El otro día la arquitecta y profesora @jblPaz, del estudio PAZ+CAL, puso en Twitter un excelente edificio (no suyo) de Toledo, y yo lo apoyé y lo intenté difundir, y aproveché para decir que mucha gente admira la arquitectura toledana de siglos pasados y no sabe que la ciudad imperial también tiene excelentes edificios contemporáneos.
Ella se sumó dando una lista de magníficos arquitectos actuales que tienen obra en Toledo, pero, naturalmente, se excluyó por modestia. Yo creo sinceramente que PAZ+CAL son de los mejores y así se lo dije, y, como no lo había hecho ella, puse fotos de su Consejería de Educación de Castilla-La Mancha, en la calle del Río Alberche, de Toledo.
Y los dos nos acordamos de un artículo que escribí hace muchos años. Ella lo conserva, cosa que me honra, y me lo pasó.
Lo leo y, esté mal o bien escrito, creo que cuenta algo muy interesante sobre la relación de los arquitectos con las administraciones públicas, y pienso que aunque ya tiene dieciséis años (qué barbaridad) sigue valiendo porque lo que cuenta es eterno.
Os lo pongo. Apareció en la ya desaparecida revista Ecos, de Toledo, en el número del 20 de febrero de 2004. (Se nota su edad, por ejemplo, cuando aún estoy tan desorientado con la supresión de la ché y de la elle, pero lo dejo tal como lo escribí entonces).
Las letras vaciadas
Hace unos días el Colegio de Arquitectos organizó una visita a las obras de la Consejería de Educación, en el barrio del Polígono, en Toledo. Nos reunimos allí un grupo de compañeros (y, sin embargo, amigos), y esperamos unos minutos a que comenzara la visita.
Hace unos días el Colegio de Arquitectos organizó una visita a las obras de la Consejería de Educación, en el barrio del Polígono, en Toledo. Nos reunimos allí un grupo de compañeros (y, sin embargo, amigos), y esperamos unos minutos a que comenzara la visita.
Había
algo muy apropiado para entretener nuestra espera: La explanada de acceso
estaba poblada por letras grabadas, vaciadas en la solera de hormigón, que,
aparentemente, no significaban nada. Estaban sueltas, pero seguían pautas
paralelas, lo que invitaba a intentar descifrar un posible mensaje buscando
lecturas en horizontal o incluso en vertical, al derecho y al revés. Nada.
Imposible. Aquello parecía ser un mero recurso gráfico: utilizar las letras
como objetos decorativos haciendo una analogía entre la Consejería de Educación
y el aprendizaje, las primeras letras, los textos, la cultura... Bien; pues
vale.
Reconozco
que tengo sensaciones contradictorias ante el uso, tan de moda, de las letras
como objeto de diseño y de consumo. Por una parte, las letras son fascinantes
gráficamente, como objetos formales, y nos dan la impresión de que siempre han
existido. (¿Quién se atrevería a inventar una letra nueva?). Y para las
veintitantas letras existentes (ya no sé el número exacto, después de lo de la “che”
y la “elle”) hay mil diseños tipográficos, tan diferentes que parece mentira
que se refieran a las mismas letras, y sin embargo éstas son reconocibles por
debajo o por detrás del diseño. Por ello, qué bonito resulta emplear las letras
como bellos objetos decorativos, o como ensalmos, talismanes o amuletos
mágicos.
Pero,
por otra parte, una letra sin significado tiene algo de monstruoso, como un
residuo mutilado y mutante. Uno ve una “a” y dice “a”, aunque sea en silencio.
