El prodigioso pabellón de España de la Expo 58 de Bruselas, de los arquitectos José Antonio Corrales Gutiérrez y Ramón Vázquez Molezún, después de despertar el interés y la admiración de todo el mundo arquitectónico fue desmontado (es lo que pasa casi siempre en estos casos) y reimplantado en la Casa de Campo de Madrid, donde tuvo un papel poco destacado y acabó abandonado, maltratado y destrozado (algo que también suele pasar)(1).
Entre los intentos fracasados de uso, el desinterés y la vandalización, Juan Daniel Fullaondo contaba a menudo(2) una pequeña anécdota personal, pero que me parece muy gráfica:
Fue a visitarlo a la Casa de Campo. Se adaptaba a la pendiente del terreno banqueándose sobre unos muros de ladrillo. Fullaondo dice que "algún ingenio local había perforado ese paramento, creando una especie de gruta, con un letrero pintado a mano con pintura negra sobre el ladrillo, que proclamaba orgullosamente bajo el bosque de capiteles exagonales: 'Hay rabas y callos a la madrileña'. A eso se llama sabor local".
Dice después que aún no ha conseguido reponerse. Es que es difícil. Es muy difícil reponerse a la vandalización de una admirable obra maestra y a la pertinaz constatación de lo poco que importa la arquitectura no ya a los emprendedores hosteleros locales, sino a los poderes públicos, a los ciudadanos, a todo el mundo.
En este caso concreto, yo creo que desde el primer momento, menos a la reducida y selecta comisión que eligió la propuesta de Corrales y Molezún para hacer el pabellón español, a nadie más les pareció que "eso" fuera arquitectura. Ay, otro gallo habría cantado si el pabellón hubiera tenido ladrillería neomudéjar, tan española, tan patriota.
Un ejemplo tonto -pero es que no doy para más- es que muchos países celebraron filatélicamente la expo luciendo con orgullo su pabellón patrio en sus sellos, pero nosotros no: en los dos que emitimos -80 céntimos y 3 pesetas- pusimos el logotipo de la expo(3).
Por las mismas pienso que a alguien bien intencionado (y ahorrativo) se le ocurrió que, una vez finalizada la expo y desmontado el pabellón, sus piezas se podrían traer a Madrid y montarlas de nuevo para un uso estable. El pabellón, formado por ingeniosos elementos de planta hexagonal, era tan versátil que podía adquirir una nueva forma adaptándose al emplazamiento madrileño. Y respondió muy bien, solo que no sabían qué hacer con él ni les importaba.
No me escandalizo: si la arquitectura no tiene uso se muere, y si un nuevo uso es dispensar rabas y callos pues bienvenido sea. No soporto esos templos impolutos que salen en las revistas y en los libros de arquitectura: casas en las que no vive nadie, muebles limpios y muy colocados, revistas (de arte, por supuesto) perfectamente alineadas, menos una girada treinta grados, sobre una mesa. No; en una casa hay niños, perros, juguetes, trastos, y la buena arquitectura los acoge y los potencia. Por eso yo defenderé siempre las rabas y los callos. Solo que hay formas y formas, y por desgracia siempre triunfa la desidia, la entropía, el brochazo de pintura negra en un muro reventado: "Hay rabas y callos a la madrileña".
Si de verdad en el reubicado pabellón de los hexágonos de la Casa de Campo se hubieran servido rabas y callos a la madrileña se habría salvado y habría triunfado, y todos los de Madrid y alrededores habríamos ido bastantes veces a él a pasar buenos ratos.
Tenemos que ser conscientes de que tiene que haber rabas y callos. No podemos ni siquiera soñar con una intervención en la arquitectura (una reforma, una rehabilitación, una reconstrucción, una adaptación, e incluso la mera habitación y el mero uso) que no esté bien provista de rabas y callos. Las rabas y los callos están muy ricos, y son la salsa de la arquitectura. Sin rabas ni callos la arquitectura se muere.
Lo malo es que con según qué rabas y según qué callos también. Al otro extremo del respeto reverencial que museíza los edificios y los mata (que a lo mejor fue el primer impulso al reconstruir el pabellón en Madrid, y no me gustaría nada que volviera a ser el de la actual rehabilitación) está la absoluta falta de respeto que los vandaliza y adultera hasta matarlos también.
A veces parece que, entre ambos extremos, la arquitectura es un delicado pececillo de colores, al que cualquier cambio de salinidad del agua, de temperatura, de acidez, lo mata. No; no es eso. Bastaría con que los callos y las rabas no estuvieran pintados a brochazos en un muro agujereado y roto a pìquetazos. Bastaría con que las rabas fueran razonablemente tiernas y estuvieran fritas en un aceite adecuado, y con que los callos fueran de esos que dejan los labios pegajosos, pero no de grasaza infecta, sino de sabroso aderezo y alegre zascandileo que nos alegrara las campanillas con honesto gozo y tierna delectación.
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