viernes, 22 de abril de 2016

Ruido

Dedicado a Carlos Pardo y a Agustín Fernández Mallo,
a quienes espero no haber tergiversado demasiado.

Estamos en la segunda quincena de abril, y ya sólo en estos tres meses y medio que llevamos de año me he comprado más libros de los que podré leer en los meses que le quedan. Y eso que me los he comprado porque tengo verdaderas ganas de leerlos. ¿Pero cuándo lo haré? Imposible. Y si a esto le sumamos todos los que he ido comprando a lo largo de mi vida y que (hasta ahora) no he leído nos pondremos en... ¡uf!
Además, cada vez leo menos. Me paso la vida en el blog, en las redes, en las pantallas...
He escuchado en la radio al poeta Carlos Pardo, que además es librero, y ha dicho que en su librería devuelve libros malos, devuelve libros buenos, devuelve los que no se venden, y también devuelve los que se han vendido mucho pero ya no se venden más, porque cada vez los libros duran menos. Ha hablado de lo fugaz que es todo, del exceso que nos abruma, de las modas, de la saturación de información, del ruido.


Ha dicho que los escritores ya no escriben para la posteridad, porque la posteridad ya se ha pasado.
Me ha gustado mucho esa idea. Y también me ha causado una honda inquietud: La posteridad ya se ha pasado.
Todo pasa muy rápido, y ya nada deja huella, porque cada segundo se nos vienen encima miles de cosas nuevas.

Os cuento dos batallitas de señor mayor:
Primera: Cuando yo era adolescente un elepé costaba unas trescientas o trescientas cincuenta pesetas. Había que pensárselo mucho para comprar uno en los sótanos de la Gran Vía. Revolvía discos una y otra vez para acabar saliendo con uno y, en algunas ocasiones, pasadas dos o tres manzanas, daba la vuelta, volvía a bajar y pedía que me lo cambiaran por otro. Qué incertidumbre. Qué difícil era elegir.
En un año podía comprarme un par de elepés; no más. Cada vez que me compraba uno se lo decía a todos mis amigos, para que no repitieran y compraran otros, que luego intercambiábamos y -sí- grabábamos en cassettes. En aquella época el pirateo no era una amenaza para nadie.
Incluso nuestros propios discos los grabábamos en cassettes para no estropearlos demasiado (y porque yo sólo tenía tocadiscos en el salón de mi casa -de la de mis padres-, mientras que las cintas las podía escuchar en mi cuarto).
Escuchábamos cientos y cientos de veces el poco material que teníamos.

Segunda: Hace algunos años busqué en internet una canción de los Beatles para poner el enlace y me encontré una página que invitaba a bajarse la discografía completa. Confieso que no pude resistirme y cliqué el botón. Al cabo de unas horas (mi velocidad de descarga era muy lenta) tenía todos los discos de The Beatles. Todos. Todos. Sólo escuché un par de canciones (la que buscaba y otra al azar, para comprobar) y no he escuchado ninguna más. Por ahí debe de estar la carpeta llena de ficheros en emepetrés. O tal vez la he perdido en algún cambio de ordenador. Si la he perdido ni me he dado cuenta. Ni me he enterado. Como vino se fue, y no dejó ninguna huella en mí.

En alguna ocasión he comentado las penurias y aventuras que pasaban los arquitectos de los años cuarenta, cincuenta y sesenta para intentar conocer qué arquitectura se hacía por ahí. No había información, no había nada. No se conocía nada. Había que echarse al mundo y descubrirlo todo. Y volvían a España armados ya para toda la vida.
Nosotros, por el contrario, estamos acribillados de información. Recibimos cientos de estímulos diarios y no los podemos atender. Es agotador. Nos resbala por encima sin mojarnos. Todos los días veo en facebook y en twitter docenas de fotos de arquitectura, avisos de charlas y conferencias, glosas de libros... Arquitectos húngaros, guatemaltecos o belgas que no conozco reclaman mi atención durante unos segundos, miro distraídamente alguna de sus creaciones, suelto tal vez alguna exclamación y los olvido antes de haberlos conocido.
A otra cosa, mariposa.
Nunca hemos tenido más libros, más fotos, más películas, más noticias, más canciones, más comentarios, más dibujos, y nunca hemos reflexionado menos ni sabido menos.
Toda esa información es ruido.


A mayor nivel de información menor tiempo de digestión y de asimilación. A mayor cantidad de estímulos menos tiempo de asimilación y de juicio, menos capacidad de crítica y menos conocimiento.
Si abrimos los ojos y los oídos y ponemos las ganas de enterarnos de algo nos volveremos locos. La superposición de tramas y de acontecimientos genera ruido blanco, vectores que se anulan.

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Etcétera. Ruido.

Confieso que me siento viejo. Quiero decir que todo esto me desazona bastante. Me gustaría que hubiera criterios, códigos, normas, como en el Movimiento Moderno, como en las vanguardias. (No hubo nada más autoritario que las vanguardias). Confieso que me gustaría tener una pauta, una guía, una ideología.
También reconozco (aunque me haga el remolón) que esta sobresaturación es excitante. Y muy rica. Está llena de posibilidades, de contaminaciones, de interpretaciones cruzadas. Está abierta a todo. (Pero también ser completamente abierta es no ser nada. Qué difícil).

