miércoles, 22 de octubre de 2014

Echar el resto

Dedico esta entrada a Emilio (cómo no) y a Pedro Torrijos,
dos grandes libertyvalancianos.

Os pido que os detengáis conmigo en un detalle de la escena del velatorio de Tom Doniphon, de la película El hombre que mató a Liberty Valance, de 1962.
El senador Ransom Stoddard ha venido desde la capital al funeral de este vecino de Shinbone a quien ya nadie recuerda y a quien le van a hacer un entierro de caridad.
Pompey, el empleado, amigo y confidente de Tom, está solo en un rincón, sentado y cabizbajo. Llegan Stoddard, su esposa y Link (el antiguo Sheriff, que hoy ha hecho de cochero para el matrimonio).
Ransom Stoddard le saluda con afecto, y Pompey le mira.

Fotograma de The Man Who Shot Liberty Valance
(Clícalo para verlo más grande. Esa mirada...)

Se miran los dos. Una mirada perfecta, que dice todo lo que hay que decir y más de lo que en ese momento el espectador puede saber.
¿Cuánto vale esa mirada? Vale una escena sublime en una de las más grandes películas de todos los tiempos. ¿Y cuánto cuesta? Es una mutua mirada complejísima. ¿Cuánto cuesta? Cuesta la amistad de un hombre, o de dos, o de tres, o de los que hagan falta. Cuesta el honor y el respeto; cuesta el amor propio y cuesta la vergüenza propia y la ajena. Cuesta la traición. Cuesta el infierno. Pero ha salido perfecta y merece el precio que se haya pagado por ella.
¿Merece la pena discutir, ofender, amargar a la gente, traicionar, tiranizar, etc, por conseguir ese plano? Para John Ford sí, sin la menor duda.

No os cuento la escena, porque si a estas alturas no conocéis la película no tenéis perdón de Ford. Pero sí os pongo en situación sobre esa mirada. Stoddard es un triunfador y viene a este pueblo humilde a dar su último adiós a un buen y viejo amigo, que ha pasado los últimos años de su vida hundido en el anonimato y en la pobreza. Pompey es el ayudante-empleado (tal vez antiguo esclavo) del muerto Doniphon, que fue antaño el mejor hombre del pueblo, pero quedó opacado y arrinconado por Stoddard.
Por lo tanto, Stoddard debe saludar a Pompey con afecto, pero tal vez un puntito de superioridad vergonzante y avergonzada no estaría mal. Y Pompey debe saludar a Stoddard con respeto, pero una miajita de resquemor vendría muy bien.

Tanto James Stewart como Woody Strode eran buenísimos actores. Y no sólo se sabían el papel muy bien, sino que entendían ese matiz perfectamente. Pero Ford no se lo explicó. No era de esos que les explican matices a los actores. Prefería destrozarlos.
John Ford era famoso por sus ataques de ira, por su mala leche, por su sequedad inexpugnable. (Y sin embargo quienes le querían le querían a rabiar). Su forma de hacer cine necesitaba que en los sets de rodaje siempre hubiera tensión. A veces una tensión masticable. Él la provocaba. Bajo esa presión los actores daban lo mejor de sí mismos.
Por puro capricho, por pura broma o por puro sadismo, se las hacía pasar canutas a todos.
En el rodaje de El hombre que mató a Liberty Valance tenía una especie de "lista negra", y cada día señalaba y humillaba al último de la lista, "el del barril".
A todos les iba tocando algún que otro día estar en el barril, pero jamás le tocó a James Stewart. El que más veces estaba era John Wayne, que tenía una grandísima amistad con John Ford y no lo entendía, y le preguntaba a menudo a Stewart: "¿Cómo es que tú nunca estás en el barril?". Éste le contestaba (con cierto orgullo inexplicable): "no lo sé".

(Normal: Tom Doniphon protege al novato Stoddard, y lo ayuda, pero a la vez tiene que sentir por él una mezcla de celos y envidia, y un malestar tenso. Mientras que Stoddard es un inocente que necesita ayuda y no se da cuenta del daño que está haciendo y la envidia que está suscitando. ¿Por qué no hacer que los actores se sientan como los personajes? Así actuarán mucho mejor).

James Stewart contaba una de tantas maldades de John Ford:

Fotograma del documental Dirigida por John Ford, 1971

En la escena del funeral, que se rodó hacia el final, cuando todo estaba ya montado y listo para empezar, el director se llevó aparte a James Stewart y le hizo notar cómo iba vestido Woody.
-¿Qué te parece cómo se ha puesto para la escena? ¿No es ridículo?- le preguntó al niño bonito del rodaje, buscando la respuesta cómplice, la broma íntima, el cachondeo secreto entre ellos dos.
Stewart (dice que no sabe por qué; asegura que fue el diabólico Ford quien le insufló esa respuesta) contestó:
-Sí. Se parece al tío Remus.
(El tío Remus es un personaje folclórico popular de los Estados Unidos. Clicad el enlace. El paternalismo con que se le trata tiene algunas connotaciones racistas, como de superioridad hacia la raza negra).

