Hoy se cumplen diez años, y no quiero hablar de cosas que no entiendo ni de odios que no quiero sentir.
Hoy solamente quiero hablar de arquitectura.
Las Torres Gemelas de Nueva York no eran edificios de un diseño exquisito ni tenían una gracia especial. Vamos, eran muy sosas. En la escuela nadie las defendía. Todos estábamos fascinados por el Empire y, sobre todo, por el Chrysler. Habíamos comentado en clase la famosa ilustración en que ambos rascacielos están en la cama, en la portada del Delirious New York, no sabíamos si "antes de", "después de" o "incapaces de". (Los veíamos algo flaccidos y desganados. El 'delicadísimo' detalle de incluir el zeppelin de Goodyear como preservativo desinflado y desanimado parecía anular la hipótesis del "antes de", pero a mi juicio reforzaba la del "incapaces de").
Obviamente, el hombre era el Empire, y la mujer el Chrysler.
Y, también obviamente, nosotros éramos tan inteligentes y tan ingeniosos, y tan listos...
Las Torres Gemelas, por el contrario, eran sosotas. No tenían mucho valor arquitectónico que dijéramos.
Pero tenían dos cualidades muy importantes: Eran muy grandes y eran iguales.
La dualidad operaba una especie de fascinación o de hipnosis. Y la enorme altura no digamos.
Tal vez su diseño no fuera de una inspiración brillante, pero estaban perfectamente integradas en el skyline de Manhattan, y lo lideraban y caracterizaban.
Además, eran bastante sencillas en su diseño. Sabedoras de que con su estatura llamaban la atención de todo el mundo, habían prescindido de acicalamientos superfluos.
Conocí Nueva York en abril de 1990, durante siete días. Tuve la suerte de subirme a las torres por la mañana y otra vez por la noche el primer día de mi estancia. Fue un acierto, porque el resto del tiempo estuvo lloviznando y nublado y no se veía absolutamente nada. Fue emocionante subir medio kilómetro en pocos segundos, en un ascensor que comprimía el aire de su tubo de tal forma que cuando te desembarcaba arriba salía un chorro a presión por las rendijas.
Fue tremendo ver un rascacielos rojizo o rosado allá abajo, abajísimo. Un pedazo de rascacielos más o menos como la Torre Picasso de Madrid quedaba como la caseta del perro allá a lo lejos, a tus pies.
Era emocionante recorrer las cuatro fachadas acristaladas, los trescientos sesenta grados de la planta mirador, gastando varios carretes de diapositivas, sintiendo aquel gozoso vértigo, aquella sensación de poderío y de confianza, aquella admiración por personas que se ponían a construir aquellos monstruos, sin miedo. Y era tremendo ver al lado a su hermana gemela.
Escribo esto como homenaje a un bello recuerdo, a un hermoso día lleno de optimismo.
En algún reportaje de esos que hacen quienes lo saben todo (pero confunden centímetros cúbicos con hectómetros cúbicos, y acaban midiendo en campos de fútbol) se comentó la poca fiabilidad del sistema estructural de las torres. Acaso haya que señalar lo obvio, que aquellas estructuras supuestamente incompetentes estuvieron en pie, impertérritas y sólidas, durante treinta años (soportando incluso un atentado con explosivos en el sótano), y que tras los dos impactos brutales, que segaron buena parte de su estructura vertical, siguieron en pie. Mecánicamente aguantaron contra toda mi comprensión y entendimiento. Sólo cayeron porque no pudieron resistir más de una hora y pico el incendio de varios miles de litros de keroseno.
Bueno, pues todavía algunos culpaban al bueno de Yamasaki de alguna incompetencia en los sistemas de estructura, de extinción y de evacuación. Qué audaz es la ignorancia. A este hombre le podríamos acusar de poco inspirado (por cierto, la mencionada Torre Picasso de Madrid también es suya), pero no de poca profesionalidad ni de no saber hacer su trabajo.
Démosle al menos dos puntos por eso.
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