sábado, 31 de agosto de 2019

A buenas horas

La cartera me acaba de entregar este libro, le he hecho una foto incluso antes de hojearlo,


me ha subido como una ola de nostalgia y me he puesto a escribir esto.

Es el catálogo de la exposición antológica que se le hizo a Picasso con motivo de su centenario en el Museo Español de Arte Contemporáneo en Madrid, en el año 1981.

Yo tenía veintiún años. Estaría en tercero. El museo estaba al lado de la escuela, y la entrada para estudiantes era gratuita (¿o en aquella época lo era para todo el mundo?), así que mis amigos y yo vimos esa fantástica exposición unas cuantas veces.

Editaron ese catálogo enorme, rojo, buenísimo, y le pusieron un precio bastante bajo; tanto que se agotó en muy pocos días.

Nada más inaugurarse la exposición lo vimos y lo hojeamos con placer, pero yo no llevaba suficiente dinero encima en ese momento y dejé su compra para más adelante.

Y ya no pudo ser. Cuando fui por fin a comprarlo ya se había agotado.

Una de mis amigas sí lo había conseguido y yo sentí tanta envidia que volví varias veces a la librería del museo a preguntar si iba a haber una segunda edición o si alguna entidad que hubiera recibido una remesa de catálogos había devuelto alguno... o lo que fuera.

Nada. Imposible. Después fui por la Cuesta de Moyano, pateé alguna librería de viejo, pero ya nada. El catálogo era inconseguible. Debía aprender a vivir sin él durante el resto de mi existencia.

Y mirad por dónde, ahora, casi treinta y ocho años después, me pongo a buscarlo en internet porque me he acordado y me ha dado por ahí, y veo cinco o seis ejemplares a la venta. Y, naturalmente, me lo compro. (Me ha costado, al cambio a pesetas y tantos años después, aún menos de lo que costaba entonces).

Y lo acabo de recibir con gusto. ¿Pero ya para qué? A buenas horas. Ya todo es diferente, muy diferente. Ya no viene a cuento. (Tampoco tengo yo ya el furor, el ansia y la curiosidad que tenía entonces). A buenas horas.

En todos estos años he hecho mi vida sin necesidad de tener ese libro en mis estanterías: Terminé la carrera de arquitectura, empecé a trabajar, me casé, tuve hijos... y también compré muchos más libros, incluso algunos de Picasso. ¿Para qué quiero ya este?

Mi amiga, la afortunada y envidiada propietaria de aquel remoto catálogo, también terminó la carrera, también empezó a trabajar, también se casó, también tuvo hijos, sufrió un golpe terrible... Hace muchísimo que no la veo. ¿Conservará el libro? ¿Llevará treinta y ocho años cogiendo polvo o ella y su familia lo habrán consultado y disfrutado a menudo?

¿Y los míos? Pues como todos: Ahí están también, relegados en sus estantes. A veces hojeo alguno y disfrutamos aireándonos mutuamente durante unos minutos, pero en seguida él vuelve a su mutismo y yo a mi rutina.

Siendo así las cosas, ¿por qué siempre he querido libros? Durante toda mi vida los he comprado, los he pedido para mis cumpleaños y para reyes; he leído bastantes; otros no, y muchos de ellos ya no creo que los lea jamás. Y ahí los tengo. Ahí los conservo mientras mi vida me ha ido llevando por caminos inciertos y más bien sosos.

Este libro de Picasso que me llega hoy inopinadamente me trae a la mente otros tres -al menos- con los que me ha pasado lo mismo. A buenas horas.

Los busco en las estanterías, los tomo en mis manos, los pongo sobre la mesa, les hago una foto y aquí os los muestro:


* Joost Baljeu, Theo van Doesburg, Studio Vista, Londres y McMillan, Nueva York, 1974.
Cuando haces una tesis doctoral y todos, todos, TODOS los libros que estudias sobre el asunto lo tienen en su bibliografía, sabes que lo necesitas.
Cuando yo la hacía no había internet. Podías ir a la biblioteca de la escuela, comprobar que no estaba(1) y punto pelota. Si había sido editado en España podías ir a las bibliotecas públicas y (baza segura) a la Biblioteca Nacional. También podías husmear, y husmear, y husmear, por la Cuesta de Moyano o por la Calle Libreros (ambas en Madrid), y poco más.
Yo hice más. Lo busqué por Ámsterdam (el libro no había sido editado allí, pero el artista al que se refería era una de sus glorias nacionales y bien podía haber algún ejemplar en algún sitio) y por Nueva York (ahí sí que tendría que haberlo encontrado, sobre todo en la inacabable Barnes&Noble, pero no fui capaz).
Seguí con mi tesis, aunque sabía que iba mutilado, que no podía hacer ningún trabajo digno sin ese libro. Se lo conté desconsolado a Fullaondo, mi director, quien buscó entre las infinitas estanterías de su casa y me dijo: "Toma".
¡Qué bestia! ¡Lo tenía todo! Me lo prestó para fotocopiarlo y lo devoré. (Ni siquiera recordé que no sabía inglés).
Pues bien: En 2011, veinte años después de haber presentado mi tesis, lo encontré en internet (ahora mismo, o en cualquier otro momento, se pueden encontrar siete u ocho ejemplares en las páginas habituales) y me lo compré en el acto, por todos los sinsabores que me había dado en Madrid, en Ámsterdam y en Nueva York. Ya no me hacía falta. A buenas horas. Pero me lo compré.
Está colocado en la sección de De Stijl, justo al lado de su hermanastro fotocopiado y encanutillado(2).

