Hace unos años estaba yo escribiendo una novela en la que se entremezclaban historias de mi familia en mi pueblo durante la Guerra Civil, y me salió un capítulo casi de un tirón. Recuerdo que, andando por Alonso Martínez hacia Hortaleza, en Madrid, se me vino súbitamente a la mente una historia que me había contado muchas veces mi tío Carlos. La repasé y degusté en mi imaginación, acomodándola a mi conveniencia, y un par de horas más tarde la escribí de un golpe en una libreta durante el viaje de vuelta a casa en el tren de cercanías. (La Historia de la Literatura me agradecerá que esa tarde me tocara asiento).
El capítulo tenía independencia y funcionaba bien como cuento. Tanto que, quitando apenas un par de referencias y enlaces al resto de la novela, lo mandé como tal al Concurso de Cuentos La Felguera, uno de los más prestigiosos de España. Y quedé segundo.
(Con una particularidad: En La Felguera no hay segundo premio. Lo de que fui segundo lo sé porque a todos los concursantes nos mandaban el acta del jurado, y allí estaban todas las deliberaciones y las sucesivas eliminaciones, en las que seguí la trayectoria de mi cuento hasta que quedamos sólo dos: El gran escritor y maestro Juan Jacinto Muñoz Rengel y yo. Y ganó él).
Pero el cuento era peleón, quería seguir luchando, y al final ganó, aunque ya metido en la novela.
Hoy me apetece ponerlo aquí. Espero que os guste.
LOS CABALLOS DEL HÚNGARO
A mi tío Carlos, in memoriam.
Cuántas historias.
Si alguien se pusiera a echar cuentas vería que el húngaro vino a Añeses muy poco, ocho o nueve veces todo lo más, y muy espaciadas; y sin embargo su recuerdo permanece imborrable entre los muchachos de entonces, viejos ahora, como si hubiera poblado toda su infancia. Nadie supo nunca cómo se llamaba, ni siquiera si era húngaro de verdad, pero le llamaban así: el húngaro, que igual quería decir el extranjero o el raro.
El húngaro traía en su carromato un prodigio nunca visto: el cine.
La primera vez que apareció en la plaza del ayuntamiento la gente salió a verle pensando que sería otro gitano con otra chiva equilibrista, pero pronto se dieron cuenta de que eso era otra cosa. Llegó por el camino de la vega a media tarde, sonriendo para sí mismo, como si supiera algo que nadie más sabía (y así era), como si estuviera seguro de su misión en el mundo (y así era). Miró la plaza con satisfacción, como sopesando el pueblo (su atraso, sus posibilidades de sorpresa, su incultura, su generosidad) y se detuvo como si hubiera encontrado el paraíso; ya ves tú: Añeses.
Se apeó con parsimonia, estiró las piernas (primero la derecha, luego la izquierda, luego otra vez la derecha y otra vez la izquierda) y flexionó la cintura (torso arriba, torso abajo, arriba, abajo) con precisión gimnástica, arqueó el cuerpo anquilosado por el viaje (a–uuhh, a–uuhh), cruzó las manos tras el cuello, presionando una vértebra dolorida mientras volteaba la cabeza (ah, qué gusto) y empezó a trabajar.
Sacó un ingenio demoníaco que colocó en el lado del pilón sobre un trípode aparatoso. Luego tendió unos cables y después montó un castillete de madera en el lado opuesto de la plaza, donde el paredón de la iglesia. Entonces sacó del carromato unas sábanas cosidas entre sí y cuidadosamente dobladas. Las desplegó, las extendió y las tensó sobre el castillete, fijándolas con cuerdas.
Hizo otras muchas operaciones misteriosas, conectando cables, calzando el trípode y armando tablas, yendo de acá para allá muy activo y poniéndolo todo a punto. Nadie entendía nada. El húngaro concentraba sus cachivaches en los dos extremos de la plaza, dejando vacío el centro. Iba de un lado al otro, miraba, corregía, volvía a mirar con satisfacción...
La gente acudía a la plaza, curioseaba durante un rato sin comprender y se iba, pero no se iban del todo. Querían saber en qué paraba aquello. Al final todo el pueblo estaba paseando en torno a la plaza, echando un ojo haciéndose los distraídos, y volviéndose a marchar aparentando estar muy por encima de tal dislate, como si no fuera con ellos, para volver a asomarse unos minutos después y volver a marcharse muy dignos.
