No lo dije en la primera parte, pero creo que es obvio que este relato
se lo dedico a Juan Carlos Castillo Ochandiano (por supuesto) y
(también por supuesto) a Juan Daniel Fullaondo, in memoriam.
O sea, que, con los mencionados más mi mujer y yo, los miembros del nuevo grupo vanguardista sin nombre éramos catorce o quince.
Cuando entramos en la nave vimos el ruedo vacío. Las gallinas estaban por ahí, campando a su gusto. Se habían escapado todas del minirredil que con tanto entusiasmo (él) y tanto escepticismo (yo) habíamos construido Juan Carlos (él) y yo (yo). Esa vaga sensación de "ya te lo decía" no me tranquilizó en absoluto.
Bueno. Al menos no se habían escapado de la nave.
Sin guión previo, sin plan alguno, sin criterio de ninguna clase, cada uno hizo lo que traía pensado de casa o lo que se le acababa de ocurrir, y con lo que pretendía sorprender, o experimentar, o qué sé yo.
Alguien (¿Juan Carlos?) puso en la pared un póster de Beuys con el coyote, con un innegable afán de ligar ambas experiencias: la de Nueva York y la de Seseña, como si ésta fuera una especie de continuación de aquélla.
Uno de los amigos de Diego, tranquilamente, como si tal cosa, se puso unas gafas de buceo y se echó una manta de cuadros al hombro.
En primer plano, a la derecha, yo con una cámara de fotos. ¿Dónde están las fotos que hice?
En el centro de la imagen, el pasmoso hombre rana de secano.
Al fondo, a la izquierda, el inútil ruedo de papel.
Fila de ventanas abiertas por las que las gallinas (aves de vuelo muy corto, ciertamente) no habían escapado.
Foto cortesía de Juan Carlos Castillo.
Uno toreaba a una gallina, otro conversaba con otra, otro perseguía a otra más, otro se encerraba audazmente con dos en el ruedo de papel... Juan Carlos persistía en su propósito de hipnotizar a una. Darío quería pintar a una con un espray que afortunadamente no funcionó.
Juan Daniel se reía. Disfrutaba como un niño ante la algarabía, y, sobre todo, ante las ocurrencias estúpidas pero divertidas de tanta gente joven a la que él siempre -tan disparatadamente generoso- le había supuesto algún tipo de talento.
En primer plano Juan Carlos Castillo, en uno de sus numerosos e infructuosos intentos
de hipnotizar a una gallina. (Siempre se ha sabido que la gallina seseñera es muy suya, y muy dura de hipnotizar).
Al fondo Juan Daniel Fullaondo, fumando y riéndose ante algo que le está contando Maite Muñoz.
Foto cortesía de Juan Carlos Castillo.
Estuvimos no sé cuánto tiempo. Tal vez dos horas. Hicimos el ganso (hoy diríamos que interactuamos con las gallinas), y finalmente llegó la hora de comer.
¿Qué hacíamos con las gallinas? Me las habían regalado. No podía (no debía) devolverlas. Tampoco las quería nadie para adoptarlas y llevárselas a Madrid. Y tampoco las podíamos dejar en la nave. Me la habían prestado sin ellas y yo la quería devolver tal cual.
Por cierto, ¿quitamos el póster de Beuys o se quedó puesto?. Veintiún años después de aquello me acaba de asaltar esa duda.
Lo recogimos todo (el ruedo de papel) y dejamos a las gallinas en libertad. ¡Pitas, pitas, pitas! ¡Eh! ¡Eh! En fila india se alejaron de la nave por el prao, hacia el arroyo, y desaparecieron en lontananza.
Juan Daniel las miró alejarse y suspiró.
-Qué bien me lo he pasado. No os podéis imaginar cuánto había deseado todo esto.
A mí me pareció exagerado, pero verdaderamente se le veía feliz. Me alegré. Yo, que no le había visto mayor interés a todo eso, me quedé muy impresionado y muy emocionado al ver a mi maestro tan lleno de alegría. Indudablemente, había merecido la pena.