lunes, 22 de julio de 2019

El recopetín

Imaginaos una situación idílica: Tenéis suficiente dinero y tiempo libre para ir a cualquier lugar del mundo a ver y disfrutar lo que os dé la gana. Podéis montaros en un coche, en un tren, en un barco, en un avión y dirigiros a cualquier punto que se os ocurra marcar en un mapa, y ver cualquier cosa que exista.

Podéis ir al cañón del Colorado, a la estepa rusa, a la sabana africana, a las selvas de Nueva Zelanda. Podéis ver el Empire State, el monte Fuji, el Kilimanjaro, el Coliseo, la Ópera de Sidney, el Maracaná... ¿Qué elegiríais? Incluso podéis elegir varias cosas e irlas viendo ordenadamente una después de otra.

Cada uno tiene sus gustos y sus afinidades, y la prueba de ello es que todos los sitios que he dicho, y otros quinientos que dijera, están llenos de gente. Los turistas van con alegría a todos los rincones del mundo.

La cola del Everest

Pero si hay algo excelso, privilegiado, sublime, superferolítico, hipermegasensacional... en una palabra: el recopetín, es La Gioconda.

Es lo más de lo más de lo más de lo más de lo más.

-He estado en Motilla del Palancar.
-¡Que te frían un paraguas! ¡Yo he estado en el Louvre viendo La Gioconda!

No hay otra cosa como La Gioconda, ni otro pintor como... Bueno, eso ya no. (Lo aclararé en seguida).

Yo, aquí donde me veis con estas carnes tolendas que se ha de comer la tierra, he visto La Gioconda dos veces. Dos veces. La primera en 1980 (aproximadamente). Me decepcionó. Había una cola (tampoco demasiada) a la que te sumabas. Iba rapidita. En fila de a dos. Según iba llegando cada uno miraba unos pocos segundos, muy pocos, y se quitaba; de manera que la fila fluía. Cuando llegué al cuadro vi una urna con el frente de vidrio, me vi reflejado, intenté vislumbrar el cuadro que estaba al fondo de la oscura caja, no vi apenas nada (me seguía viendo yo) y me aparté. Eso fue todo. "¿Y esta es la maldita Gioconda? Pues vaya. Se ve mucho mejor en cualquier libro", me dije.

Al lado había otros dos Leonardos: La Virgen, el Niño y Santa Ana y San Juan Bautista. Colgados de la pared, sin urna, sin protección y sin nada. No los miraba nadie. NADIE. N-A-D-I-E. (Por eso he dicho antes que no hay otra obra como La Gioconda, de acuerdo, pero su autor no despierta mayor interés a la vista de lo que pasa en el museo parisino).

Iba con unos amigos. Vimos las salas egipcias, las griegas... Estuvieras donde estuvieras siempre había una flechita que indicaba "La Joconde". Si estabas viendo El escriba sentado y te decías de repente: "Quiero ver La Gioconda; ¿dónde estará?" alzabas los ojos y veías una flecha. Salías de la sala, avanzabas por un pasillo, tomabas una escalera (siempre viendo flechas, una detrás de otra), subías dos plantas, tomabas otro pasillo... Y al cabo de cuatro kilómetros encontrabas la cola de La Gioconda.

Qué aburrimiento: El museo de arte más rico y más amplio del mundo parecía no tener ninguna otra obra de interés. Quise ver los dos esclavos de Miguel Ángel y ni los vigilantes sabían dónde estaban. Al final, en una gran sala de esculturas revueltas, se cubrían de polvo y de olvido mezclados y amontonados sin que nadie los mirara.

La segunda vez que estuve en el Louvre fue hacia 1989, con mi mujer. Lo de La Gioconda estaba exactamente igual, y lo de los otros dos cuadros de Leonardo también. Los esclavos de Miguel Ángel habían mejorado muchísimo: Les habían dado una habitación propia, para ellos solos, cuyas paredes estaban paneladas con grandes reproducciones de los dibujos preparatorios. El montaje estaba precioso. En la sala estuvimos los dos solos el tiempo que quisimos, mientras que para La Gioconda tuvimos que hacer la correspondiente cola para vernos reflejados en el vidrio durante tres o cuatro segundos.

Volví una tercera vez a París hacia 2002, con mi mujer y mis hijos, pero ninguno tuvimos ya la menor gana de ver el Louvre. Nos acercamos, sí. La cola era enorme fuera de la pirámide de vidrio. No tenía sentido perder allí un día.

Pues bien: La estúpida pero aún tolerable cola ante La Gioconda que yo viví dos veces se ha convertido en esto:




No solo no puedo entenderlo, sino que me da un asco... Un asco de psicópata asesino.

¿Pero esto qué es? ¿Pero qué mierda es esta mierda? ¿Pero qué pretenden esos infelices, esos mermados, esos desgraciados, esos faltos, esos pobres seres? ¿Pero de qué va todo esto?

¿Pero qué mierdas de fotos están haciendo? ¿Pero para qué las hacen? Desde una octava o una décima fila, fotografiando al buen tuntún cabezas, brazos y muchos más teléfonos, y el pequeño misterioso bodrio allá, al fondo, encerrado en su urna (la han cambiado desde que estuve yo; ahora es mucho más amplia y el cuadro está más iluminado y no queda encajonado como antes).

