jueves, 30 de noviembre de 2017

El estado de izquierdo y el aliento de mi gato

Vivimos en un “estado de derecho”, es decir: “bajo el imperio de la ley".
Esto, que nos da a todos los ciudadanos plenas garantías constitucionales y protege nuestros derechos y libertades cívicas, y que es algo tranquilizador para cualquier persona de bien, a menudo se hace no sólo muy incómodo, sino incluso bastante desorientador, ya que las leyes, que regulan todos -pero todos todos- los aspectos de nuestra vida, parecen escritas por una caterva de chimpancés con síndrome de abstinencia dirigidos por Ralph Wiggum.1


Un caso real: Hay ordenanzas que señalan los retranqueos mínimos que tienen que dejar las edificaciones a los linderos de una parcela. ¿Tiene que guardar retranqueo un árbol? ¿Y un columpio? Parece obvio: Ni un columpio ni un árbol son edificaciones. No tienen que dejar ese retranqueo obligatorio. ¿Pero un porche? ¿Y una piscina? A veces, según la redacción de alguna ordenanza, hay dudas.
También las hay cuando se discute si para construir tal o cuál cosa hace falta un proyecto. Y en otros cuantos casos.
Por todo ello, y aunque todos lo sepamos (o creamos saberlo), a veces es necesario ver qué es exactamente una edificación. ¿Y dónde podemos saber eso? Pues en la Ley de Ordenación de la Edificación. (Ley 38/1999, de 5 de noviembre). Concretamente en su artículo 2. Es más: Muchas otras normas al hablar de edificación dicen expresamente que se entenderá por tal lo que dice ese artículo.
Pues veámoslo, ya que es tan importante y tantas cosas dependen de él: (He puesto el link al indicar la ley. Podéis clicarlo si no os creéis lo que sigue).
En el punto 1 de ese artículo 2 se dice que la ley es de aplicación al proceso de edificación... que consiste en construir un edificio. (Empezamos bien: El proceso de edificación es el de construir un edificio) ¿Y qué tipo de edificio? Pues leed:
a) Administrativo, sanitario, religioso, residencial, docente y cultural.
b) Aeronáutico, agropecuario, de la energía, de la hidráulica... y sigue añadiendo otros, pero da igual porque...
c) Todos los demás.
Me meo. Entonces sobraba a) y b) (y también c). Bastaba decir "un edificio"2.

Sí, pero seguimos. Al final mucho blablablá pero aún no tenemos claro qué es una edificación. Pues nos lo aclara la segunda parte de ese mismo artículo:

2. Tendrán la consideración de edificación...
a) Obras de edificación de...

¿QUÉÉÉÉÉ? ¿PERDONAAAAAA? ¿Una edificación es una edificación? ¡No me lo puedo de creer!


¿No nos enseñaron desde que éramos niños chicos que lo definido no puede entrar en la definición? Pues aquí entra. Claro, así hago yo también una ley y hasta un diccionario. Mondongo: Mondongo. Sinalefa: Sinalefa. Protervidad: Protervidad. Zorrocloco: Zorrocloco. Es muy fácil.
Al final al funcionario de turno le toca interpretar lo que mejor le parezca según su sentido común (en caso de que a: lo tenga, y b: lo quiera aplicar), para cuyo viaje sobraban tantas alforjas en rimbombante ley.

sábado, 25 de noviembre de 2017

El pabellón

Dedicado a Agustín Ferrer Casas (a quien
espero no contaminarle el cómic que está
haciendo), a Ekain Jiménez Valencia y a
Javier R. Cabello por haberme disparado a
elucubrar esta fantasía.


Alemania se jugaba mucho en la Exposición Universal de Barcelona. Desde la derrota de la Gran Guerra Europea, hacía ya diez años, no habían sido capaces aún de levantar cabeza, y eso que seguían siendo un ejemplo de finura y precisión. ¿Cómo era posible que teniendo una tecnología tan avanzada, una maquinaria tan eficiente y una capacidad de trabajo tan alta no terminaran de imponerse en los mercados ni de salir de la crisis que los asfixiaba?
En Barcelona tenían que enseñar lo que eran y lo que sabían hacer. Tenían que mostrar con orgullo sus productos perfectos. Tenían que sorprender y engatusar a los estadounidenses, a los italianos, a los españoles, a los franceses, a los ingleses... A todos. Tenían que conseguir que todos los países del mundo les encargaran barcos, aeroplanos, automóviles, maquinaria pesada y objetos manufacturados de todo tipo, y que la banca mundial les financiara esos encargos.