* Vintila Horia, Introducción a la Literatura del Siglo XX, Gredos, Madrid, 1976.
Este no lo busqué con tanta ansia porque no lo necesitaba. De nuevo cito a Fullaondo: Al comenzar la tesis y contarle mis primeras intenciones me habló del ejemplo estratégico de Maradona, a quien había que obedecer e imitar. En mi caso, una buena forma de emularlo podría consistir en citar a Hemingway al inicio y a la luz que arrojaba Horia.
Para ello me proporcionó inmediatamente fotocopias de las páginas que se referían a él (492-499), y no necesité más para la tesis.
Pero viendo con qué agudeza hablaba Horia de Hemingway, y amante de la literatura como soy, me quedó la curiosidad de leer el resto del libro y ver qué decía de otros escritores.
Ya digo que esta búsqueda me angustió menos. No encontré nada en librerías de viejo (todos los libreros lo conocían sobradamente, pero era muy difícil. Las pocas veces que conseguían un ejemplar les volaba inmediatamente).
Tampoco estaba en las tan bien abastecidas bibliotecas populares de Madrid, de las que era socio desde niño. Y ahí lo dejé. No me fui a la Biblioteca Nacional. (Para un libro tan enorme, y sin poderlo sacar prestado, debería haber ido un montón de días a leerlo, y no llegué a tanto).
En 2001 lo encontré en internet (sigue siendo fácil encontrar algún ejemplar en diversas páginas de venta de libros usados) y me lo compré. También a buenas horas. Este no me había suscitado una curiosidad tan perentoria. Es un libro largo, para cualquier momento. Pero también lo conseguí cuando mi furor ya había decaído algo. No obstante lo leí con mucho gusto.

* Grant Carpenter Manson, Frank Lloyd Wright to 1910. The First Golden Age, Van Nostrand Reinhold Company, Nueva York, 1958.
Otro de esos libros que aparecen en todas las bibliografías de su tema. Pero esta vez ni siquiera se lo pedí a Fullaondo (quien seguro que lo tenía). Sencillamente me conformé con leer lo que otros decían del libro y con usar citas y referencias de segunda mano (chapucería imperdonable, pero que era suficiente para mis objetivos del capítulo correspondiente de mi trabajo).
Por lo tanto, no lo busqué con angustia.
Lo he comprado este mismo año. También demasiado tarde. A buenas horas. (Este es probable que no lo lea nunca. Ahora sí que me pesa mucho no saber inglés. Me da mucha pereza).
Es un libro expurgado de la biblioteca del Goldsmiths' College, de la Universidad de Londres. Tiene tejuelo, el exlibris del College y los sellos y las pegatinas habituales de las bibliotecas(3). Carece de sobrecubierta (cosa también habitual en las bibliotecas), y es una pena, porque la de este libro es muy atractiva.

(Dos imágenes conseguidas en internet. Ya podéis suponer que
con inventarme las solapas y el lomo ya tengo la sobrecubierta).

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Quienes tenemos libros nos parapetamos tras ellos, nos arropamos con ellos, nos sentimos protegidos, acunados por ellos, acariciados. Seguramente no sirvan para nada de eso y sean meros placebos. Sí: También. Pero nos sentimos muy a gusto tocándolos, hojeándolos, oliéndolos.

Tenemos algunos libros (escasos) que nos han cambiado la vida; otros (más) que nos han gustado mucho; otros (un buen puñado) que nos han decepcionado un poco; también los hay (afortunadamente no demasiados) que no nos han gustado nada; y, como un resto, como una rémora, como una carga, como una acusación, están (bastantes) que no hemos leído. Estos últimos se dividen en tres grupos: Los que están en la lista de espera inminente (algunos de los cuales se quedarán en ella para siempre, pero otros irán pasando)(4), los que, bueno, tal vez algún día (uy, qué difícil lo tienen esos) y los que ya sabemos que no leeremos jamás (de entre los que, curiosamente, a veces leemos alguno porque de pronto nos lo ha recomendado alguien o porque nos ha dado el punto: "¡Anda, si lo tengo!").
(Y todo eso teniendo en cuenta que hemos comprado casi todos tras una buena reflexión y minuciosa delectación previa o bajo un estímulo irrefrenable. Todo ello debería haber logrado que nos gustaran casi todos, y, bueno, sí, nos gustan, pero la vida es corta y el tiempo muy disperso, y además ciertas fiebres se pasan).