Suena “a”, y se queda en nada, en un miembro desgarrado de su cuerpo. ¿Es la
“a” de “amor” o es la “a” de “arenque”? Con las letras conviene ser serio,
tomárselas en serio. Ya sé que ahora, en plena postmodernidad, da igual ocho
que ochenta, y lo que priva es la desconstrucción del mensaje, la descontextualización del signo, la
ambigüedad de los significados, el fin de la razón, el pensamiento débil y todo
eso. Pero, a fuerza de relajar nuestra capacidad crítica y nuestro rigor, y a
fuerza de avergonzarnos de la dureza que conlleva el racionalismo, hablamos con
entusiasmo del pensamiento débil cuando en realidad deberíamos hablar con dolor
de la debilidad del pensamiento.
Todos
los asistentes a aquella visita estábamos intrigados por las letras, y, uno
detrás de otro, les pedíamos a los autores, José Ramón González de la Cal y
Josefa Blanco Paz (PAZ + CAL), que nos resolvieran el misterio.
La
explicación, como de costumbre, es bastante más trivial, pero muy
aleccionadora.
Efectivamente,
los arquitectos pensaron en la relación entre cultura y texto, y dispusieron
uno para ser escrito en la explanada de entrada del edificio. Después cayó en
sus manos una lista de las diez palabras más bellas del español, según una
encuesta entre escritores organizada por un medio de comunicación. Eran palabras
muy hermosas, y los arquitectos pensaron que podían aparecer a la entrada del
edificio para dar la bienvenida a quien acudiera.
Pero
la arquitectura es un arte muy raro cuyo autor ejerce para otros. Los dueños de
las obras no tienen por qué estar de acuerdo con los arquitectos que se las
hacen, y muy a menudo no lo están. Y además, en una obra pública el dueño es el
ciudadano, ese ente abstracto a quien representan los políticos, quienes a su
vez tienen que apoyarse en los funcionarios para poder llevar a cabo su misión.
Total,
que los arquitectos proponen lo de escribir en el suelo las diez palabras y
chocan con una estructura laberíntica de políticos y funcionarios. Nadie está
ahí para ocuparse de esas cosas. Unos pasan del asunto con notable desinterés,
y otros no se atreven a tomar una decisión. Muchos opinan y hablan, pero no
terminan de decidirse ni de decidir. Alguien se pone nervioso porque en la
lista hay una palabra peligrosa. No es que quiera prohibirla, pero es que,
claro... él solo no se atreve. Habría que nombrar una comisión... Todos
coinciden en que ninguno de ellos teme a la palabra peligrosa, pero no saben si
alguien más alto que ellos puede montar en cólera si la autorizan. Y la solera
de hormigón hay que hacerla ya, y la obra no puede esperar... ¿Qué hacer? (Vaya
un problema tan antipático surgido por la chorrada de unos arquitectos; como si
allí en la Consejería no tuvieran suficientes problemas de los de verdad, mucho
más importantes y más reales).
Los
arquitectos proponen entonces dejar letras sueltas sin sentido, sólo como
símbolos y bellos objetos de diseño, tal como hemos dicho antes. Todos respiran
con alivio.
Al
final, las letras que han quedado son los restos de las diez palabras, a las
que se les han entresacado las otras letras para que no se puedan leer. Con un
poco de paciencia y de imaginación, seguro que es usted capaz de adivinarlas.
Yo me las sé porque pude ver en un descuido un plano sin censurar, y les
aseguro que son diez palabras muy hermosas.
Si son aficionados a los pasatiempos, seguro que les entretiene acercarse a la Consejería de Educación y averiguar las diez palabras. A ver cuál es la peligrosa.
Addenda 14-03-2020
Mi amigo Francis me ha pedido si podía pasarle una foto aérea de estas letras, y como no le puedo negar nada aquí se la pongo a él y os la pongo a vosotros. Sacada de Google Maps.
Podéis jugar a ver cuántas palabras averiguáis.
La peligrosa es la primera, por supuesto:
ResponderEliminarLibertad
Muy buen artículo
Muchas gracias.
Eliminar"claridad", la segunda...
ResponderEliminarLa tercera... ¿Luz?
ResponderEliminarNo se ve la última letra.