Entre ellos estaba Lorenzo, el alguacil, que, investido de su cargo, dio satisfacción a su curiosidad. Todos le vieron hablar con el forastero, aunque ninguno entendió lo que se decían. Lorenzo debió de darse por satisfecho, porque le dejó seguir. Pero el muy ladino no le dijo nada a nadie. Tampoco nadie le preguntó.
Al final, cuando comenzaba a anochecer, el húngaro pregonó su mercancía:
–¡Sinioras y siniores! Téngüil honor di mostrarli la maravila dei siclo. Le chinematograf. ¡Vení, vení! Vei las jistoria má mañifí y las cosa má sorprindente. ¡Vení, vení! ¡A pera gorda! ¡Lo nunca visto! Siniora y siniore. E cosa de maguia. ¡A pera gorda! Mejol traí su silla. Vení con las silla listo a disfrutá.
Todos pasaban a escucharle, y él repetía una y otra vez su predicación para que nadie se la perdiera.
–¡Vení, vení! ¡A pera gorda! ¡Le chinematograf! ¡Le tiatro di maguia!
Se pasó así gritando más de una hora, y la gente llegaba con sus sillas. El húngaro les indicaba que las pusieran mirando hacia las sábanas, y les prometía que en ellas iban a aparecer muy pronto cosa mañifí.
Cuando la noche ya era cerrada y la plaza estaba llena, el húngaro hizo una especie de pintoresca reverencia y arrancó el grupo electrógeno, que gruñó dentro del carromato como un monstruo amenazador que estuviera agazapado. Entonces, ¡oh, prodigio!, encendió el arco voltaico, que chisporroteó su luz insoportable. El público, creyendo que el espectáculo consistía en eso, se dividió entre quienes huían y quienes aplaudían.
Pero la cosa no había empezado aún.
El forastero trabajó con el proyector y, de repente, aparecieron letras de luz en las sábanas, y luego gente, fantasmas vivos que se movían, y casas, y campos, y bosques. Era una película sonora del oeste, pero el húngaro no tenía equipo de sonido. Daba igual.
Tras los primeros minutos de pasmo y de terror, los añesenses intuyeron vagamente la explicación del fenómeno, y empezaron a disfrutar de verdad. De alguna forma era esa luz la que formaba las figuras, que no eran más que sombras, teatro de magia. Águedo, el más resuelto, interrumpió con su mano abierta el haz que salía del proyector, y la silueta de sus dedos apareció gigantesca sobre las sábanas blancas, como él había sospechado. Pero, a pesar de cumplirse sus previsiones, apartó la mano en el acto, como si la luz le hubiera quemado.
Ahora Jimena, en su vejez, se acuerda otra vez del húngaro y de la escena de los caballos, aunque no podría asegurar que ocurriera esa primera noche. Más bien, por la soltura de la gente, debió de ser después.
La escena era, tal como la recuerda, así: Los exploradores del ejército llegaban a escondidas al campamento indio (esto lo ha reconstruido entre el turbión de su memoria y muchas películas vistas después; entonces eran sólo, incomprensiblemente, hombres bien vestidos con chaqueta, pantalones, pañuelos al cuello y sombreros, y hombres semidesnudos con plumas en la cabeza), abrían la cerca de los caballos y entraban a espantarlos. Los golpeaban en la grupa y disparaban unos tiros. Los caballos salían en tropel, galopando frenéticamente.
Primero los chicos, y después todo el mundo, gritaban entusiasmados, jaleando la loca carrera de los animales. Pero, al cabo de medio minuto, la escena se cortaba de pronto y pasaba a una muda conversación entre oficiales que fumaban.
El público, desencantado y airado por tener que soportar unas caras sosas que exhalaban humo y movían la boca sin decir nada, después de la orgía de unos segundos antes, se puso a aullar.
–¡Más caballos!
–¡Más caballos!
La película seguía su marcha sin que aparecieran más caballos.
–¡Más caballos! ¡Queremos más caballos!
–¡Más caballos!
–¡Húngaro! ¡Pon caballos!
Todos gritaban. Todos querían más caballos.