¡Premio! John Ford ya tenía lo que quería.

Reclamó la atención de todos los presentes: actores, gruístas, operadores. "¡Un momento!". "¡Escúchenme todos!".
Cuando los tuvo atentos señaló a James Stewart con el dedo.
-Quería decirles a todos ustedes que este actor me acaba de decir que nuestro compañero Woody Strode se parece demasiado al tío Remus. Yo no quiero decir que este actor -seguía señalándole con el dedo- sea racista. Seguramente no lo sea. Pero creo que es muy importante que todos ustedes sepan lo que acaba de decir.
James Stewart apenas pudo decir: "Pe-pero yo... n-no..."; John Ford dio la orden: "¡Acción!", y comenzó la escena sin darle tiempo a nadie de nada.
Podéis verla otra vez. Los dos son grandes profesionales y hacen perfectamente su trabajo. Eso está por encima de todo, y ya se darán las explicaciones o las palizas necesarias más tarde.
Pero es justamente en ese momento, con esa incomodísima sensación, cuando James Stewart le pone la mano en el brazo a Woody Strode, un poco en plan "oye, de verdad, que yo no he pretendido...", y Woody le mira dolido.
Justo la actitud que John Ford quería.
John Wayne, muy relajado, espectador de todo aquello, sonreía feliz: "Al fin cayó Jimmy en el barril". Claro, él es el muerto y no sale en esa escena. No hay por qué putearle. Ahora tocaba putear a Jimmy.

Esto que he contado ha sido tan sólo para hacer notar que los grandes artistas y toda la gente que está entregada con pasión a su trabajo, a su obra, a su misión, echa el resto en cada detalle, en cada matiz, y puede llegar a enloquecer de tal modo por lograr la perfección que esté dispuesta a cometer cualquier barbaridad. A algunos incluso no les importa hacer daño, enemistarse, ofender o lo que sea necesario para obtener el matiz que desean.
¿Merece la pena?
Esta actitud supone echar el resto en la obra actual, en la escena actual, en el detalle actual, en este preciso momento, como si no hubiera un mañana. Probablemente con esa actitud nadie te vuelva a encargar un trabajo nunca más; tal vez nadie te vuelva a dirigir la palabra; tal vez alguien te encuentre una noche en un callejón oscuro. Pero te da igual: Ese dintel llega hasta ahí, y no hasta aquí; ese arco no puede tocar ese punto; ese angular pasa por detrás, y no por delante, de ese remate. Etcétera. Y estás dispuesto a morir (y a matar) para que eso se haga exactamente así, sin importarte que hay un mañana, y que mañana tendrás que dar los buenos días a toda esta gente.
Un arquitecto, igual que un director de cine, no puede hacer él solo la obra. Necesita a muchas personas para que la hagan con él, o para él. Y las tiene que dirigir. A veces es necesario convencer, discutir, pelear, negociar, manipular, halagar, malmeter e incluso ofender y agredir.
¿En serio?
Y repito: ¿Merece la pena?
Dicen que el arquitecto Gunnar Asplund, cuando se estaba muriendo, preguntó: "¿Ha merecido la pena tanto esfuerzo?" Para sus más fieles seguidores seguro que sí, pero para él mismo no está claro. La mera pregunta al final de su vida hace pensar en un arrepentimiento.
John Ford no se preguntaba nada, pero en su caso la pregunta no debería haber sido si había merecido la pena tanto esfuerzo, sino tanto daño.
¿Merece la pena hacer daño a alguien para lograr la excelencia? Pues no lo sé. En mi caso por supuesto que no, pero es que yo no llego ni a atisbar desde lejos la excelencia. Ahora bien: Hay ciertas obras de arte que me emocionan y que emocionan a toda la humanidad, y no estoy seguro de que me importara mucho si me enterase de que para lograr tal matiz o tal expresión el autor había tenido que cometer una canallada.
No nos hagamos los hipócritas. No nos importa. Si nos importara cerraríamos los museos, los teatros, los cines, los auditorios y las bibliotecas, y dejaríamos de viajar para ver monumentos.


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2 comentarios:

  1. Espero que éste sea el primer capítulo del primer tomo de una enciclopedia que escribas (aunque sea en entregas blogueras) sobre esta obra que a Shakespeare no le dio tiempo a escribir.

    PD. Aunque aparezca "anónimo" (no se como publicar el comentario con mi nombre) creo que sobran presentaciones.

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    Respuestas
    1. Efectivamente, Anónimo, sobran las presentaciones.
      Para aparecer con tu nombre tienes que tener perfil en google, en wordpress o en otros cuantos sitios. Vamos, que no te veo yo en esas tesituras.
      Ya escribí aquí hace tiempo un capítulo sobre esta película, como bien sabes. Cuando llegue a veinte o así los recopilo.
      Abrazos.

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