Eso de que la posteridad esté ya pasada y superada implica que ya nadie puede hacer nada para perdurar ni para ser recordado. Nada dura nada, y todo se borra. Regrabamos nuevos textos en el soporte antes de haber leído los anteriores que traía.
La posteridad está superada. No es un objetivo, pero tampoco un germen ni un poso.

Agustín Fernández Mallo habla de la postpoesía. Y hace postpoesía. Atención al término: No se refiere a un nuevo tipo de poesía, a una poesía post-moderna o post-post-moderna, o anti-tal, o post-cual; a una "poesía lo que sea". El afijo "post" no matiza al adjetivo, sino al sustantivo. Es la mera poesía la que está en solfa, en desequilibrio, en crítica y en duda. Es la propia poesía lo que ya no es. Es la propia poesía la que es posterior a sí misma.
¿Qué poesía? ¿Qué arte? ¿Qué posteridad?
Repito: La posteridad es algo que ya se ha pasado.

¿Y qué arquitectura?
Sí. Es algo que me desazona, que me inquieta, que me deja con un pie en el aire, sin saber dónde apoyarlo, hacia dónde encaminarlo.
Y todo porque (intuyo) ya no podemos encaminarnos hacia ningún sitio. No hay una meta. No hay un camino. Un camino es un itinerario lineal, por más recovecos que haga. Se va de aquí a allá, del punto A al punto B. Ahora, sin embargo, hay tramas superpuestas, laberintos, ruido.
Como dice el ya mencionado Fernández Mallo, la estructura narrativa y poética es rizomática. El rizoma es un tallo subterráneo que tiene distintos focos de los que salen raíces y brotes. No hay jerarquía, sino que todo trabaja de forma emergente y colaborativa, en un caos orgánico y fecundo.
Vivimos en el ruido, y nuestra única actitud admisible, nuestra única posibilidad, es pensar y actuar en rizoma. Por mi parte, confieso que me resulta más fácil decirlo que hacerlo, y que, en general, no me entero de nada.


(NOTA.- La próxima entrada podría tratar de laberintos).

(Si estás tan despistado e incluso tan desazonado como yo, te agradeceré que cliques el botón g+1 que verás aquí debajo).

5 comentarios:

  1. El truqui consiste en hacer oídos sordos, pero no por ello menos selectivos, al torrente que nos envuelve.

    O fumarte algo. (si fumas, que no es tu caso).

    Lo de los epés me ha encantado, porque así era.

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  2. La sensación de ansiedad que produce el no poder abarcar todo lo que el entorno ofrece, sólo se puede solucionar de una manera, que es la más simple de las posibles: reducir los frentes, y acotarlos a la medida de la capacidad de un ser humano con dos brazos, dos piernas, dos ojos y dos oídos, y que nunca podrá conseguir que el día tenga más de 24 horas, por más que se empeñe. A partir de ahí, uno puede acortar un poquito por aquí para alargar un poquito por allá, en función de las necesidades o apetencias de cada instante. Y sentirse muy, pero que muy a gusto, escapando de la infinita estafa que supone un sistema empeñado en anestesiar los cerebros y hacerlos creerse muy importantes por estar muy ocupados y estresados, y todo para seguir huyendo por delante en esta locura en progresión geométrica cuya curva ya roza la asíntota. ¡Qué satisfacción supone no ser víctima de estos depredadores y “gurús” de la economía y del marketing! Conmigo no pueden, con todo lo “listos” que son.

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  3. Susana Rodríguez Carballido22 de abril de 2016, 18:28

    Estupendo texto con el que me siento totalmente identificada, tanto en la desazón de no llegar a todo, como en la excitación por la novedad, por descubrir algo nuevo o en lo que no habías reparado antes.

    Es verdad que la oferta es inabarcable y que el tiempo es limitado, pero creo que somos afortunados por tener acceso a tantas cosas. Como cuentas, recuerdo la compra de música como un lujo, por lo que, después de tanta espera, nos pasábamos semanas poniendo una y otra vez el mismo disco...

    Ahora puedes escuchar lo que te apetezca cuando quieras y, casi, dónde quieras! Discografías enteras o, simplemente, dejarte asesorar mientras trabajas por alguna emisora "online" con gustos afines. De vez en cuando, algo te llama la atención y corres a la web a ver lo que está sonando y buscas en google el grupo y escuchas alguna canción más y lo compartes con tus amigos. - Oye, mira lo que he encontrado hoy!- y es gratis!

    Ni en nuestros mejores sueños podíamos habernos imaginado algo así!

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  4. Ruido...... había una canción de alguien con ese título no?

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    Respuestas
    1. Mucho, mucho ruido.
      Tanto, tanto ruido.
      Tanto ruido y al final
      por fin el fin.

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