Documento gracioso: carta de ediciones Du Seuil rechazando mi novela (Crónica de San Gabriel). Este rechazo me lo esperaba bien, pero lo que me divierte son las razones que dan. El lector habla de una "aplastante influencia" de Faulkner. Ahora bien, jamás he leído una sola línea de Faulkner (de lo cual me avergüenzo). Es uno de esos autores frente a los cuales, por ignorarlo, siento un complejo de culpa.
Julio Ramón Ribeyro(1)
A pesar del título, en esta entrada no voy a hablar de Faulkner. Es solo que la cita de Ribeyro me ha dado pie a comentar lo que sigue.
William Faulkner
Y, ya puestos a aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid, no tengo más remedio que poner esto:
Respecto a la novela de Ribeyro, la "aplastante influencia" de Faulkner se podría deber, en mi opinión, a uno de estos tres motivos:
1.- Ribeyro nunca había leído a Faulkner, pero leía (y admiraba) a algún autor muy influido por aquel. Sería, por tanto, una influencia indirecta o de segunda mano.
2.- El ambiente en el que escribía Ribeyro, y su actitud ante él, y su forma de expresarlo, y la cultura narrativa en su entorno y demás circunstancias eran similares a las de Faulkner. De este modo, Ribeyro podría ser un segundo Faulkner espontáneo, natural, inevitable.
3.- Ese lector de la editorial, y solo ese, ávido lector de Faulkner, veía coincidencias donde objetivamente no las había: Era una obsesión del lector, que sí que estaba muy influido por el novelista estadounidense.
En cuanto al pseudoFaulkner de Amanece, que no es poco (por cierto, ¿es a mí solo o a alguien más se le da un cierto aire ese actor argentino, Arturo Bonín, a Faulkner?), ¿ha plagiado voluntaria y fraudulentamente Luz de Agosto o le ha salido así? ¿Ha hecho un Pierre Menard?(2)
1.- Ribeyro nunca había leído a Faulkner, pero leía (y admiraba) a algún autor muy influido por aquel. Sería, por tanto, una influencia indirecta o de segunda mano.
2.- El ambiente en el que escribía Ribeyro, y su actitud ante él, y su forma de expresarlo, y la cultura narrativa en su entorno y demás circunstancias eran similares a las de Faulkner. De este modo, Ribeyro podría ser un segundo Faulkner espontáneo, natural, inevitable.
3.- Ese lector de la editorial, y solo ese, ávido lector de Faulkner, veía coincidencias donde objetivamente no las había: Era una obsesión del lector, que sí que estaba muy influido por el novelista estadounidense.
En cuanto al pseudoFaulkner de Amanece, que no es poco (por cierto, ¿es a mí solo o a alguien más se le da un cierto aire ese actor argentino, Arturo Bonín, a Faulkner?), ¿ha plagiado voluntaria y fraudulentamente Luz de Agosto o le ha salido así? ¿Ha hecho un Pierre Menard?(2)
En este sentido, menciono también la canción My Sweet Lord, de George Harrison, que fue un evidente plagio de He´s so Fine, de Ronnie Mack, que todos podemos comprobar, pero que finalmente quedó sentenciado como plagio involuntario. Y eso a su vez me recuerda a lo de Paul McCartney con Yesterday, que estaba probando en el piano y le salió sola, y le pareció tan buena y le había salido tan fácil que pensó que había tocado inconscientemente una música que había oído y se le había quedado dentro. Y les tocó la melodía al piano a todos los que tuvo a mano, para que alguien le dijera de quién era. Le costó convencerse de que la música era suya.
Pues bien: Como me ha pasado ya demasiadas veces, el planteamiento o introducción de la cuestión me ha ocupado demasiado.
He apuntado varias formas de plagios inocentes o influencias inconscientes: la indirecta de segunda mano, la casual por responder al mismo ambiente y a las mismas circunstancias, la que solo se lo parece a uno y la involuntaria porque se llevaba dentro sin saberlo.
De todas ellas la única que quisiera comentar es la que solo se lo parece a uno, que yo creo que fue la que se dio en el caso Ribeyro-Faulkner.