La película no tenía ninguna otra escena con tanto caballo hasta el ataque final de los soldados. El húngaro se la sabía de memoria, a ver, y dudó si seguir soportando el motín hasta ese último momento apoteósico. Pero eso sería una locura: Tendría que hacerlos rabiar durante más de media hora. Así que, asumiendo que su negocio era dar gusto a la clientela, lo único que pudo hacer fue dar marcha atrás a toda velocidad para volver al principio de la escena de los exploradores.
El público vio entonces a los militares moverse más animadamente, de una forma rara, tragar un humo que les aparecía delante como por ensalmo para llevarse luego el cigarro a la boca, y gesticular anormalmente. Todos se callaron, sin comprender lo que estaban viendo. Aquello era bastante sorprendente. Pero lo increíble, lo pasmoso, lo nunca visto (¡a pera gorda!) fue cuando, de repente, aparecieron los caballos ¡galopando hacia atrás!
Todos estallaron: aplaudían, gritaban, blasfemaban de pánico y de gozo, lanzaban las gorras al aire, pateaban, mugían. ¡Cientos de caballos desbocados de culo! ¡Oh, maravilla!
Cuando el húngaro puso al fin la película donde quería, la volvió a dar marcha adelante a su velocidad normal. Los exploradores volvieron a soltar los caballos, y éstos a desbocarse, y el público a gozar. Y volvieron a deliberar los militares. Y la película siguió su curso atravesando otra vez la parte aburrida de parloteo.
Pero la gente ya no podía conformarse. Sabedores ahora del prodigio posible, no consintieron que la historia avanzara.
–¡Otra vez!
–¡Otra vez; otra vez!
–¡Húngaro!
–¡Más caballos!
–¡Pon otra vez los caballos!
–¡Saca los caballos, húngaro!
–¡Húngaro! ¡Los caballos!
Y volvió a repetirse lo mismo: caballos para atrás y caballos para adelante, y otra vez para atrás y otra vez para adelante, y otra vez para atrás y otra vez para adelante. Sabe Dios cuántos pases le dio el húngaro a la escena. Y la gente, ebria de maravillas, no se cansaba de ver caballos.
–¡Más caballos! ¡Más caballos!
–¡Caballos!
–Ca–ba–¡llós! Ca–ba–¡llós! Ca–ba–¡llós!
Así lo hizo el húngaro, Jimena no sabía cuántas veces, hasta que, con tanto trajín, la película saltó.
El húngaro, desolado, paró la proyección, hurgó en el proyector, desenrolló un poco de cinta, la intentó componer. Los minutos pasaban y él, aun recurriendo a toda su pericia en el oficio, no era capaz de arreglar el desaguisado. Aún así, seguía trajinando, seguro ya de que era imposible salir airoso, pero sin resignarse.
El hombre había disfrutado mucho del éxito, no ya de la película en sí, sino de su forma de proyectarla. Le había cogido gusto, y ahora estaba muy afligido, tanto por el final abrupto del espectáculo como por la posible destrucción de su medio de vida. (Se consoló pensando que no sería para tanto, que a solas y con calma sabría componer la cinta, al menos parchearla; pero desde luego ahora, cada vez más nervioso y con todo el mundo chillando, era imposible). Al fin tuvo que rendirse a la evidencia.
Cuando se dio por vencido, se dirigió muy serio, muy triste y circunspecto a su público. Estaba de verdad conmovido, muy apenado: Los había visto tan felices sólo unos minutos antes... Lo estaba pasando tan bien con ellos...
Los miró con ternura, con gratitud. Nunca había tenido un público tan entregado. Muy emocionado, ensayó a decirles unas palabras, pero sólo le salió:
–Sinioras y siniores. Sei godieron los cabalos.
El húngaro traía en su carromato un prodigio nunca visto: el cine.
La primera vez que apareció en la plaza del ayuntamiento la gente salió a verle pensando que sería otro gitano con otra chiva equilibrista, pero pronto se dieron cuenta de que eso era otra cosa. Llegó por el camino de la vega a media tarde, sonriendo para sí mismo, como si supiera algo que nadie más sabía (y así era), como si estuviera seguro de su misión en el mundo (y así era). Miró la plaza con satisfacción, como sopesando el pueblo (su atraso, sus posibilidades de sorpresa, su incultura, su generosidad) y se detuvo como si hubiera encontrado el paraíso; ya ves tú: Añeses.
