lunes, 3 de abril de 2023

Un recuerdo agazapado

Tengo un mal recuerdo agazapado en mi interior desde hace cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Es un recuerdo de una situación ridícula y vergonzosa que viví, y que -qué puñetera es la memoria- no se me olvida. Se pasa meses o incluso algún año escondido, pero respira ahí dentro, y con cualquier asociación de ideas o de sentimientos sale de repente para volver a atormentarme.

Para colmo, después de todas estas décadas de paréntesis más o menos larvado, el protagonista de este episodio, mi acusador silencioso y tal vez involuntario, se ha vuelto a cruzar en mi camino y su presencia me llena de vergüenza.

Supongo que él se olvidaría de esto unos minutos (o tal vez unas horas) después de que ocurriera, allá por el año 1980, pero yo me imagino que no, que lo sigue guardando en su interior, que atesora un desprecio e incluso un odio (más que justificado) hacia mí y que muy pronto se vengará.

No quisiera dar muchas pistas, aunque por lo que digo tal vez alguien sea capaz de averiguar de quién voy a hablar. No tiene mayor importancia, porque soy yo y no él quien queda mal parado, pero aun así prefiero evitar mencionarlo por si le incomodara aún más.

En la escuela de arquitectura de Madrid teníamos en los primeros cursos unas asignaturas de dibujo de las que ya he hablado aquí alguna vez (dibujar el alma de las gallinas, pintar el miedo, pero también estatuas, ambiente y modelo desnudo; en definitiva dibujar y pintar bien, con expresividad y control).

Ya conté que esas asignaturas se me dieron mal y me costó aprobarlas. Por esa razón lo que para muchos era una ocupación divertida y muy agradable (y más si se la comparaba con el álgebra o con el cálculo diferencial) a mí se me hacía un calvario. Me gustaba mucho y me sigue gustando dibujar, pero ante los resultados y los comentarios de los profesores me sentía muy frustrado y muy decepcionado. (Sin embargo en álgebra y cálculo era muy competente).

Las aulas de dibujo eran muy grandes y estaban llenas de caballetes. Allí le dábamos sobre todo al carboncillo, a la sanguina, al pastel y a las témperas. Nos poníamos perdidos, como no podía ser de otra manera. Adjuntos a las aulas había unos grandes aseos-lavaderos con cabinas de inodoros y (más que lavabos) pilas llenas de chafarrinones de pintura donde nos lavábamos las manos y todos nuestros equipos.

Había unas pastillas de jabón atravesadas por un vástago anclado a la pared. (Eran como la imagen que he puesto más arriba, pero el jabón era de color natillas ensuciado por pintura). En la pila, además de las manos, lavábamos los pinceles, las espátulas e incluso las hueveras que empleábamos como paleta, y que apurábamos para usarlas todas las veces que pudiéramos, incluso cuando se rompía alguno de los senos. Los otros aguantaban.

Durante la clase íbamos de vez en cuando al aseo para beber agua, reponerla en las hueveras o lavar algo rápido y urgente para poder seguir pintando, pero sobre todo íbamos al terminar. Allí repasábamos todo el material, lo lavábamos y secábamos como mejor podíamos, lo guardábamos en nuestras carteras o bolsas y nos lanzábamos a la siguiente asignatura.

En ese último rato de lavado tardábamos más porque no había una pila ni una pastilla de jabón por alumno y teníamos que esperar turno. En el ínterin hablábamos, bromeábamos, etc. El tono de voz se elevaba un poco, pero el mío mucho. Siempre he sido un bocazas y además he tenido el vicio de hablar muy alto.

