más me daba la pistolita? No obstante, yo necesitaba caerles bien para que me resolvieran lo mío.

-Ehhh. Mnnnn. Es que, como no he visto el cartel... No sé si... ¿Estamos en  pistola sí, pistola no, o en pistola para arriba, pistola para abajo?

Afortunadamente no me hicieron ni caso. Ni me contestaron. Siguieron con sus profundos cruces argumentales.

El tiempo pasaba y no es ya que siguieran sin atender mi problema, sino que en el suyo tampoco progresaban; tan solo repetían lo mismo una y otra vez:

     * Pistolitas para arriba

     * Pistolitas para abajo

     * Pistolitas sí, por favor

     * Pistolitas no, de ninguna manera

Para mí, como digo, había sido un logro conseguir esa reunión, y veía que se pasaba la mañana y no iba ni a empezar.

Sin embargo, de la forma más inesperada, el jefe sacó un papel que ya estaba redactado, y mientras seguía discutiendo airadamente sobre la aviesa intención implícita en dibujar una pistola cuyo cañón presentara un cierto ángulo respecto a una línea de referencia, lo firmó en un arrebato de artista, con una gran gesticulación de codos y una incontestable potencia gráfica en la rúbrica ampulosa, le estampó un sello de caucho previamente impregnado de tinta y me lo tendió.

¡Era eso! ¡Lo tenía sin ni siquiera haber dicho una palabra! ¡Todo estaba solucionado! Estaba decidido desde el principio.

Con mi sagrado papel en las manos, sintiendo que molestaba en tan importante cónclave, y pensando que el jefe me había dado el documento ya para que me fuera, me puse de pie, incliné la cabeza servil y agradecidamente varias veces y me fui marcha atrás de la sala diciendo:

José Ramón Hernández, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo.

Salí sin molestar más y me fui a mi casa. Allí le conté a mi mujer lo que me había pasado, y desde entonces, cada vez que le comento alguna "cosa de arquitectos" (ya sabéis, esos problemas tan importantes que nos interesan tantísimo a nosotros pero que dejan fríos a todos los demás seres humanos del planeta) ella utiliza esta expresión:

-Ya estamos, Hernández: Pistolitas para arriba, pistolitas para abajo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario