lunes, 6 de septiembre de 2010

¿Se puede ser moderno?

Borges decía que él era moderno porque no podía ser otra cosa. Ciertamente, en su situación, en su ambiente, en su momento, no tenía más remedio que ser moderno.
Por eso mismo, nosotros somos post-modernos.
Hace décadas que el arte moderno terminó de decir lo que tenía que decir, y nació su manierismo, en el que aún estamos.
Lo primero que se me ocurre pensar es que el arte, según definición clásica, imitaba a la naturaleza. Después estudió la naturaleza, sobre todo la naturaleza abstracta de las cosas y del mundo, e intentó descubrir pautas de generación de un universo. O sea, volvió a imitar a la naturaleza, pero no en sus ejemplos externos y anecdóticos, sino en sus leyes.
Y ahora el arte ha dejado de imitar tanto las formas externas de la naturaleza como su orden íntimo, e imita al propio arte. O sea, es un simulacro de un simulacro.



Lo segundo que veo (consecuencia de lo primero) es que todos hemos perdido la inocencia hace ya mucho tiempo. Ya nadie puede pintar un caballo, sino hacer una cita o una crítica a los caballos de Marino Marini, a los de Velázquez, a los de Paolo Uccello.







Se puede pintar o esculpir un caballo como homenaje, o como comentario, o como burla, a cualquiera de estos maestros, pero ya no se puede pintar un caballo inocente, con los ojos de un niño o los de un pionero.
El artista ya no descubre cosas nuevas, sino que repite las viejas, y lo hace con cultura. Y sabe que su público también tiene cultura, y se dirige a él diciéndole: “Mirad qué caballo tan a lo Marino Marini, pero…” Y el público lo ve y asiente: “Este caballo es tan…, pero tan…, tan Marino Marini”. “Sí, sí, es muy Marino Marini; pero…”
Y en ese pero está la revisitación, la crítica, la ironía, el comentario, y el comentario sobre el comentario.
Somos post-modernos. No lo podemos evitar. Sabemos demasiado.
Esto tiene una interpretación tristona y melancólica (a la que propendo), pero tiene otra muy divertida. Tenemos toda la historia, todo el catálogo de formas, a nuestra disposición. Estamos en la gran pastelería del mundo, llena de dulces exquisitos, y gratis. Estamos en la mayor sombrerería del universo. Y es nuestra. Tomemos un sombrero.
El museo del mundo está a nuestros pies. Velázquez y Rembrandt han pintado para nosotros, para que usemos su obra a nuestro capricho. Homero, Joyce y Kafka han hecho su obra para que la tomemos, la usemos y, si queremos, la destrocemos como un niño destroza un juguete.
Pero a mí me gustaba más antes de que mataran a Liberty Valance. (Me ha vuelto a cambiar la V por B, y le he tenido que volver a engañar).

“Pero llega el momento en que la vanguardia (lo moderno) no puede ir más allá, porque ya ha traducido un metalenguaje que habla de sus imposibles textos (arte conceptual; aquí, podrían agregarse todos los otros derivados de minimal, land-art, body y povera, etc). La respuesta postmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que el pasado no puede destruirse –su destrucción conduce al silencio- lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin ingenuidad. Pienso que la actitud posmoderna es como la del que ama a una mujer muy culta y sabe que no puede decirle “te amo desesperadamente” porque sabe que ella sabe (y que ella sabe que él sabe) que esas frases ya las ha escrito Liala (o cualquier novelista rosa local, Corín Tellado, por ejemplo, aclararíamos desde aquí). Podría decir: “Como diría Liala, te amo desesperadamente”. O como diría Corín Tellado. En ese momento, habiendo evitado la falsa inocencia, habiendo dicho claramente que ya no se puede hablar de manera inocente, habrá logrado, sin embargo, decirle a la mujer lo que quería decirle: que la ama, pero que la ama en una época en que la inocencia se ha perdido. Si la mujer entra en el juego, habrá recibido, de todos modos, una declaración de amor. Ninguno de los interlocutores se sentirá inocente, ambos habrán aceptado el desafío del pasado, de lo ya dicho que es imposible eliminar; ambos jugarán a conciencia y con placer el juego de la ironía… Pero ambos habrán logrado una vez más hablar de amor”. (*)

A mí, modestamente, me parece que eso son piruetas de seres exquisitos, cultos, decadentes y aburridísimos, que disimulan sus sentimientos con risas huecas. “Margaret. Como diría Lialia, te amo desesperadamente. Jo, jo”. “Ay, Ludovico, je, je. Qué vulgar Lialia, ¿no crees, querido?”. “Tremendamente vulgar, Margaret querida. Ju, ju”.
Margaret y Ludovico dan un poco de asquito y un poco de vergüenza ajena, ¿no?
A mí me emociona mucho más lo que le dijo a mi amigo Pedro un compañero de mili, al volver de permiso de fin de semana: “El sábado le eché un coito a mi novia en el amoto”. ¡Ahí está!
(Pero, ahora que lo pienso, “echar un coito”, aparte de ser una expresión divertida, es un eufemismo. El hablante quiere refinar lo que de verdad le pasa por la cabeza. O sea: también es víctima de su cultura y de su educación. Estamos perdidos).

(*) Este texto aparece en el libro de Juan Daniel Fullaondo, Arte, proyecto y todo lo demás 2, y es una cita de Umberto Eco entreverada de comentarios de Fullaondo, en una actitud muy postmoderna de palimpsesto. Creo que hablaremos algún día de esto.

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