Hace muchos años Miguel Fisac vino a la Escuela de Madrid a dar una charla. Fue una charla íntima, a última hora de la tarde, en un grupo perdido de Análisis de Formas, y no seríamos más de quince alumnos escuchándole. (¡Qué desperdicio!).
Era un hombre muy apasionado, nervioso, que hablaba muy bien. Quiero decir que transmitía entusiasmo. Se exaltaba y se cabreaba, y se le entendía todo.
Entre otras cosas, dijo que él había sido un lecorbuseriano convencido hasta que visitó el Pabellón Suizo en París. Allí probó la escalera y se le cayeron los palos del sombrajo.
¿Por qué había hecho Le Corbusier una escalera torcida, incómoda? ¿No era un funcionalista? ¿No era suya aquella famosa frase de que la casa era una máquina de habitar?
Pues había traicionado sus principios y se había traicionado a sí mismo, porque en vez de a los racionalistas designios de la máquina había sucumbido al capricho.
(si pinchas el dibujo de las plantas lo verás más grande).
Muchos de nosotros hemos hecho a veces escaleras torcidas, y más que retorcidas. La forma del solar, su estrechez, etc, obligan a veces a hacer cosas raras. Pero Le Corbusier tenía todo el solar que quería, y la comodidad suficiente para hacer la escalera de otra manera.
El comienzo de la escalera en planta baja es una contracurva que está muy bien. Es un elemento de "enganche" desde el vestíbulo, y puede ser muy agradable esa suave y breve sinuosidad para empezar a subir o terminar de bajar. Pero es que, además de ese gracioso empiece -o final-, todos los tramos de escalera están oblicuos, y eso nos obliga a subir de media anqueta o a atrochar en diagonal. Esto último lo podremos hacer cuando estemos solos, pero cuando haya tráfico (y en este edificio lo hay a menudo) no podremos acortar y habrá un montón de gente trepando de lado como palomos cojos o como chiquitos de la calzada (sujetándose las lumbares y todo).
Pues porque Le Corbusier, afortunadamente, no es un funcionalista. Es un artista plástico.
Y lo ha sido siempre, y en todos sus proyectos, por más que hable de la luz, de la funcionalidad de los brise-soleils o de la orientación, lo hace como excusa para justificar sus intuiciones formales, sus brillantes ejercicios formales que no se pueden consentir si no se justifican racionalmente. Y esta escalera, lo siento mucho, no tiene justificación alguna. Es sólo plástica, es sólo hermosa, es sólo divertida, es sólo sugerente, es sólo intrigante, es sólo emocionante. Qué pena. Sólo eso.
Y lo ha sido siempre, y en todos sus proyectos, por más que hable de la luz, de la funcionalidad de los brise-soleils o de la orientación, lo hace como excusa para justificar sus intuiciones formales, sus brillantes ejercicios formales que no se pueden consentir si no se justifican racionalmente. Y esta escalera, lo siento mucho, no tiene justificación alguna. Es sólo plástica, es sólo hermosa, es sólo divertida, es sólo sugerente, es sólo intrigante, es sólo emocionante. Qué pena. Sólo eso.
Porque merece la pena subir una escalera torciendo las caderas si a cambio uno se lo pasa bien.
Y porque la arquitectura ha de ser racional (no necesariamente racionalista, que es un "ismo" como otro cualquiera, pero sí racional, porque es fruto de la razón humana). Y esa racionalidad debe incluir la emoción, el placer, el juego y la plasticidad.
Soy racional, incluso soy racionalista, y me molestan profundamente los caprichos injustificados y los "porque sí". Pero, claro, me molestan cuando no tienen gracia. Por el contrario, cuando la tienen son muy buenos. Ya, claro, ¿y cuándo la tienen? No lo sé explicar. En ese no saber explicarlo está todo el misterio.
Me gusta la reflexión a la que invita el último párrafo porque más de una vez lo he pensado, ¿cuándo está justificado el capricho? Es algo que a mí me intriga, ¿por qué me gusta el capricho en esta o aquella obra, o en este o en aquel arquitecto, y en cambio en este otro edificio o arquitecto me desagradan?
ResponderEliminarY la clave está en la gracia... porque no es lo mismo tener gracia, que hacerse el gracioso.