Mi ya remota tesis doctoral trataba sobre la influencia de Frank Lloyd Wright en Mies van der Rohe pasando por De Stijl. Hacía notar cómo el maestro americano descompuso la caja constructiva en planos que se proyectaban más allá, rompiendo el volumen y haciendo que el espacio fluyera. Esto influyó notablemente en los holandeses y de ahí a Mies y a su Pabellón en Barcelona.
Hasta ahí parece obvio. (Aparte de la comunión de ideas hay un documentado tráfico de aprendices y de arquitectos consagrados que lo demuestran).
Algo más aventurado era sostener que con ese espacio fluyente y esa caja descompuesta se termina componiendo otra nueva caja, pero vacía. (Museo Guggenheim, Neue Nationalgalerie...).
Una vez explicado eso, ahí va el rimbombante título de mi tesis:
El tramo final, la conclusión de todo, tenía como punto fuerte una interpretación del espacio vacío, y ahí eran imprescindibles los físicos del siglo XX y Jorge Oteiza. (Simplificando más de lo permisible, podríamos decir que los diversos puntos de vista confluyen en la idea de que el vacío no es algo previo al espacio, sino una cierta conclusión de este, una colección de referencias, y se produce como ausencia elocuente).
No quería contar esto, pero era necesario exponerlo brevemente para que entendáis que yo necesitaba enviarle la tesis a Oteiza.
(Por otra parte, me parece mentira haber dedicado trescientas páginas y algunos años a exponer lo que queda contado ahí arriba en unas pocas líneas).
(Por otra parte, me parece mentira haber dedicado trescientas páginas y algunos años a exponer lo que queda contado ahí arriba en unas pocas líneas).
Jorge Oteiza: ese ser mitológico que se agarraba unos cabreos tremendos y rugía como un león. Jorge Oteiza: el monstruo capaz de arrancarle los higadillos a cualquiera que osara molestarle, pero a la vez capaz de emocionarse hasta las lágrimas al ver a un niño jugando.
Jorge Oteiza: personaje de los Hermanos Grimm o de Oscar Wilde, encerrado en su casita, sin querer ver a nadie y, al mismo tiempo, deseoso de que los estudiantes fueran a verle, encantado siempre con la juventud y anfitrión legendario.
Era el ogro y el príncipe, el gigante y el ruiseñor, todo en uno. (Dependía de cómo lo pillases).
Sé que es un rumor, pero yo llegué a escuchar que cuando su amada Itziar se moría sin remedio Oteiza salió al pasillo del hospital enarbolando una pistola para recabar la atención urgente de los médicos y de los enfermeros. Vale, será un rumor, pero todos lo creímos.(1)
También sé que alguna vez iba algún grupo de estudiantes a verle y les recibía alborozado, les trataba como un padre (o abuelo, o bisabuelo) amantísimo y se tiraba charlando y riendo con ellos hasta las tantas.
En todo caso, yo tenía muchas ganas de mandarle mi tesis, y al mismo tiempo me daba mucho apuro molestarle, importunarle, haber utilizado su obra, su nombre y su pensamiento para argumentar quién sabía cuántas idioteces. Se iba a enfadar.
Así estuve años. De verdad. Años. Tenía su dirección apuntada en una agenda, y de vez en cuando lo pensaba, pero no lo hacía.
De repente un buen día, sin pensarlo más, cogí el ejemplar que tenía destinado para él, le quité el polvo de los años, lo empaqueté junto con una nota respetuosa y se lo mandé.
A los pocos meses hubo una exposición en la Fundación COAM sobre Oteiza y la Arquitectura, y uno de los organizadores me dio noticias suyas. Me dijo que Oteiza le había encargado que me diera muchas gracias por el envío, que le había gustado mucho y que estaba entusiasmado con que le hubiera comparado con Unamuno. Pues si Oteiza estaba encantado con todo eso imaginaos cómo me quedé yo.
Jorge Oteiza: personaje de los Hermanos Grimm o de Oscar Wilde, encerrado en su casita, sin querer ver a nadie y, al mismo tiempo, deseoso de que los estudiantes fueran a verle, encantado siempre con la juventud y anfitrión legendario.
Era el ogro y el príncipe, el gigante y el ruiseñor, todo en uno. (Dependía de cómo lo pillases).
Cartel que Jorge Oteiza tenía colgado en la puerta de su taller,
agobiado por tanta gente que quería conocerlo.
También sé que alguna vez iba algún grupo de estudiantes a verle y les recibía alborozado, les trataba como un padre (o abuelo, o bisabuelo) amantísimo y se tiraba charlando y riendo con ellos hasta las tantas.
En todo caso, yo tenía muchas ganas de mandarle mi tesis, y al mismo tiempo me daba mucho apuro molestarle, importunarle, haber utilizado su obra, su nombre y su pensamiento para argumentar quién sabía cuántas idioteces. Se iba a enfadar.
Así estuve años. De verdad. Años. Tenía su dirección apuntada en una agenda, y de vez en cuando lo pensaba, pero no lo hacía.
De repente un buen día, sin pensarlo más, cogí el ejemplar que tenía destinado para él, le quité el polvo de los años, lo empaqueté junto con una nota respetuosa y se lo mandé.
A los pocos meses hubo una exposición en la Fundación COAM sobre Oteiza y la Arquitectura, y uno de los organizadores me dio noticias suyas. Me dijo que Oteiza le había encargado que me diera muchas gracias por el envío, que le había gustado mucho y que estaba entusiasmado con que le hubiera comparado con Unamuno. Pues si Oteiza estaba encantado con todo eso imaginaos cómo me quedé yo.