El otro día os conté la insostenible condición de La Gioconda, que amenaza con matar de éxito al museo del Louvre (si es que no lo ha hecho ya), y os anuncié que había pensado una brillante solución.
Pues bien: No sé si el director del museo lee este blog, pero si lo conocéis hacedme el favor de decírselo. (Creo que el presidente de la república sí que me lee, y espero que él, bien directamente o bien a través de la ministra de cultura, tome medidas al respecto).
Vamos con ello: ¿Cómo resolver el problema de la incomodísima obra fetiche del museo del Louvre, permitir que sea vista con comodidad, que no interfiera con el resto de obras del museo para que también puedan ser visitadas tranquilamente y sin aglomeraciones, y todo ello no solo sin mermar, sino acrecentando el número de visitantes (y de ingresos por taquilla) de la institución?
Pues bien: Constrúyase una nueva sede en un descampado a cincuenta kilómetros de París, y una línea férrea que mande trenes lanzadera cada quince minutos.
En esa nueva sede (unos 15.000 m2 construidos) no habrá más que Giocondas. Cientos. Miles. Una de ellas será la original, que habrá sido trasladada allí, y las demás copias buenísimas, perfectas.
En esa nueva sede (unos 15.000 m2 construidos) no habrá más que Giocondas. Cientos. Miles. Una de ellas será la original, que habrá sido trasladada allí, y las demás copias buenísimas, perfectas.
(Por cierto, Monsieur le Directeur, Monsieur le Président: Je suis architecte, y puedo hacer una nueva sede fantástica. No hace falta ni que la saquen a concurso. Con los truquitos esos de que al ser mía la idea yo sería el único arquitecto capaz de hacerla realidad, por aquello de la adecuación objetiva y tal, me la pueden encargar a dedo y si eso ya tal).
La cosa es idónea para los turistas que solo quieren ver La Gioconda y no perder el tiempo con el resto del museo, pero igualmente lo es para quienes quieren ver todo lo demás sin ser arrinconados ni apabullados por los giocondamaníacos. Todo arreglado. Se puede crear todo un abanico posible de entradas: Gioconda + tren lanzadera, Gioconda + tren lanzadera + resto del Louvre, Louvre sin Gioconda y sin tren, bonos con varias combinaciones para cinco días...
Bueno: Pero aun así serán decenas de miles quienes quieran ver la Gioconda a diario. (Actualmente son unos 20.000 visitantes/día). Pues ningún problema. Ahí está la gracia de mi idea.
Los turistas, que no sabrán cuál es la auténtica, se repartirán por todo el Giocondeum y se harán selfies ante cualquiera de las Monalisas. Ninguna tendrá una cola especial; todo fluirá muy cómodamente. Algunos mirarán una, la que sea, se harán una foto ante ella y quedarán satisfechos. Otros, según su gusto y apetencia, se podrán pasar horas y horas haciéndose fotos al azar ante muchas de ellas.
Pero en ningún caso valdrá dejar un día el corte en tal Gioconda para volver en otro momento y seguir desde ese punto, y así, al cabo de unas cuantas visitas, tener la certeza de que entre los miles de fotos tienen el selfie con la auténtica. No, porque quien sabe cuál es la buena (un pequeñísimo grupo de conservadores; o tal vez incluso una sola persona) la cambiará de sitio cada día, permutándola por una cualquiera de las copias.
Cada día se podrá publicar en la web del museo, a toro pasado, dónde estuvo la Gioconda hace diez. Así, los turistas que quieran podrán buscar la fecha de su visita y saber si acertaron. Quienes no atinaran (la mayoría) podrán volver a probar fortuna en otra ocasión.
Naturalmente, el sistema se corrompe. El encargado de mover la Gioconda a diario recibe tanto amenazas como suculentas ofertas de touroperadores que necesitan garantizar el éxito giocondil a sus clientes y así monopolizar el negocio. ("Eh, Gioconda, no se esconda. Somos Viajes Anaconda". "Viaje usted con Anaconda y tendrá buena Gioconda").
Hay escándalos, despidos, dimisiones... Interviene incluso el presidente de la república (Bonjour, Monsieur le Président)... y ante tanto desbarajuste sucede el desastre: Unos que se han ido, otros que han llegado nuevos, unas semanas de lío... En un momento dado se ha perdido la pista de La Gioconda auténtica y ya nadie sabe cuál es.
Las copias son fantásticas, perfectas, y además la formación de los curators lleva años desviándose desde el antiguo rigor hacia el turisteo y el marketing, y ya tampoco ellos están demasiado duchos en estas cosas de autentificar un cuadro.
Llaman incluso a un famoso presentador de televisión español, pero tampoco se saca nada en claro porque autentifica todas las Giocondas y de paso un bodegón que cuelga del despacho del director, y que este insiste en declarar que es privado y que lo ha pintado un sobrino suyo.
Al final ya nadie sabe cuál es La Gioconda auténtica. No obstante los empleados siguen cambiándolas de sitio todos los días, ya a lo loco y sin criterio alguno.
El caos del Giocondeum causa furor. Las visitas se multiplican. Hay que doblar la frecuencia de los trenes lanzadera y se piensa en ampliarlo y poner otras dos mil copias más, porque de nuevo hay molestas colas.