Se apeó con parsimonia, estiró las piernas (primero la derecha, luego la izquierda, luego otra vez la derecha y otra vez la izquierda) y flexionó la cintura (torso arriba, torso abajo, arriba, abajo) con precisión gimnástica, arqueó el cuerpo anquilosado por el viaje (a–uuhh, a–uuhh), cruzó las manos tras el cuello, presionando una vértebra dolorida mientras volteaba la cabeza (ah, qué gusto) y empezó a trabajar.
Sacó un ingenio demoníaco que colocó en el lado del pilón sobre un trípode aparatoso. Luego tendió unos cables y después montó un castillete de madera en el lado opuesto de la plaza, donde el paredón de la iglesia. Entonces sacó del carromato unas sábanas cosidas entre sí y cuidadosamente dobladas. Las desplegó, las extendió y las tensó sobre el castillete, fijándolas con cuerdas.
Hizo otras muchas operaciones misteriosas, conectando cables, calzando el trípode y armando tablas, yendo de acá para allá muy activo y poniéndolo todo a punto. Nadie entendía nada. El húngaro concentraba sus cachivaches en los dos extremos de la plaza, dejando vacío el centro. Iba de un lado al otro, miraba, corregía, volvía a mirar con satisfacción...
La gente acudía a la plaza, curioseaba durante un rato sin comprender y se iba, pero no se iban del todo. Querían saber en qué paraba aquello. Al final todo el pueblo estaba paseando en torno a la plaza, echando un ojo haciéndose los distraídos, y volviéndose a marchar aparentando estar muy por encima de tal dislate, como si no fuera con ellos, para volver a asomarse unos minutos después y volver a marcharse muy dignos.
Entre ellos estaba Lorenzo, el alguacil, que, investido de su cargo, dio satisfacción a su curiosidad. Todos le vieron hablar con el forastero, aunque ninguno entendió lo que se decían. Lorenzo debió de darse por satisfecho, porque le dejó seguir. Pero el muy ladino no le dijo nada a nadie. Tampoco nadie le preguntó.
Al final, cuando comenzaba a anochecer, el húngaro pregonó su mercancía:
–¡Sinioras y siniores! Téngüil honor di mostrarli la maravila dei siclo. Le chinematograf. ¡Vení, vení! Vei las jistoria má mañifí y las cosa má sorprindente. ¡Vení, vení! ¡A pera gorda! ¡Lo nunca visto! Siniora y siniore. E cosa de maguia. ¡A pera gorda! Mejol traí su silla. Vení con las silla listo a disfrutá.
Todos pasaban a escucharle, y él repetía una y otra vez su predicación para que nadie se la perdiera.
–¡Vení, vení! ¡A pera gorda! ¡Le chinematograf! ¡Le tiatro di maguia!
Se pasó así gritando más de una hora, y la gente llegaba con sus sillas. El húngaro les indicaba que las pusieran mirando hacia las sábanas, y les prometía que en ellas iban a aparecer muy pronto cosa mañifí.
Cuando la noche ya era cerrada y la plaza estaba llena, el húngaro hizo una especie de pintoresca reverencia y arrancó el grupo electrógeno, que gruñó dentro del carromato como un monstruo amenazador que estuviera agazapado. Entonces, ¡oh, prodigio!, encendió el arco voltaico, que chisporroteó su luz insoportable. El público, creyendo que el espectáculo consistía en eso, se dividió entre quienes huían y quienes aplaudían.
Pero la cosa no había empezado aún.
El forastero trabajó con el proyector y, de repente, aparecieron letras de luz en las sábanas, y luego gente, fantasmas vivos que se movían, y casas, y campos, y bosques. Era una película sonora del oeste, pero el húngaro no tenía equipo de sonido. Daba igual.
Tras los primeros minutos de pasmo y de terror, los añesenses intuyeron vagamente la explicación del fenómeno, y empezaron a disfrutar de verdad. De alguna forma era esa luz la que formaba las figuras, que no eran más que sombras, teatro de magia. Águedo, el más resuelto, interrumpió con su mano abierta el haz que salía del proyector, y la silueta de sus dedos apareció gigantesca sobre las sábanas blancas, como él había sospechado. Pero, a pesar de cumplirse sus previsiones, apartó la mano en el acto, como si la luz le hubiera quemado.
Ahora Jimena, en su vejez, se acuerda otra vez del húngaro y de la escena de los caballos, aunque no podría asegurar que ocurriera esa primera noche. Más bien, por la soltura de la gente, debió de ser después.
