Acabo de terminar de leer este libro:
Es de una jovencísima escritora belga, Charlotte Van den Broeck, que hasta ahora solo había escrito poesía. Esta es su primera obra en prosa y demuestra un dominio sorprendente para ser su debut.
Son trece relatos de suicidios de arquitectos, y me interesó en cuanto supe de su existencia porque lo asocié mentalmente con mi libro Necrotectrónicas, en el que contaba veintitrés muertes de arquitectos (aunque solo una por suicidio).
Pues bien: el libro no era como esperaba (si es que sé qué esperaba en concreto), pero me ha gustado mucho (seguramente incluso más de lo que esperaba, si es que sé qué esperaba en concreto). La autora no cuenta trece historias asépticamente, desde fuera, sino que nos cuenta su propia historia, la historia de cómo afronta el proyecto de este libro, de cómo lo va desarrollando sin estar segura de si va a ser capaz de terminarlo, y, sobre todo, nos cuenta qué le va pasando a ella mientras trabaja en esta obra.
Va a visitar cada una de las trece obras que forman el libro, y narra dónde se aloja, qué come, quién la acompaña y qué otras historias se cruzan por el camino, distrayéndola o desviándola de su objetivo. Al final lo que estamos viendo es a una joven que tiene un proyecto entre manos y que duda de si lo está haciendo bien y de si va a ser capaz de terminarlo. Y lo que se nos queda es la necesidad que nos autoimponemos de realizar cualquier cosa. Por lo demás, el resultado es más que satisfactorio.
La idea clave es contarnos trece fracasos profesionales que empujaron a sus autores a quitarse la vida. Luego no es así. De los trece casos hay algunos en los que la gente empezó a decir que el arquitecto se había suicidado, y eso ha quedado en el vago imaginario, pero no era verdad. En otros el arquitecto se suicidó, pero no por el fracaso de ninguna obra, sino por otros motivos que no tenían nada que ver. Y sí, sí que hay unos pocos, muy pocos, en los que la vergüenza, la culpa, la tragedia de su obra fallida llevaron al autor a quitarse la vida.
Me llama la atención lo del imaginario colectivo de arquitectos suicidas, la facilidad con que, ante cualquier fallo de un edificio, cualquier disfuncionalidad o cualquier diseño que a la gente le parezca feo o pobre, la población suelta con toda seguridad que el arquitecto se ha matado. Parece que en la arquitectura eso debería ser lo normal, lo esperable por los usuarios. Ante un billete de avión con la fecha cambiada nadie espera que el empleado de la agencia de viajes se corte las venas, pero parece que ante un campanario torcido el arquitecto no puede ni debe hacer otra cosa que lanzarse al vacío desde lo alto. (Porque hay que decir que bastantes de los suicidios inventados por el vulgo lo son por fallos que tampoco tienen tanta importancia). Bendita profesión. La gente cree que es lo menos que debemos hacer. (Conté aquí una historia toledana sobre ese tema).
Me ha gustado mucho que el único suicida de mi libro, Borromini, salga también en este. Por otra parte es el arquitecto más famoso, con gran diferencia, de todos los que aparecen en él. La autora lo cuenta muy bien, pero relaciona su suicidio con San Carlino de las Cuatro Fuentes porque necesita focalizarlo en algún edificio. Habla de sus pugnas con Bernini, el gran triunfador siempre, de sus depresiones, de su sensación constante de fracaso, que en esta obra (formidable y genial se mire como se mire) se concretó en infinitos retrasos, interrupciones, faltas de interés de los promotores... todo problemas y decepciones para su autor; una de las muchísimas gotas que colmaron su exiguo vaso.
Y me ha emocionado la historia del colapso del teatro Knickerbocker de Washington, D.C. por la enorme nevada del 27-28 de enero de 1922. Su arquitecto, Reginald W. Geare, un prometedor y exitoso profesional, fue juzgado como posible responsable de la muerte de noventa y ocho personas y de las heridas y mutilaciones de otras ciento treinta y tres. Aunque finalmente fue absuelto, él sí se sentía culpable. El relato nos cuenta cómo repasaba una y otra vez los cálculos de la estructura y cómo se echaba en cara constantemente haber transigido con algunas modificaciones en obra, debidas a la escasez de materiales por la Primera Guerra Mundial, que nunca debió consentir.
Qué enorme losa sobre sus hombros y sobre su conciencia. Aunque los jueces finalmente no le pidieron responsabilidades, los ciudadanos sí lo hacían. Y él mismo también. Dejó de recibir encargos, dejó de llevar la vida respetable que llevaba. Se fue hundiendo más y más. Acudía a su estudio a dibujar lo que nadie le había encargado. Era una forma de pasar el tiempo y de sentir que sabía hacer algo. Y finalmente, cuando ya parecía que se iba acostumbrando a esa rutina sin horizonte, cinco años y medio después de la tragedia abrió la llave del gas y se acostó.
Durante cuarenta años he hecho proyectos y dirigido obras, y me ha pasado de todo. Casi todo bueno, pero algún disgusto sí que me he llevado. Yo soy de los que se toman estas cosas muy a pecho, y he pasado noches sin dormir, dando vueltas en la cama, aterrorizado, descorazonado y sin ver una mínima luz de esperanza. Y eso que mis penas han sido infinitamente menores que las del Reginald Geare. Si me hubiera ocurrido una desgracia como esa no sé qué habría hecho. Maldita profesión de mierda.
Comparto completamente tu escrito, y muy concretamente el último párrafo, también he pasado muchas noches sin dormir, en mi caso, más de treinta años de profesión y de responsabilidades. El ejercicio de la arquitectura es durísimo y da muchas satisfacciones. Afortunadamente la memoria procede con su acción protectora y hace que recordemos mucho mejor lo positivo que lo negativo y luego, que nos quiten lo "bailao" que con este bailoteo continuaremos con la lucidez que nos han dado los proyectos y las obras.
ResponderEliminarUn saludo.