viernes, 28 de septiembre de 2018

El faro y los calzoncillos (I)

A Rodrigo Almonacid, que me facilitó la crónica
de Joaquín Vaquero y Luis Moya sobre el concurso.

La Quinta Conferencia Internacional Americana, reunida en Santiago de Chile en 1923, recomendó honrar la memoria de Cristóbal Colón construyendo un faro monumental en la costa de la República Dominicana con la colaboración de todos los gobiernos y los pueblos de América y de todo aquel que quisiera soltar pasta.
Debería ser un faro, un monumento... y la tumba de Colón. (Eso si la catedral de Sevilla accedía a desprenderse del venerable cuerpo).

El Consejo Directivo de la Unión Panamericana tomó esta recomendación en 1927 y dijo que sí.
Se decidió, dada la importancia de esta obra, convocar un concurso internacional al que seguro que se presentarían los mejores arquitectos de todo el mundo.

El concurso se celebró en 1929, y constaba de dos etapas: A la primera se podría presentar todo el que quisiera, y de ahí se seleccionarían diez anteproyectos, a cuyos autores se les invitaría a participar en la segunda.

Las extensísimas y documentadísimas bases del concurso decían que no se trataba de diseñar un faro vulgar y corriente, sino un monumento a Cristóbal Colón, y se deshacían en exaltaciones simbólicas.

República Dominicana. Hoja bloque de 1953 mostrando
el proyecto ganador, de Joseph Lea Gleave.

En la primera fase compitieron 455 arquitectos de 48 países.
El jurado internacional, en el que estaban personalidades muy importantes, como Horacio Acosta y Lara, de Uruguay (presidente del jurado y representante de América Latina), Eliel Saarinen, de Finlandia (representante de Europa) y Raymond Hood, de Estados Unidos (representante de América del Norte), se reunió en Madrid en abril de 1929 y eligió a los diez finalistas, que pasarían a la segunda fase, pero también se despachó a gusto comentando los tremendos errores de muchos de los presentados, para que los diez seleccionados no los cometieran en la segunda y más madura elaboración de las propuestas.




(Antes de seguir, y para saber con quienes se jugaban los cuartos los concursantes, vemos lo que hacían los miembros del jurado: Una casa de Acosta y Lara -con el ingeniero Guerra Romero- en Montevideo, la estación de Helsinki, de Saarinen y el Chicago Tribune, de Hood, que ganó un concurso internacional famosísimo y ya sabía de que iban estas cosas).

Y, claro, conociéndolos, podemos imaginar lo que opinaron sobre algunos de los presentados impresentables. El secretario técnico del jurado, Mr. Albert Kelsey, escribió en el acta:

Albert Kesley. Edificio de la Unión Panamericana, Washington.

"El jurado ha escogido los anteproyectos que ofrecen la promesa y la posibilidad de desarrollarse brillantemente en la etapa final".
[...]
"No podemos comprender por qué la ciencia debe ser tan fría; por qué tantas soluciones científicas semejantes a esta parecen no preocuparse por idealizar o espiritualizar y ni siquiera por humanizar".
[...]
"Sin embargo, no sugiere el melodioso Caribe ni el esplendoroso imperio Hispanoamericano".
[...]
"Y ya que muchos de ellos no llaman la atención hacia el Gran Almirante, ni inspiran a quienes los contemplan un interés profundo por las cosas de América, fue imposible hacer que se encuentren entre los que competirán en la segunda etapa".

En fin, que os podéis imaginar que los diez anteproyectos seleccionados fueron muy simbólicos, muy espirituales, muy devotos del Gran Almirante, muy hispanoamericanos, muy idealizados, muy melodiosos, muy imperiales y muy cojonudos... Vamos: el recopetín.

Y quienes se presentaron con algo moderno, vanguardista, novedoso, fueron echados al abismo, donde fue el llanto y crujir de dientes, por ser demasiado fríos, científicos y terrenales. ¡Ay de ellos!

En todo caso, uno de los diez proyectos que pasó la criba fue el de los españoles Joaquín Vaquero Palacios y Luis Moya Blanco, que no solo pasaron, sino que hicieron una brillantísima segunda fase, en cuyo jurado ya no estuvo Raymond Hood como representante de América del Norte, sino su compatriota Frank Lloyd Wright, que hizo un papelón.

Frank Lloyd Wright jamás se presentó a ningún concurso. Los odiaba. Eso era algo de lo que se sentía muy orgulloso y que repetía a cada momento: "No participes en ningún concurso de arquitectura, salvo en el caso de que seas un debutante. Ningún concurso ha dado nunca al mundo nada de bueno. El jurado forma ya en sí mismo una media. Lo primero que hace un jurado es mirar todos los dibujos y arrojar los mejores y los peores, ya que, puesto que representa la mediana de los arquitectos, no puede hacer una media más que sobre proyectos medianos".

Lúcidas palabras. Lo que no podemos entender es por qué aceptó entonces ser jurado en este concurso, y además en una segunda fase que le venía ya cribada, cuando, según su propia teoría, los mejores ya habrían sido eliminados.



Proyecto ganador, del arquitecto británico J. L. Gleave.

El fallo del jurado fue muy discutido. En España Vaquero y Moya se encargaron de contar el ridículo papelón del ensoberbecido estadounidense. Es un episodio oscuro y feo, pero que merece la pena ser contado.

2 comentarios:

  1. Pues espero que lo cuentes en tu proxima entrafa,me has dejado intrigado y mordiendome las uñas!!!

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  2. Querido amigo, te sigo esporádicamente pero siempre con admiración por decir de manera divertida lo que muchos pensamos y sufrimos! Este episodio del concurso del faro no tiene desperdicio tanto por la calidad de las obras como por los juicios de Wright que son para morirse! Las viejas revistas te dan estas pequeñas alegrías.... José Manuel.

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