Como continuación de la última entrada voy a contaros una de tantas situaciones ridículas y estúpidas por las que he pasado en mi impresentable trayectoria profesional y que aún me deja la boca amarga y la cara de tonto. (Modifico cualquier detalle que pudiera hacer sospechar a mis lectores más cercanos -o incluso a los protagonistas, si llegaran a leer esto- a quién me estoy refiriendo. Por otra parte, como ya conté la otra vez, podría ser cualquiera. Creo que esta historia la hemos sufrido todos muchas veces).
Esta vez me llamó un matrimonio y quedamos en un bar-restaurante al lado de la parcela que habían comprado y en la que se querían construir una casa. Me invitaron a la cerveza que me tomé mientras él sacaba con amor unos papeles, los ponía sobre la mesa y me los explicaba.
Estaban grapados y metidos en una subcarpeta de cartulina, muy ordenados y formando un dossier. (Todo, aunque demencial, estaba hecho con mucha meticulosidad. Eran una pareja de oficinistas aplicados y se les notaba).
El marido me dijo claramente, para empezar, que estaban pidiendo presupuesto a tres arquitectos (incluido yo), y que se decantarían por el más barato. La carpeta era para mí: Les habían dado otras iguales a los otros dos. (Yo era el último).
En ese momento debería haber apurado la cerveza, haber cogido un puñado de almendras, haberme levantado, haberles dado las gracias por la invitación y haberme ido, pero estaba visto que todos estábamos haciendo lo que no debíamos, y aguanté por el ansia de recibir el encargo. Así que acepté participar en un concurso de honorarios.
Ella apenas hablaba. Él se explayó mostrándome las primeras páginas, en las que habían insertado una colección de imágenes sacadas de aquí y de allá de cosas que les gustaban. Detalles neoclásicos a porrillo, pero con alguna inserción extraña como barandillas de pletinas de acero inoxidable o cocinas con isla. Era una colección de golpes dados a lo loco, de palos de ciego, de trivialidades y de vacuidades. ¿Qué tenían que ver esas imágenes con un hogar? ¿Qué tenían que ver con sus vidas? Nada. Eran unas imágenes estándar de revistas de decoración y de catálogos, que habían examinado exhaustivamente y habían escaneado. Eran trozos de decorados, de artificios, de no-lugares, de tierras de nadie. No eran casas. No eran sitios para vivir. Y, además, como siempre, eran una colección de aspiraciones frustradas, de tío Paco con la rebaja, de imitaciones, de quiero y no puedo.
Leches, si tenéis las santas gónadas de decantaros por el neoclasicismo ponedme fotos de cosas de Juan de Villanueva, de Karl Friedrich Schinkel, de John Soane, pero no de ese salón de Casayjardín con esa chimenea leroymerlinesa.
Pero aguanté. Estaba dispuesto a lo que fuera. Estaba abierto a cualquier cosa con tal de hacer ese proyecto. (Hay algo curioso en mi profesión. No sé si les pasará a mis compañeros, pero a mí hasta cierto punto me ha salvado. Y es que aunque el proyecto me parezca una lástima y una nueva ocasión perdida para la arquitectura, hay un momento en que estoy dibujando con el autocad, concentrado al máximo, y abro una puerta hacia donde la tengo que abrir, o coloco un armario empotrado en el mejor rincón, aprovechando perfectamente la mocheta que hace el tiro de la chimenea, o pongo la ducha en su sitio. Y de la misma manera calculo la estructura y disfruto porque el armado de las vigas es muy sensato y las cosas funcionan bien. Es el puro placer de hacer un proyecto, y luego pasa lo mismo dirigiendo la obra, aunque sea la de un pseudopalacete paleto: Veo que la cimentación está correctamente ejecutada, o que el solado está muy bien puesto y disfruto).
-Me encanta hacer edificios cutres.
-Querrás decir edificios buenos.
-Uf, eso ya debe de ser la leche.
Tras el calentamiento estilístico de motores entramos en harina: Apareció la planta baja. Y qué planta baja. Era la típica planta baja que te hace cuestionarte por qué estudiaste arquitectura, por qué te dedicas a esta profesión, por qué has nacido.
Planta baja. Fragmento
Era simétrica, y había caído en todas las trampas de la simetría. No la quiero describir demasiado. Tampoco entonces dije apenas nada. Tan solo que la rampa del garaje rompía toda la composición, a lo que me contestaron: "Ya, pero hay que hacer una rampa para el coche", cosa que era absolutamente razonable.
También les pregunté qué era ese rectángulo que habían dibujado detrás de las únicas seis huellas que se veían de una escalera imperial, y me dijeron que el aseo. ¿El aseo ahí? Sí. Lo habían visto en muchos ejemplos: Se aprovechaba el espacio bajo el tiro de la escalera. Yo pensé en Sissi Emperatriz bajando ceremoniosamente con un vestido blanco de larga cola, y a Francisco José saliendo mientras tanto del uvedoblecé, agachado (porque seis peldaños no dan para más) y abotonándose la bragueta. No le vi el glamour ni a esa escena ni a la escalera.
Les pregunté si no había escalera para bajar al sótano, y me dijeron, poniendo cara de extrañeza ante mi estulticia, que sí, que naturalmente, que era esa misma. "Las escaleras suben y bajan varias plantas: Es lo normal" (sólo le falto añadir: "imbécil"). Se suponía que la línea que habían dibujado para marcar el primer peldaño que subía a la planta alta era la misma que la del último que venía desde el sótano. En el dossier no me habían puesto ninguna foto de ninguna escalera como esta:
(aparte de que a ver dónde ponemos entonces a defecar al emperador), pero decidí no hacer más preguntas. Se trataba solamente de dar un presupuesto de honorarios. En caso de ser el elegido ya intentaría paliar en algo todos esos despropósitos.