Por mi frustración ante la asignatura, de la que era repetidor, por mi complejo de perdedor y mi sensación de no entender a los profesores ni saber qué tenía que hacer ni cómo tenía que hacerlo para salir airoso de allí, en uno de esos finales de clase me dio por hablar de forma muy protestona mientras lavaba mis pinceles. Empecé a decir unas cuantas ingeniosidades incluso groseras contra todo. Por lo que fuera hice gracia y mis compañeros se rieron. Para qué queremos más: Me crecí. Me sentí elocuente y empecé a largar contra todo, especialmente contra uno de los profesores que, de verdad, nunca me había tratado mal y lo tengo por persona noble. Pero lo que son las cosas: en ese momento me dio por él. (Me habría comentado algo negativo de mi dibujo).

Dije de él todo lo que quise, todo lo que salió por mi boca y, como digo, me iba creciendo y gustando. Un exabrupto, una diatriba feroz. (Mi memoria tiene la piedad de no acordarse de qué dije exactamente, pero lo que estoy contando sí lo recuerdo con viveza).

Entonces se abrió la puerta de una de las cabinas de inodoro y salió el profesor de quien yo estaba despotricando. Las puertas de las cabinas no llegaban ni al techo ni al suelo, y además estaba a unos dos metros escasos de mi encendido discurso. Es decir: el profesor me había oído claramente desde el principio.

Pasó por entre nosotros sin decir nada. Yo rojo como un camión de bomberos y silencioso (por fin) como un pilar de hormigón. Esa escena sí que la recuerda vívidamente la cabrona de mi memoria.

Jamás se refirió el profesor a esa estúpida escena, ni me llamó aparte ni nada. Nunca. Y encima aprobé la asignatura.

He seguido desde lejos su trayectoria y desde hace poco somos "amigos" y "seguidores" mutuos en algunas redes sociales. No sé si lee este blog. Sería incluso posible. Si es así aprovecho para pedirle perdón sinceramente. Fui un estúpido y, sobre todo, un injusto. Tanto en la escuela como en todos los sitios de la vida he conocido a seres despreciables, prepotentes, malvados, a quienes no les importaba machacarte o humillarte. Este no era así. Si lo hubiera sido, yo habría sentido que escuchara mi verborrea, pero no me habría sentido avergonzado. ("Habría preferido que no me oyeras, pero ya que lo has hecho lo mantengo"). Pero no es el caso. Fue el desahogo de un tonto lleno de impotencia y despiste y un error en toda regla. Llevo cuarenta y dos o cuarenta y tres años sintiéndolo y arrepintiéndome.

Nunca le pedí perdón. Ojalá ahora me atreviera a pedírselo. Tengo medios para mandarle un mensaje.

De paso os comento una cosa curiosa sobre el tiempo y su transcurso tan raro y elástico. Cuando la escena que he contado yo tenía veinte años (año más, año menos) y a este profesor lo veía como a "una persona mayor". Ahora, precisamente gracias a las redes, he sabido qué edad tiene y no es mucho más que la mía. O sea, que cuando la escena era un jovencísimo profesor. También eso me desasosiega.


Addenda 3-5-2023

Finalmente me he atrevido a mandarle un mensaje por Facebook al profesor, contándole que me sentía avergonzado, pidiéndole perdón y adjuntándole el enlace a esta entrada del blog.

Me ha contestado diciéndome que no se acuerda de nada, y dándome las gracias (supongo que por mi sinceridad o por lo que sea).

Y yo os agradezco a quienes me habéis animado a decidirme.

Me quedo más aliviado, aunque ahora he sido yo quien le ha contado una historia lamentable que él no recordaba. Pero sí, descanso.

4 comentarios:

  1. Muy apropiada forma de empezar esta semana de pasión y penitencia..... ¡Enhorabuena por el blog!

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  2. Todos hemos sido jóvenes y hemos hecho estupideces. Si aún te acuerdas y te avergüenza, y tienes la oportunidad porque has retomado el contacto, no lo dudes: discúlpate. Seguro que os reís de la situación. Y te habrás sacado el tema de encima. Un saludo,

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    1. Lo acabo de hacer. Me da muchísima vergüenza, pero lo acabo de hacer. Muchas gracias.

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