La escritora estadounidense Ayn Rand (nacida a su pesar en Rusia) escribió una novela melodramática y un tanto exagerada (¿o histérica?) titulada El Manantial (The Fountainhead), que trata de la integridad moral de un arquitecto que cree en su arquitectura y no quiere plegarse a los gustos de la masa. Todo el mundo dijo que ese arquitecto era un alter ego de Frank Lloyd Wright, pero la autora siempre lo negó. (Aunque es evidente que es Wright, un Wright más urbano y más mundano, pero igual de cabezota e intransigente. Era tan evidente que hasta Wright fue al estreno de la película, escoltado por sus aprendices, pero a la mitad se marchó bufando, ondeando la capa, enarbolando el bastón y echando espumarajos por la boca).
La novela, con todo, está bien. Tiene algo morboso, y a los viciosos de la arquitectura nos encanta. Pero lo que sí que está requetebién es la película. Con Gary Cooper haciendo de Frank Lloyd Wright, digo de Howard Roark.
Se pasa toda la película haciendo versiones cutres y horteras de edificios de Wright (aunque Aynd Rand lo niegue), y en esta escena que vemos ha hecho una castaña inspirada en Mies van der Rohe, pero muy mala. Bueno. Eso es lo de menos. La escena está muy bien:
Si os dais cuenta, al parecer se trata sólo de qué vestidito le ponen, como a aquellas muñecas recortables de papel, que se le superponía uno u otro vestido según la ocasión.
La cosa es demasiado zafia. ¿Por qué les gusta a los clientes el proyecto si no les gusta en absoluto? Bueno, no se trata de ser muy fino, sino de que la idea quede clara y que cualquier espectador se sienta implicado en ese problema tan sutil: el de la integridad lingüística del arquitecto moderno. Y, la verdad, estos tíos de Hollywood eran buenísimos. A mi me convencen.
El caso es que, como veis, el protagonista renuncia al oropel y a la gloria, e incluso a la mera supervivencia. (Otro día os pondré los versos de escuadra y regla T de Wright, a ver si no es lo mismo).
Mientras Howard Roark permanece muy digno y muy íntegro en su estudio, pero sin comerse una rosca, a un piernas conocido suyo, al que nunca se le ha ocurrido una sola idea arquitectónica pero que es dócil y se pliega a lo que le manden, le encargan un magnífico proyecto de viviendas sociales, en las que hay que experimentar nuevas ideas arquitectónicas y constructivas, y no le sale nada. Así que va a verle y le pide por favor que le ayude. Vamos, que le haga el proyecto entero.
El nombre de Roark no aparecerá en ningún sitio. No disfrutará del éxito, ni de la fama. Da igual. Lo hará. El piernas le pregunta si lo hará por los humildes obreros que podrán acceder a una vivienda barata y digna. ¡No!, dice el quasi satánico orgulloso, ¡por la arquitectura! (Igual que el famoso artículo "In the Cause of Architecture", de Frank Lloyd Wright).
Pone sólo una condición: que nadie le adultere sus ideas; que las casas se construyan exactamente como él las diseñe. El inútil se lo garantiza.
Como se veía venir, al final las casas son adornadas con todo tipo de jeribeques neoclásicos, y Howard Roark, que no puede obtener ayuda ni justicia de nadie, las dinamita.
Le juzgan, y en el juicio suelta un alegato (una pieza maestra de la lógica satánica al servicio del individualismo antisocial) que ni el mismo actor entendía bien (y se le nota un poco), pero que queda de fábula y que todos los arquitectos deberíamos aprender de memoria.
Vi este discurso de defensa varias veces en casa de Fullaondo, que indefectiblemente paraba el vídeo y metía este otro discurso a continuación:
El lenguaje de Cantinflas deconstruye el problema, disuelve el delito en una lógica muy similar a la de Howard Roark. Nos reíamos mucho. Incluso en un determinado plano poníamos la imagen de Gary Cooper con el sonido de Cantinflas. Funcionaba muy bien.
¿Cuél es, por tanto, el hilo expositivo?
Igual que en la primera escena todo el problema de la arquitectura parece consistir en colocar un vestido decente sobre la (¿inmoral?, ¿obscena?) desnudez de la estructura, también parece como si la dialéctica consistiera meramente en elegir una palabrería que vistiera una verdad desnuda (¿o una mentira tosca?).
Es sólo una cuestión de lenguaje.
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