La Exposición Universal de Barcelona tenía que conseguir el milagro de que Alemania enamorara al mundo entero.
Naturalmente, aparte de los productos que se expusieran el propio pabellón tenía que ser un ejemplo de buena construcción, de solvencia, de avance técnico. Había que convocar a los mejores arquitectos para que lo diseñaran.
Pero el pabellón también tenía que movilizar al pueblo alemán, tan sufrido y en esos momentos aún tan humillado. Los alemanes tenían que ilusionarse con el pabellón. Su pabellón. Su patria.

En 1928, para involucrar al pueblo en el diseño del pabellón de su patria, el comité designado decidió convocar un concurso abierto tanto a profesionales como a aficionados. Cualquier ciudadano interesado en ello podía presentar un diseño. Y podía ganar.
(Esto era una medida demagógica y tramposa. Que participaran todos los que quisieran y que presentaran sus torpes e infantiles diseños: Al final, lógicamente, se llevaría el premio un profesional y todos tan contentos).

Efectivamente, se recibieron miles de propuestas. La inmensa mayoría eran torpísimos dibujos de gente incompetente y fueron desechados a la primera. Unos cincuenta llegaron a la fase final, y se fueron haciendo varias rondas eliminatorias hasta que quedaron dos propuestas:

Finalista nº 1. Fue llamada "Monumento" por los miembros del comité

Finalista nº 2. Fue llamada "Esa cosa" por los miembros del comité

martes, 21 de noviembre de 2017

Los libros de la tía Felisa

Los arquitectos MVRDV han hecho en Tianjin-Binhai (China) una biblioteca A-LU-CI-NAN-TE.


Siempre he dicho que la arquitectura es espacio, y que el análisis y la valoración de la arquitectura ha de ser la del espacio que configura. En ese sentido esta biblioteca es plausible y admirable. Y con bola.



Es un espacio impresionante, absorbente e hipnótico. Es un espacio de una vez, como el Guggenheim de Nueva York o el Panteón de Roma. Es arquitectura en esencia, es arquitectura de pata negra.
Es una obra magnífica. Estupenda.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Un penoso episodio

Es verdaderamente lamentable que grandes hombres que han tenido una brillante trayectoria y a quienes tanto hemos admirado se despidan con una escena lamentable.


Sentimos vergüenza ajena y pensamos con rabia que ese episodio enturbia toda una vida, y creemos que ya nunca podremos recordar a nuestro héroe nada más que por ese desafortunado incidente. (Luego resulta que no es así, que sus logros son eternos e inolvidables y los seguimos evocando siempre con admiración).
Todavía es más triste cuando el ominoso lance ni siquiera ha sido culpa suya, cuando las circunstancias lo rebasaron y cayó derrotado por fuerzas que no podía controlar.


Del grandísimo arquitecto Fernando Higueras, a quien tanto he admirado siempre y sigo admirando con fervor, recuerdo el penoso episodio del final de su carrera y de su vida. Una cosa verdaderamente pavorosa y triste.
No tengo datos suficientes, y para lo que quiero contar tampoco me merece la pena buscarlos. Los detalles no tienen mayor importancia y no tengo ganas de hurgar ni de hacer daño. Baste saber que el párroco de Nuestra Señora de Caná, de Pozuelo de Alarcón (Madrid) le encargó el proyecto y la dirección de obra del templo.
No sé si el párroco era su amigo, su pariente o qué, y ya digo que no me apetece investigar más. Sólo sé que se metió en un buen avispero sin saberlo.

Fernando Higueras dio rienda suelta a sus obsesiones, a su talento y a su sabiduría y le hizo un proyecto excesivo (muy recargado para mi gusto, pero es lo que le salió de las tripas y de las circunvoluciones de su complejísimo cerebro, y eso me llena siempre de admiración y de respeto), que el párroco aceptó de muy buen grado.

Y en seguida empezaron los problemas. Toda la obra era una compleja y muy precisa labor de ladrillería. Cuando en arquitectura se dice "compleja" y "precisa" quiere decir "cara" y "lenta".
La obra se complicaba, se ralentizaba, se encarecía.
Para colmo, el sabio arquitecto era un exigente director de obra. No le valían los albañiles al uso, que hacían vagas aproximaciones a lo que él había diseñado. Quería que las cosas se hicieran exactamente como él las había dibujado y prescrito. La cosa es evidente: Si él se había tomado la molestia de dibujarlo todo con total precisión y de calcularlo con rigor, ¿por qué los albañiles no iban a poner el mismo empeño y el mismo entusiasmo?
El arquitecto mandaba demoler paños que el constructor y el párroco veían bien ejecutados. El arquitecto se enfadaba con todos y no tenía el apoyo de nadie. (De nuevo, ay, la figura heroica del arquitecto solitario defendiendo su obra contra todos). Su cliente, hasta hacía poco tan amigable, se mostraba cada día más hostil.
La necesidad de Higueras de que la obra quedara bien se convirtió a los ojos de todos en intransigencia, en veleidad de arquitecto caprichoso, en egolatría y en pomposa vanidad.

martes, 7 de noviembre de 2017

Arte

Todos somos artistas, y lo somos todos los días y todas las horas.
Todo lo que no es natural es arti-ficial; todo lo que hacemos es arte-facto. Arte.
En ese contexto se habla del arte de la medicina o de las artes de pesca. (Y también hay quien se da mucho arte para vendernos una póliza de seguros).