Y es que cada uno de nosotros somos críticos de cada obra que leemos, vemos, escuchamos... y la enriquecemos con nuestras experiencias y asociaciones de ideas.
Cada obra tiene un nivel de denotación y otros muchos de connotación. Por ejemplo, nuestro amigo Luis nos dice: "Ayer por la tarde fui con mis hijos al zoo".
1.- Nivel de denotación. Es él, Luis; tiene hijos; los llevó al parque zoológico. Entiendo todos los términos de la frase. Por lo tanto entiendo su significado. Es fácil.
2.- Niveles de connotación. Luis y sus hijos. Vaya niños maleducados, la guerrita que dan. Y en el zoo. Tuvo que ser una tarde sublime. El zoo no me gusta nada. Animales encerrados. Pobrecillos. Claro, que a esos mermados les va estupendamente. Tarde aburrida. Tarde siniestra. Yo también fui al zoo con mis hijos hace años. Qué día más malo pasamos. Allí discutí con mi mujer. Ciertamente teníamos problemas. Etcétera, etcétera, etcétera. Podemos seguir así hasta el infinito. Enriquecemos el sencillo enunciado con toda nuestra experiencia, con nuestras manías, con nuestras obsesiones. Otro oyente lo enriquecerá en un sentido opuesto al del primero: Qué chicos más majos los de Luis; qué interesante es el zoo; que experiencia tan buena; qué tarde tan divertida e instructiva; etcétera, etcétera, etcétera.
El autor de la frase controla el nivel de denotación: lo que enuncia, pero no puede controlar el de connotación: lo que cada uno entiende. Sí que puede intentar dirigirlo: juegos de palabras, dobles sentidos, sugerencias ingeniosas, referencias... Pero no puede evitar que su mensaje superinteligente sea interpretado por un idiota; o, al revés, que su mensaje simplón y estúpido sea releído y reinterpretado por un crítico profundo, complejo y retorcido.
En ese sentido, yo he leído a Faulkner y lo asocio con esto, y con eso otro, y con aquello, y leo la novela de Ribeyro y también noto esto, eso otro y aquello. Pero puede que esto, eso otro y aquello solo esté en Faulkner y no en Ribeyro, solo en Ribeyro y no en Faulkner, o en ninguno de los dos, o esto y aquello sí en Faulkner y aquello en Ribeyro, o... etcétera, etcétera, etcétera. Y que sea yo quien reconstruyo tanto las novelas de Faulkner como las de Ribeyro.
(También hay otro ejemplo muy bueno de esto en la inagotable Amanece, que no es poco: El agricultor que quiere ser intelectual como sus amigos pero que no lo consigue y estropea los libros al leerlos. No es que los estropee físicamente, los arrugue, los desencuaderne; no: Es que los desactiva al no saberlos interpretar).
¿Dónde quiero llegar con todo esto? Pues no lo tengo claro. Yo diría que a que todos de una forma u otra "producimos" y también "recibimos", y que ambas cosas forman un potingue muy confuso. Y que lo que "producimos" es juzgado por otras personas que han "recibido" otras cosas y, sobre todo, han "elaborado" juicios, bases, ideologías... muy diferentes, en las que se apoyan para valorar lo que hacemos. No hay dos juzgadores iguales. (Y cuanto más cultos más sacos tienen a la espalda, más elementos de connotación filtran y con ello adulteran nuestro "producto", seguramente incluso mejorándolo).
(En todo caso, ¿a mí de qué me sirve que alguien mejore mi obra con su lectura si con ello llega a un lugar al que yo no quería conducirlo?)
Esto tiene un aspecto muy malo y muy feo, que podría resumirse en que ninguna obra tiene validez intrínseca, sino solo la que le dé el lector o el observador, y ningún mensaje tiene verdad o sabiduría, sino solo interpretaciones (y no hay más que ver Twitter o cualquier tertulia de radio y televisión; cómo se tergiversa todo, cómo se hacen interpretaciones que no fueron las deseadas por quien emitió el mensaje). Siguiendo por este camino postmoderno y desconstructivista, nada tiene sentido. A la porra todo. ¿Para qué intentar hacer nada? "Comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1 Corintios, 15: 32).
