lunes, 18 de noviembre de 2019

Otro fracaso

Hace unos años me encargaron un proyecto modestísimo que consistía en una marquesina o porche junto a la puerta de un cementerio para que los dolientes de los entierros pudieran recibir el pésame de los vecinos.

Hasta ese momento se ponían de pie delante de la tapia, al sol o a la lluvia, y allí aguantaban estoicamente el desfile del pueblo, con sus besos, abrazos, o apretones de manos.

Lo único que tenía que hacer yo era pensar un techo bajo el que el rito continuara como siempre, solo que con algo menos de dureza.

Se trataba de resguardar de las inclemencias del tiempo, y de paso de dar una cierta connotación de acogida o protección.

Había un presupuesto ridículo, por suerte. Así no había tentaciones de "hacerlo bonito", que son las que siempre echan a perder estas cosas.

Naturalmente, fue pensar en una marquesina e irme de cabeza a la del patio de la Embajada de Suecia en Madrid.


Es una de las obras mínimas más atractivas que conozco, y solo la he entrevisto (mil veces: a diario durante años) desde la calle. Nunca la he contemplado entera ni a placer, sino escondida tras la tapia y los árboles (y eso que supongo que no habría tenido ningún problema en que los de la embajada me la enseñaran). Quizá, por eso mismo, por no haberla visto nunca bien del todo, de alguna forma la tengo idealizada.

Soñé -pero solo fue un momento- en hacer una estructura metálica desnuda. No: Ya sabía desde el primer instante que eso no podía ser. Fue -no había otra opción- un tejado de teja cerámica a un agua adosado a la tapia por un lado y con dos pilares de ladrillo por el otro. Bueno. Ni tan mal. Una cosita muy evidente.

Vamos, que la marquesina que diseñé no era, de ninguna manera, motivo para que el Benevolo preparara urgentemente una nueva edición ampliada.

No soy arquitecto caprichoso, bien lo saben todos los que me han tratado, pero pensé en esa pobre marquesina y en la triste función a la que estaba destinada, y se me ocurrió un pequeño detalle: hacer una minijardinera al pie de uno de los pilares y plantar en ella una planta trepadora que, a ser posible, diera flores. Me imaginé que en poco tiempo se acabaría enroscando en el soporte e incluso llegaría a la viga y dulcificaría aquel espacio de dolor.

Hablé con el "hombre para todo" de allí (en todos los pueblos hay uno, empleado del ayuntamiento para funciones varias) y quedamos en que una buganvilla era demasiado delicada para ese clima, y que sería mejor una madreselva. Pues vale, pues muy bien, pues una madreselva.

La plantaron. La obrita se terminó en pocos días y allí quedó, esperando su primer duelo.
La madreselva, muy pequeña, apenas una ramita endeble, quedó apoyada a una de las caras del pilar, al que con los meses y los años tenía que colonizar y del que debía enseñorearse.

No había vuelto a ese pueblo hasta el otro día, casi cinco años después. Iba a otra cosa, pero me acordé de la marquesina y quise ir a verla, imaginándome que la madreselva estaría frondosísima.

Pero cuando llegué vi esto:


Resoplé. Suspiré. Le hice una foto, esta foto, porque hay una especie de regusto cruel en estos fracasos tontos.

En la jardinera había un bote de Pepsi.


De Pepsi. Encima.

Que sensación tan rara y tan frustrante esta de ir de pueblo en pueblo haciendo cagada tras cagada.

4 comentarios:

  1. Se tendría que haber esperado a que creciera la madreselva. Luego, la jardinera y finalmente los pilares y el tejado. Como los arcos de Nuevos Ministerios...

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  2. mas que fracaso yo diría que aprendió algo usted, muchas veces he visto la misma idea fracasar, aca en chile al menos. saludos

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