Y luego está el arte "sublime", como por ejemplo el de mi padre haciéndome una mesa de dibujo articulada a partir de una vieja mesa de cocina de formica.
Arte.
Repito: Todos somos artistas. Todos hacemos arte, y lo hacemos todo el rato.
Esta vocación artística que tenemos todos se ve adulterada e incluso corrompida (a mi modesto juicio) por dos venenos: el afán de lo bonito y el éxito.
El afán de lo bonito hace que nos olvidemos de la eficacia de lo que estamos haciendo para regodearnos en su hermosura. ¿Os imagináis eso en los ejemplos que he dicho antes: las artes de pesca o el arte de la medicina? ¿Os imagináis que las guías dentadas que aplicó mi padre a la ex mesa de cocina hubieran tenido el prurito de la belleza? Un desastre.
La idea de belleza siempre ha entrado en la definición de arte de una forma u otra. De ahí viene buena parte del desconcierto en el que vivimos respecto al arte.
En cuanto al éxito, otra buena causa del desconcierto son las desorbitadas cantidades de dinero que se pagan por una mera ocurrencia. Y, claro, si nos distraemos pensando en el éxito tenemos que pensar también en su reverso: el fracaso.
Pero creo que esto no debe ser tomado en cuenta, porque si lo hacemos nos quedamos sin palabras.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Hambre

Desde que estoy en las redes ando gratamente sorprendido con mis amigos arquitectos. Son unas cuantas cascadas de entusiasmo. Unos celebran a diario los obituarios y los natalicios de nuestros santos patrones. Otros publican casas maestras todos los sábados. Otros dedican los jueves a la arquitectura. Otros glosan a grandes maestros y otros nos sacuden las telarañas con sus blogs.

No hay un segundo de respiro. Es un no parar. Tanta gente dando tanta información, tantos estímulos, tantas ideas... Tanta gente con tanta pasión por la arquitectura, con tantos conocimientos arquitectónicos, con tanta hambre de arquitectura.


¿Qué nos pasa? Somos unos apasionados, unos enamorados, unos locos de la arquitectura. Y no nos hartamos. Queremos más, más y más.
Yo he conocido en las redes, retrospectivamente, grandes arquitectos de cuya existencia reconozco que no había tenido noticia en la escuela.
Ya digo: recibo un torrente continuo de información, una corriente imparable.
Leo más sobre arquitectura que nunca en mi vida, pero es lectura de pantalla, lectura rápida, lectura sin poso y sin lápiz para subrayar, y, por el contrario, cada vez leo menos libros.

Ay, los libros. El placer de leer libros, y de leerlos con un lápiz en la mano, con un lápiz entre los dientes para sacarlo (un poco babeado) y subrayar este párrafo, y este, y este otro... A veces tantos párrafos que el subrayado es contraproducente: No puede llamar la atención sobre una idea porque todas están señaladas. Pero aun así parece que al subrayarlas -y al leerlas mientras tanto por segunda vez- se nos quedan fijadas y las saboreamos con más delectación.

El último libro que acabo de subrayar hasta lo absurdo es Hambre de arquitectura, de Santiago de Molina. Realmente es un libro que despierta el hambre. No el apetito: el hambre.
Yo soy un tragón. No sé vosotros, pero yo he tenido conversaciones sobre comida mientras comía. ¿Sabéis lo que es eso? Eso es ya patológico, puro vicio: Te estás hinchando a comer digamos paella y mientras, con la boca llena, hablas con pasión de solomillos asados. Y tus amigos te quitan la razón, y también con la boca llena de arroz -que pasan ayudados por un buen trago de vino-, te replican que unos chocos a la plancha, o unas cocochas, o unos pimientos fritos, o las croquetas de su madre. Y eso sí que no; por ahí no paso: Croquetas las de MI madre. Y etcétera. Y más comer. Y más reír. Y más beber.
¿No os ha pasado? Pues vaya. Pues qué pena. Pues a mí me pasa con cierta frecuencia. Se ve que tanto yo como mis primos y mis amigos somos incorregibles (y esféricos). Y, en otro orden, me ha pasado con este libro de Santiago de Molina. Cuantas más ideas (o estrategias) de arquitectura exponía más ganas tenía de muchas más. Y más. Pura hambre.