Según eso nada sirve para nada: La novela que estoy terminando de escribir vale tanto como el Quijote y el Quijote tanto como mi novela. Las Meninas y el cuadro más torpe son buenos en cuanto que sugieren cosas, y seguramente el malo sugiera más cosas que Las Meninas. Por lo tanto, ¿para qué todo esto? ¿Para qué nada?
Pero, además de ese aspecto malo, tiene virtudes que hay que buscar. Leer a Faulkner y a Ribeyro, y relacionarlos más allá de lo razonable, tiene que valer para disfrutar de ambos como antes no podríamos haberlo hecho, aprender de los dos y, sobre todo, de nosotros mismos, que buscando comparaciones e influencias nos hacemos más inteligentes y más críticos. Enriquecer sus obras con este metalenguaje y esta metacrítica ha de ser eso, un enriquecimiento, un lujo. Y si en el proceso se cuela un autor mediocre y hacemos de él una lectura desaforada, injustamente buena, desproporcionadamente favorable, pues mejor: Así ganamos todos. Su obra seguirá siendo mala para la mayoría, pero ¿y lo bien que lo hemos pasado con ella? ¿Y lo que la hemos disfrutado? Eso no puede ser malo.
Según eso nada sirve para nada: La novela que estoy terminando de escribir vale tanto como el Quijote y el Quijote tanto como mi novela. Las Meninas y el cuadro más torpe son buenos en cuanto que sugieren cosas, y seguramente el malo sugiera más cosas que Las Meninas. Por lo tanto, ¿para qué todo esto? ¿Para qué nada?
Pero, además de ese aspecto malo, tiene virtudes que hay que buscar. Leer a Faulkner y a Ribeyro, y relacionarlos más allá de lo razonable, tiene que valer para disfrutar de ambos como antes no podríamos haberlo hecho, aprender de los dos y, sobre todo, de nosotros mismos, que buscando comparaciones e influencias nos hacemos más inteligentes y más críticos. Enriquecer sus obras con este metalenguaje y esta metacrítica ha de ser eso, un enriquecimiento, un lujo. Y si en el proceso se cuela un autor mediocre y hacemos de él una lectura desaforada, injustamente buena, desproporcionadamente favorable, pues mejor: Así ganamos todos. Su obra seguirá siendo mala para la mayoría, pero ¿y lo bien que lo hemos pasado con ella? ¿Y lo que la hemos disfrutado? Eso no puede ser malo.
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(1).- RIBEYRO, Julio Ramón, La tentación del fracaso. Diario personal (1950-1978), Seix Barral, Barcelona, 2003, pp. 681.
(La cita es del día 24 de abril de 1961, pp. 230-231).
(2).- No tiene mucho sentido que os explique nada sobre Pierre Menard. Lo que sí me atrevo a recomendaros con todas mis fuerzas es que si no la habéis leído todavía leáis la narración "Pierre Menard, autor del Quijote", de Jorge Luis Borges, y que si ya la leísteis la releáis ahora. (Está en su libro Ficciones).
"El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor". Es la frase final del ensayo "La muerte del autor", de Rolan Barthes, que enlaza directamente, aunque de una forma, digamos, más espesa, con lo que tú estás planteando en tu entrada. Leí ese texto el año pasado, en la asignatura "Últimas tendencias del arte" de la Uned, junto con muchos otros que planteaban que la obra de arte no lo es tal si no tenemos en cuenta la reacción del público que la observa, y que esa reacción no es la misma hoy que la del público de hace quinientos años, por ejemplo. Existe una tendencia, un grupo de críticos de arte que reivindica imaginar cual sería la reacción de un hombre del medievo que contempla una gárgola, por ejemplo, con todas sus connotaciones, comparada con la reacción actual. Una entrada muy interesante, José Ramón, da mucho que pensar, y sí, voy a volver a leer a Borges, que siempre ha estado ahí formando parte de mi conciencia. Muchas gracias por tan magnífica exposición.
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