La tienda del Giocondeum vende todos los días novecientas camisetas, dos mil calendarios, mil setecientos lápices, cuatrocientos bolsos, ochocientos pares de pendientes, doscientos juguetes sexuales, mil cien gorras, dos mil trescientos pósters, quinientos pares de calcetines... La giocondamanía lo invade todo.
McBurger saca la hamburguesa McGiocon, Pear el teléfono IGio, Mike las zapatillas GiocondAir.
El gobierno azerbaiyano le solicita al Louvre licencia para hacer una sucursal del Giacondeum en Bakú. (Naturalmente, solo con reproducciones).
Un hombre con pinta de disparatado dice que es tataratataranieto de La Gioconda, y aporta pruebas absurdas que convencen a los directores de muchos programas de telebasura de todo el mundo. Aprovecha su gira de televisión en televisión para exhibir una horrible versión de La Gioconda pintada por él, pues asegura haber heredado los genes artísticos del tataratatarabuelo Leo. (Porque, naturalmente, según él hubo rollo entre el yayo Leo y la yaya Gio).
El director del Giocondeum de Bakú -aunque aún no está autorizado ya cuenta con director- le ofrece al loco cinco millones de dólares por el adefesio, que presidirá su museo y habrá de generar nuevas colas insufribles de miles y miles de turistas.
El loco pide veinticinco millones.
La cosa marcha. Ya lo creo que marcha.
Pero en ningún caso valdrá dejar un día el corte en tal Gioconda para volver en otro momento y seguir desde ese punto, y así, al cabo de unas cuantas visitas, tener la certeza de que entre los miles de fotos tienen el selfie con la auténtica. No, porque quien sabe cuál es la buena (un pequeñísimo grupo de conservadores; o tal vez incluso una sola persona) la cambiará de sitio cada día, permutándola por una cualquiera de las copias.
Cada día se podrá publicar en la web del museo, a toro pasado, dónde estuvo la Gioconda hace diez. Así, los turistas que quieran podrán buscar la fecha de su visita y saber si acertaron. Quienes no atinaran (la mayoría) podrán volver a probar fortuna en otra ocasión.
Naturalmente, el sistema se corrompe. El encargado de mover la Gioconda a diario recibe tanto amenazas como suculentas ofertas de touroperadores que necesitan garantizar el éxito giocondil a sus clientes y así monopolizar el negocio. ("Eh, Gioconda, no se esconda. Somos Viajes Anaconda". "Viaje usted con Anaconda y tendrá buena Gioconda").
Hay escándalos, despidos, dimisiones... Interviene incluso el presidente de la república (Bonjour, Monsieur le Président)... y ante tanto desbarajuste sucede el desastre: Unos que se han ido, otros que han llegado nuevos, unas semanas de lío... En un momento dado se ha perdido la pista de La Gioconda auténtica y ya nadie sabe cuál es.
Las copias son fantásticas, perfectas, y además la formación de los curators lleva años desviándose desde el antiguo rigor hacia el turisteo y el marketing, y ya tampoco ellos están demasiado duchos en estas cosas de autentificar un cuadro.
Llaman incluso a un famoso presentador de televisión español, pero tampoco se saca nada en claro porque autentifica todas las Giocondas y de paso un bodegón que cuelga del despacho del director, y que este insiste en declarar que es privado y que lo ha pintado un sobrino suyo.
Al final ya nadie sabe cuál es La Gioconda auténtica. No obstante los empleados siguen cambiándolas de sitio todos los días, ya a lo loco y sin criterio alguno.
El caos del Giocondeum causa furor. Las visitas se multiplican. Hay que doblar la frecuencia de los trenes lanzadera y se piensa en ampliarlo y poner otras dos mil copias más, porque de nuevo hay molestas colas.
La tienda del Giocondeum vende todos los días novecientas camisetas, dos mil calendarios, mil setecientos lápices, cuatrocientos bolsos, ochocientos pares de pendientes, doscientos juguetes sexuales, mil cien gorras, dos mil trescientos pósters, quinientos pares de calcetines... La giocondamanía lo invade todo.
McBurger saca la hamburguesa McGiocon, Pear el teléfono IGio, Mike las zapatillas GiocondAir.
El gobierno azerbaiyano le solicita al Louvre licencia para hacer una sucursal del Giacondeum en Bakú. (Naturalmente, solo con reproducciones).
Un hombre con pinta de disparatado dice que es tataratataranieto de La Gioconda, y aporta pruebas absurdas que convencen a los directores de muchos programas de telebasura de todo el mundo. Aprovecha su gira de televisión en televisión para exhibir una horrible versión de La Gioconda pintada por él, pues asegura haber heredado los genes artísticos del tataratatarabuelo Leo. (Porque, naturalmente, según él hubo rollo entre el yayo Leo y la yaya Gio).
El director del Giocondeum de Bakú -aunque aún no está autorizado ya cuenta con director- le ofrece al loco cinco millones de dólares por el adefesio, que presidirá su museo y habrá de generar nuevas colas insufribles de miles y miles de turistas.
El loco pide veinticinco millones.
La cosa marcha. Ya lo creo que marcha.
Pásalo. Antes de que se consuma.
ResponderEliminar