Dedicado al ingeniero Carlos Blanco Gutiérrez,
por su interés y generosidad en su colaboración.
(Todas las fotos que aparecen, menos la que digo,
me las ha mandado él, y bastantes más que no pongo).
Cada vez estoy más convencido de que hay que hacer una suerte de TripAdvisor dedicado exclusivamente a los aseos de los establecimientos.
por su interés y generosidad en su colaboración.
(Todas las fotos que aparecen, menos la que digo,
me las ha mandado él, y bastantes más que no pongo).
Cada vez estoy más convencido de que hay que hacer una suerte de TripAdvisor dedicado exclusivamente a los aseos de los establecimientos.
Que en un restaurante las carnes estén muy tiernas o tal vez algo secas, que asen los pimientos muy bien o no tanto, que la carta de vinos sea excelente o mediocre, o que el rodaballo sea una obra de arte o un apaño sin fuste no me interesa tanto, en definitiva, como que los aseos sean una instalación decente o la puerta del infierno. Comer, sé que voy a comer, algo mejor o algo peor, pero al fin y al cabo comeré. No hay nada que una cerveza bien fría no pueda ayudar a engullir. Pero mear... y... (lo otro)... ¡Ay, Dios! ¿Podré conseguirlo? Y, sobre todo, ¿podré conseguirlo sin dejar en ello buena parte de mi integridad física y moral?
Esta foto la hice yo después de haber empeorado aún más la situación:
Intentando no pisar un charco creo que colaboré a hacer otro.
Intentando no pisar un charco creo que colaboré a hacer otro.
Lo de los aseos en locales de pública concurrencia es un tema tremendo. En algunos casos nadie se explica por qué la autoridad competente no ha cerrado el negocio hace unos cuantos lustros.
Uno de los records, el de salpicoteo de calzado, se lo llevó la discoteca del Fraile, de Seseña, que duró (o yo en ella) hasta 1985, más o menos. Era una nave almacén semiacondicionada. Una verdadera distopía que hoy seguro que estaría en el top de la moda y del glamour indie o hipster. No la describiré. Tan solo señalaré que en los aseos de chicos había una batería de urinarios cuyo desagüe era a chorro libre. De cada urinario colgaba una manguera verde de las de regar, que terminaba a veinte centímetros del suelo y escupía tu orina directamente contra tus zapatos. Se pretendía que lo hiciera a una canaleta de mortero bruñido que corría por el encuentro del suelo con la pared, pero caía más fuera que dentro. Los meadores, conocedores de este efecto (excepto algún novato, que siempre los había) nos poníamos a obrar lo más lejos posible de los urinarios, con lo que tal vez salvábamos nuestros zapatos, pero empeorábamos aún más el chapoteo del suelo. Qué asco.
Pero poco después de mis experiencias en lo del Fraile tuve la oportunidad de conocer un sitio de moda en Madrid: de modísima y carísimo: El Teatriz, un antiguo teatro acondicionado y decorado por el entonces famosísimo Philippe Starck. (¿Dónde estará ahora? ¿Qué habrá sido de él?). Un sitio pijísimo, exquisitísimo y postmodernísimo donde yo, que soy más bien campechano y bruto, me estaba encontrando muy incómodo hasta que por fin fui al aseo a orinar. Ahí ya me vi como en mi pueblo, y actué con el aplomo y la seguridad que da la experiencia.
Al entrar, el multilavabo era como una mesa de billar o un futbolín grande. Costaba unos segundos saber de dónde manaba el agua y por dónde se iba, y otros más decidir si te querías lavar las manos o preferías hacer la croqueta sobre él. Pero con los urinarios no había duda: Desde el primer instante me vi en la discoteca del Fraile: Una lámina de agua caía resbalando sobre una plancha de acero inoxidable que forraba la pared. Lo único que tenías que hacer tú era buscar un hueco libre entre los meantes ante esa pared, ponerte y sumar tu caudal al que ya caía.
Conocedor de las técnicas necesarias para salvar mi calzado grité a los demás: "¡Ojocuidao!" mientras me bajaba la bragueta a un par de metros de la cascada. (Yo era joven entonces).