Digo yo que después de tanta cola en la calle y luego dentro saldrán al fin con la satisfacción del deber cumplido y con la valiosísima y estúpida foto atesorada en su tarjeta de memoria.

Pues hala: El viaje a París ya ha merecido la pena. Ya podéis contarlo. Ya podéis decir que habéis visto el recopetín de los recopetines.
Solo que: 
1.- No lo habéis visto.
y
2.- No es el recopetín(1).

Ahora mismo están haciendo obras en el Louvre y se han llevado su joya a una sala de Rubens. Pobre Rubens. Con lo tranquilo que estaba y le han echado la jauría encima, tapándolo y despreciándolo.

Preparando el terreno para que llegue la marabunta. 

Hala. Ya han llegado.
Rubens no existe. Que le den. Solo existe la cola
serpenteando entre las cintas hasta llegar a la Gioconda.

Por otra parte, La Gioconda necesita una limpieza y una restauración desde hace bastantes años. Está muy oscura y muy amarilla por la suciedad y por el envejecimiento de los barnices.


La del Prado no se considera de Leonardo, sino una copia de su propio taller. Todo hace pensar que es muy fiable en cuanto al color. Es decir, que la original tiene que tener más o menos el mismo que la copia, y una buena limpieza se lo devolvería.

Van pasando los años y no se restaura porque los responsables no se atreven. Y no se atreven por dos razones: La primera es que durante los meses que duren los trabajos los turistas no van a poder ver el puñetero cuadro(2), y la segunda, y tal vez la más dura, es que el resultado va a ser muy diferente a lo que el público espera, y no le va a gustar.

Es decir: Es más importante no decepcionar al público y no ofrecerle algo distinto a lo que está acostumbrado a ver que mostrar la verdad y proteger la obra.

Vamos, el recopetín.


TO BE CONTINUED.
(En la continuación diré mi genial idea para acabar con el problema de La Gioconda en el Louvre. Y la daré gratis para que el director del museo la adopte y se lleve el mérito si quiere).


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(1).- Esto lo podríamos comentar otro día. Por hoy os aventuro que en mi (in)fundada opinión La Gioconda es probablemente el cuadro más icónico del mundo, el más famoso, el que más interpretaciones ha suscitado, el que más operaciones irónicas ha provocado en otros artistas...


Pero yo creo que, siendo un cuadro excelente, ni es el mejor de la historia del arte, como muchos creen, ni está entre los diez primeros, ni siquiera entre los cincuenta primeros. Este melón quizá haya que abrirlo en otro momento.

(2).- El Rijksmuseum de Ámsterdam está restaurando La ronda de noche, de Rembrandt, a la vista del público. Han montado una caja-sala protectora de vidrio para trabajar dentro de ella a modo de taller, de manera que los visitantes puedan ver cómo lo hacen. El espectáculo es más importante que el trabajo.

3 comentarios:

  1. Es una pena. El turismo se ha convertido en una especie de ornamento para la sociedad. Cuanto más viajes y más cosas veas más vales, aunque no te estés enterando de nada y solo quieras la foto. Lo hemos prostituido como hacemos con todo y ya no tiene ningún valor.

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  2. Hace mucho tiempo que el turismo es la peor plaga. El ser humano ha demostrado que es la especie más invasiva, y a estas alturas de siglo XXI ya deberíamos tener claro que deberíamos despegar el culo de los asientos de aviones, trenes, barcos, autobuses y coches, y dirigirlo como mucho a cualquier sitio donde nos puedan llevar nuestras piernas, relacionándonos y conviviendo con las personas del entorno. No tenemos capacidad de relacionarnos más que con un puñado de ellas. No pretendamos abarcar lo inabarcable, que es el mal de nuestro tiempo. Tenemos dos ojos, dos oídos, dos brazos y dos piernas, y según tengo entendido, va a seguir siendo así al menos una temporada.

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  3. Hace años, de visita en Roma, recuerdo la carrera de postas para llegar a la Sixtina. Miraba con incredulidad a los afanados compañeros de viaje pasar sin mirar lo que para mí fue una revelación, el primer sistema de información geográfica del que tuve noticia. Impresionante colección de mapas detallados y documentos relacionados. Llegamos a la dichosa capilla, prohibidas las fotos (el flash, se entiende), y en medio de la marabunta mirando al cielo quedé deslumbrado por los fogonazos y llegué pronto a la conclusión que miraría el techo en reproducción.

    Fue una revelación, decidimos dedicarnos a la arquitectura, la villa de Adriano y, más tarde, las de Palladio.

    Nunca más vimos los enjambres humanos y logramos disfrutar del viaje. Lección aprendida: si mucho se publicita, huye como de la peste. No vale la pena que la experiencia de ver una obra de arte incluya codazos, empujones u olor a humanos sin ducha. Degrada la obra y a quien la concibió.

    Visitar aquellos sitios poco contaminados y, para las obras más populares, existe la alternativa de libros y publicaciones que le harán más justicia a la obra que mirarla a través de un bosque de teléfonos y fogonazos con los respectivos reflejos.

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