jueves, 31 de mayo de 2012

Historia Universal de la Infamia (y III)

Finalizo la trilogía que prometí, no porque no haya muchas más infamias, sino porque creo que vale con una de cada uno de los tres grandes. Y remato la serie con alivio, porque no está bien contar tantos trapos sucios.

A Mies van der Rohe se le ha acusado a menudo de haber sido demasiado dócil con los nazis. Esto tiene matices discutibles, pero mucha relación con la que yo considero su verdadera infamia, así que empezaré por ahí.
A Walter Gropius le sucedió Hannes Meyer en la dirección de la Bauhaus. Si la escuela, libre y vanguardista, había sido siempre más bien de izquierdas, bajo la dirección de Meyer lo fue ya decididamente. En pleno apogeo de los nazis, Hannes Meyer radicalizó la ideología política de la Bauhaus hasta límites intolerables por aquellos. En 1930 le expulsaron, y no estaban seguros aún de cerrar la Bauhaus. Mies les convenció de alguna manera de que la escuela se podía "reconducir" y serle útil al Reich. (En esa delicada relación están los elementos más criticables, en el sentido de que Mies traicionó a la Bauhaus y se la entregó a los nazis, pero también se puede hacer otra lectura y defender que él hizo todo lo posible por salvarla, y que la negociación con los nazis era inevitable. Yo, hasta ahí, le doy a Mies el beneficio de la duda).
Una vez defenestrado Meyer, Mies fue nombrado director. Lo primero que hizo fue una criba feroz de alumnos y profesores, hasta erradicar la ideología política de la Bauhaus. Mies era apolítico, y más en esos tiempos. ("Apolítico" puede entenderse en este contexto como "más bien de derechas", pero tibio y sin ganas de líos).
Algunos profesores no esperaron a que les despidieran, y dimitieron. Muchos alumnos se amotinaron, y fueron expulsados. Mejor dicho: Mies fue mucho más radical. Expulsó absolutamente a todos los alumnos, y posteriormente abrió un período de matrícula en el que examinó personal y concienzudamente a cada aspirante, para asegurarse de que las tonterías izquierdistas se habían terminado para siempre.
Mies contrató a Lilly Reich como profesora de Interiorismo y Decoración.


La había conocido en 1924, y le había impresionado profundamente (tanto que al poco tiempo abandonó a su mujer y a sus tres hijas por ella). Lilly había comenzado su carrera como diseñadora de moda, donde aprendió a valorar materiales, texturas, colores... lo que le sirvió de mucho para pasarse posteriormente al diseño de muebles y al acondicionamiento de espacios.
A Mies, siempre tan consciente y tan amante de los materiales, pero aún anclado a los tradicionales, le enseñó a valorar los tejidos, el vidrio, el acero, etc. Inmediatamente empezaron a trabajar juntos. Lilly le lanzó al diseño de muebles, y fue fundamental en proyectos tan fantásticos como el Pabellón de Barcelona o la casa Tugendhat.
Pero, aparte de lo que Lilly le aportó a Mies en el campo de la arquitectura, en lo personal le hizo reconsiderar su vida y su futuro. Se supone que vivieron una tórrida historia de amor, pero el único testimonio gráfico es este:


