NOTA.- Aunque soy un exhibicionista sin pudor, y mi mujer se avergüenza y se indigna por ello de manera habitual (por no decir constante), os aseguro que no pretendía contar en el blog este episodio de mi intimidad. Pero es que siempre tiene que pasar algo, maldita sea. Con las pocas ganas que tenía de hablar de ello. De verdad. Pero es que fijaos qué pasó. Tengo que contarlo.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, dedico esta entrada
a mi mujer, Mari Carmen, que es la tía más cojonuda del mundo.
(Ella sí es muy púdica, pero no hay miedo de
que se entere de esto porque no lee el blog).
1.- EL CHUF CHUF
Hace unos días he tenido una intervención quirúrgica seria.
Hace unos días he tenido una intervención quirúrgica seria.
A mis cincuenta y seis años nunca me habían operado de nada y estaba virgen de quirófano.
Con serenidad, pero confieso que también con emociones encontradas, entregué mi cuerpo (ataviado con la ridícula batita corta y culiindiscreta) a la camilla y ésta a celadores, enfermeros, médicos y no sé exactamente a quiénes más.
Una vez que me tumbé en la camilla (ay, la tacañez de los diseñadores de camillas para quienes somos personas de cuerpo amplio y generoso), el celador me acomodó los brazos para que no chocaran con nada y me cubrió con una sábana. Mi mujer apareció por encima y por detrás de mí y me dio un último beso, y ahí dejé de verla.
La camilla hizo un breve trayecto hasta un ascensor y desde éste uno largo por pasillos y más pasillos. Súbitamente cambió mi percepción del espacio y, rígido, encamillado y mirando hacia arriba, sentí que iba rígido, encamillado, pero mirando hacia abajo. O sea, que la camilla se deslizaba boca abajo colgada de unos raíles, y las placas de falso techo que yo veía correr ante mí eran baldosas de suelo. Rejillas de aire acondicionado, luminarias, altavoces... todo eran relieves y texturas de un suelo extraño sobre el que yo gravitaba. (Y aún no me habían drogado).
De repente, al doblar un recodo, un lucernario con el plano de vidrio inclinado me pareció un agujero en el suelo hacia el infinito azul y luminoso. Qué vértigo.
Al cabo llegué al quirófano. Me esperaba mi cirujano, que me saludó con cordialidad.
(Nota: Tengo que escribir una entrada sobre los médicos que unen perfectamente la simpatía con la imagen de rigor y seguridad profesional, y logran sin la menor objeción ni cortapisa que ante su saludo o su sonrisa les confíes tus intestinos. Creo que a los arquitectos esto no se nos da bien).
En el equipo vi a una mujer joven con gorro de fantasía. Me encantó el detalle. Como en las series buenas de la tele.
Me abrieron los brazos en cruz en dos alas adosadas a la camilla, y empezaron a manipular deprisa y con gran seguridad. El anestesista se presentó con su nombre, me dijo que pensara en algo bonito, que me dormiría en unos segundos y que cuando me despertara tendría un problema menos.
Me abrieron los brazos en cruz en dos alas adosadas a la camilla, y empezaron a manipular deprisa y con gran seguridad. El anestesista se presentó con su nombre, me dijo que pensara en algo bonito, que me dormiría en unos segundos y que cuando me despertara tendría un problema menos.
Celebré esa seguridad.
Otro joven me aproximó una mascarilla a la cara, pero no me la pegó, sino que la dejó a unos quince centímetros de separación. Me dijo que respirara tranquilamente. Yo pensé que si ese gas que salía de la mascarilla era el anestésico no me iba a llegar bien, desde tan lejos, y que no me iba a dormir, cosa que me preocupó.
Creo que lo que pensé textualmente fue: "Esa mascarilla no me llega. No me duerm".