Nuestro sueño sería tener una enorme biblioteca con metros y metros de estanterías para que los libros no se amontonaran en doble fila, ni se encajaran como cuñas unos sobre otros. Nuestro sueño sería tenerlos todos a la vista, con los lomos bien expuestos, prestos a ser tomados por nuestra sabia mano, y tener todo el tiempo del mundo, toda la eternidad para leerlos y releerlos.

Pero, además de todo eso, y sobre todo eso, cada libro nos recuerda cuándo lo compramos o quién nos lo regaló, y nos cuenta, más que su historia, la nuestra. Nos trae efluvios de nuestra juventud, nos dice qué amigos teníamos entonces, qué proyectos, qué ilusiones. Hojeamos algunos y no podemos evitar vernos a nosotros mismos con una infinita ternura.

Los libros nos traen a nosotros mismos, a quienes fuimos. Por eso, estos cuatro que he mencionado y que, comprados hace nada (el último hoy mismo), me traen al joven ilusionado que fui, son como una cápsula del tiempo. He dicho que ya no venían a cuento. Tal vez no, pero aun así me emocionan y me hacen evocar vida y amigos.

He dicho varias veces "a buenas horas", que es una expresión irónica muy habitual: "A buenas horas, mangas verdes". Pero pruebo a quitarle la ironía y a decirla en un sentido estrictamente denotativo: "A buenas horas". Estos libros me han ido llegando a muy buenas horas, a las buenas horas de recordar y de apreciar siempre a mis queridos amigos de la escuela, al sabio y generoso director de mi tesis, a mis padres, a mis circunstancias, a mi mujer, a mis tentativas fallidas y a mis muy modestos éxitos.

Porque, en definitiva, eso son los libros: unos de los mejores condensadores de las buenas horas, unos de los mayores testigos de nuestro pensamiento y de nuestro aprendizaje, que es, en definitiva, en lo que consiste nuestra vida.





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(1).- La biblioteca de la escuela requiere entrada aparte: Los golosísimos libros que había en su catálogo, pero que los pedías y nunca estaban. Siempre prestados. Y algunos, durante años y años, a un mismo profesor que, sencillamente, ni los había devuelto ni los pensaba devolver.

(2).- Me resulta muy grato tener esas fotocopias del ejemplar de Fullaondo, con sus subrayados.

(3).- No consta cuándo fue adquirido este libro por la biblioteca, pero en casi quince años solo fue prestado cuatro veces: hasta el 22 de febrero de 1991, hasta el 14 de febrero de 2000, hasta el 18 de noviembre de 2002 y hasta el 18 de mayo de 2004.

(4).- La lista de espera inminente va cambiando cada día, así que como un libro no se suba a ella justo en el momento oportuno lo lleva claro. Pero también es cierto que algunos van reenganchándose de vez en cuando en la lista hasta acabar cumpliendo su sagrada misión de ser leídos.

2 comentarios:

  1. Estupenda entrada, como acostumbras. Como buen bibliófilo me identifico con tus pensamientos, y me ha recordado dos grandes escritores que versaron sobre el tema.

    Primero el gran Borges, en sus conferencias en la Universidad de Harvard, comentó lo mucho que le apenaba ir a una librería y no poder comprar libros... porque ya los tenía.

    También Nassim Nicholas Taleb, en su libro El Cisne Negro, habla de la biblioteca de Umberto Eco, que recibe dos tipos de visita: los que comentan lo grande que es la biblioteca, y preguntan si los ha leído todos, y los (una pequeña minoría) que entienden que una biblioteca privada es una herramienta de conocimiento. Los libros leídos son bastante menos valiosos que los no leídos, ya que una biblioteca debe contener cuanto más (des)conocimiento como sea posible. Es lo que llama su antibiblioteca.

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    1. Muchas gracias, Ray, por enriquecer mi entrada con esas dos anécdotas. La de Borges no la conocía, y es buenísima. (Modestamente, me ha pasado alguna vez algo parecido: encontrar un estupendo libro descatalogado y difícil de conseguir, pero que ya lo tengo. Qué rara sensación la de desear algo que ya se tiene).
      La de Eco me sonaba, y probablemente de haberla recordado la habría mencionado, así que muchas gracias por mencionarla tú.

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