que muy tórrido, lo que se dice muy tórrido, no parece. Vamos, que no es como para derretirse de emoción. (No conozco -y juraría que no existe- ninguna otra fotografía en que aparezcan los dos).
Vida personal, vida profesional, incertidumbre ante el futuro... Años convulsos (que diría un clásico).
Philip Johnson (que era filonazi, y en ese momento lo era mucha gente) en 1933 escribió con entusiasmo que Mies tenía que ser el arquitecto del Tercer Reich. En ese momento Hitler aún no conocía a Albert Speer (estaba empezando a ver algunas cosas suyas). ¿Os imagináis si le hubiera hecho caso a Johnson? ¿Os imagináis si alguien le hubiera presentado en ese momento a Mies? La vida y la casualidad tienen estas cosas, y Mies estaba dispuesto a todo, y seguro que habría celebrado con entusiasmo ser el arquitecto del régimen.
Los nazis aún no sabían qué querían en materia de arte y de arquitectura, pero pronto se vio que la vanguardia no les gustaba nada, y la Bauhaus no duró ni siquiera bajo la dirección servil de Mies. A Hitler, que era un artista aficionado sin talento, sin cultura y sin imaginación, y que había querido ser arquitecto pero no tenía ninguna aptitud, le tiraba lo clasicote-mazacote, y la hábil elegancia de Speer con el neoclasicismo le acabó de definir arquitectónicamente. (Pero Mies era un gran admirador de Schinkel, y habría sido perfectamente capaz de traicionar la línea moderna y ejercer el neoclasicismo sin inmutarse).
Mies no se marchó corriendo a América, como Gropius, porque mantuvo las esperanzas de un futuro con los nazis. Su comportamiento a este respecto hoy se ve ridículo e incluso bochornoso, pero hay que comprender que en esos momentos la mayoría de la gente pensaba que era posible vivir y medrar con los nazis.
Mies hizo muchos y variados esfuerzos por conciliarse con la política artística del Reich, con encajar en ella. Pero los nazis eran contradictorios y brutales: Por una parte les interesaba la funcionalidad, la eficacia y la monumentalidad con tintes modernos, pero por otra querían un renacimiento nacionalista simbólico y enfático. Los esfuerzos de Mies nos lo muestran ahora como un bobo o, todavía peor, como un cobarde.
Por aquella época su vida parecía no correr peligro, pero tampoco tenía encargos, ni daba clases, ni nada.
Al poco tiempo, le llamaron de América y, ahora sí, se agarró a la oportunidad.
Tras un carteo que duró casi todo el año 1936, en el que se le ofrecía una cátedra para finalmente perderla por los pelos, en 1937 el matrimonio Resor le encargó una casa de verano en Wyoming y, sobre todo, le invitó a EE.UU. justo cuando Alemania olía ya a pólvora de una manera insoportable. Mies hizo las maletas a toda velocidad y se marchó corriendo.
A su mujer y a sus hijas ya las había abandonado hacía tiempo, pero estas eran ya mayores y podrían hacerse cargo de su madre. En cuanto a Lilly Reich, ¿por qué se marchó sin ella? La dejó en Alemania, en medio del peligro, sola, enamorada de él.
En América vio otro mundo. Había paz y tranquilidad. La gente le respetaba, le querían hacer encargos y tenía un par de universidades para elegir cátedra.
En abril de 1938 volvió a Alemania para arreglar rápidamente algunas cosas y volverse al paraíso, y se encontró con que los nazis ya se habían aclarado: Juzgaban toda la vanguardia como arte degenerado y la relacionaban con el judaísmo y el comunismo. Sí, le recordaban, y también le emparentaban con los judíos y los comunistas de la extinta Bauhaus. Mies se dio cuenta de que se había metido en la trampa y de que se la estaba jugando, y de que tal vez no pudiera volver ya a América.
En agosto, antes de volver, tenía que pasar por la comisaría de policía para recoger su pasaporte (que había entregado previamente) con su visado de emigración. Le dio tanto miedo que le estuvieran esperando para detenerle que mandó a un amigo. Este recogió el pasaporte, pero cuando llegó a la casa de Mies para dárselo se lo encontró muerto de miedo, ante dos oficiales de la Gestapo que le estaban interrogando y se lo iban a llevar precisamente por estar sin pasaporte.
Afortunadamente, se pudo aclarar la cosa, y los oficiales de la Gestapo dieron por bueno el visado y le dejaron.
Naturalmente, con el pasaporte visado en el bolsillo, Mies se fue otra vez a América corriendo, dejando todo atrás, sin conocer a nadie. Sálvese el que pueda. Sus mujeres se quedaban en el infierno.


Lilly Reich, con grandes trabajos, se ocupó de ir al estudio abandonado de Mies y rescatar los dibujos y los papeles, y clasificarlos y ordenarlos meticulosamente. (Gracias a ella hoy existe el archivo de Mies). También luchó por defender los derechos de sus muebles (que se pirateaban mucho), y de conseguir cobrar algo de dinero que llevaba a la esposa de Mies. Luchó por defender todo lo de Mies, mientras este, en América, se olvidaba de ella. Una llamada desde allí podría haberla salvado, podría haberla llevado también a ella a la salvación, pero Mies no quería estar atado a nadie. No quería que nadie le molestara.

Al año siguiente, en la nochevieja de 1939, conoció a Lora Marx, de quien se enamoró. Nunca vivió con ella. Mies no soportaba ya vivir con nadie. Vivía solo, en una habitación de hotel, con sus cuadros debajo de la cama. Le gustaba encontrarse con Lora, pero que luego se fuera a su casa.
Mies vivió como un rey mientras que su esposa y Lilly pasaban hambre y miedo, en el horrible Berlín de la guerra mundial. No hizo nada por ayudarlas. (Tampoco podía enviarles dinero ni comida tal como estaba la cosa).
Lilly Reich pasó la guerra trabajando como pudo. Los nazis estaban interesados en la prefabricación y en la estandarización, que enlazaba con el espíritu Neufert de la Bauhaus y con la Werkbund, y ella pudo trabajar precaria y anónimamente en trabajos rutinarios de modulación métrica, intentando ser útil y cumplir su deber. Cuidó siempre del legado de Mies y luchó con gran fuerza y valentía. Poco después de acabada la guerra, con Berlín destruido y la moral hundida, murió de cáncer en 1947, enamorada aún y siempre de Mies van der Rohe.
La esposa de Mies, Ada, con todos sus esfuerzos y penurias, fue capaz de ocultar a unos judíos en su pequeño apartamento durante una temporada.
Todas fueron heroínas.

(Si durante todo mi relato habéis pensado que era tendencioso y sesgado, y, pese a todo, habéis intentado ser comprensivos con Mies, mirad su actitud y la de Lora Marx, y, sobre todo, mirad el fondo de la foto con mucha atención. Infamia).

3 comentarios:

  1. Me encantan los trapos sucios. Muy interesante y desconocidas para mí todas estas anécdotas.
    ¡Qué injusta es la Historia con tantas personas!
    Consideramos "grandes hombres" a individuos mezquinos, con grandes dotes artísticas, es innegable, de un egoísmo abominable, mientras que grandes heroínas permanecen para siempre en la oscuridad simplemente porque no se las dió valor ni opción..... La vara de medir de siempre, los ciudadanos de primera y las de segunda. ¿ Habrá justicia alguna vez?

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  2. Como suele decirse "Detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer". En este caso, el gran hombre brilla por su ausencia.

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    1. Y eso que a Mies le tocaron dos grandes mujeres ¡Qué mal repartido está el mundo!

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