La escena era, tal como la recuerda, así: Los exploradores del ejército llegaban a escondidas al campamento indio (esto lo ha reconstruido entre el turbión de su memoria y muchas películas vistas después; entonces eran sólo, incomprensiblemente, hombres bien vestidos con chaqueta, pantalones, pañuelos al cuello y sombreros, y hombres semidesnudos con plumas en la cabeza), abrían la cerca de los caballos y entraban a espantarlos. Los golpeaban en la grupa y disparaban unos tiros. Los caballos salían en tropel, galopando frenéticamente.
Primero los chicos, y después todo el mundo, gritaban entusiasmados, jaleando la loca carrera de los animales. Pero, al cabo de medio minuto, la escena se cortaba de pronto y pasaba a una muda conversación entre oficiales que fumaban.
El público, desencantado y airado por tener que soportar unas caras sosas que exhalaban humo y movían la boca sin decir nada, después de la orgía de unos segundos antes, se puso a aullar.
–¡Más caballos!
–¡Más caballos!
La película seguía su marcha sin que aparecieran más caballos.
–¡Más caballos! ¡Queremos más caballos!
–¡Más caballos!
–¡Húngaro! ¡Pon caballos!
Todos gritaban. Todos querían más caballos.
La película no tenía ninguna otra escena con tanto caballo hasta el ataque final de los soldados. El húngaro se la sabía de memoria, a ver, y dudó si seguir soportando el motín hasta ese último momento apoteósico. Pero eso sería una locura: Tendría que hacerlos rabiar durante más de media hora. Así que, asumiendo que su negocio era dar gusto a la clientela, lo único que pudo hacer fue dar marcha atrás a toda velocidad para volver al principio de la escena de los exploradores.
El público vio entonces a los militares moverse más animadamente, de una forma rara, tragar un humo que les aparecía delante como por ensalmo para llevarse luego el cigarro a la boca, y gesticular anormalmente. Todos se callaron, sin comprender lo que estaban viendo. Aquello era bastante sorprendente. Pero lo increíble, lo pasmoso, lo nunca visto (¡a pera gorda!) fue cuando, de repente, aparecieron los caballos ¡galopando hacia atrás!
Todos estallaron: aplaudían, gritaban, blasfemaban de pánico y de gozo, lanzaban las gorras al aire, pateaban, mugían. ¡Cientos de caballos desbocados de culo! ¡Oh, maravilla!
Cuando el húngaro puso al fin la película donde quería, la volvió a dar marcha adelante a su velocidad normal. Los exploradores volvieron a soltar los caballos, y éstos a desbocarse, y el público a gozar. Y volvieron a deliberar los militares. Y la película siguió su curso atravesando otra vez la parte aburrida de parloteo.
Pero la gente ya no podía conformarse. Sabedores ahora del prodigio posible, no consintieron que la historia avanzara.
–¡Otra vez!
–¡Otra vez; otra vez!
–¡Húngaro!
–¡Más caballos!
–¡Pon otra vez los caballos!
–¡Saca los caballos, húngaro!
–¡Húngaro! ¡Los caballos!
Y volvió a repetirse lo mismo: caballos para atrás y caballos para adelante, y otra vez para atrás y otra vez para adelante, y otra vez para atrás y otra vez para adelante. Sabe Dios cuántos pases le dio el húngaro a la escena. Y la gente, ebria de maravillas, no se cansaba de ver caballos.
–¡Más caballos! ¡Más caballos!
–¡Caballos!
–Ca–ba–¡llós! Ca–ba–¡llós! Ca–ba–¡llós!
Así lo hizo el húngaro, Jimena no sabía cuántas veces, hasta que, con tanto trajín, la película saltó.
El húngaro, desolado, paró la proyección, hurgó en el proyector, desenrolló un poco de cinta, la intentó componer. Los minutos pasaban y él, aun recurriendo a toda su pericia en el oficio, no era capaz de arreglar el desaguisado. Aún así, seguía trajinando, seguro ya de que era imposible salir airoso, pero sin resignarse.
El hombre había disfrutado mucho del éxito, no ya de la película en sí, sino de su forma de proyectarla. Le había cogido gusto, y ahora estaba muy afligido, tanto por el final abrupto del espectáculo como por la posible destrucción de su medio de vida. (Se consoló pensando que no sería para tanto, que a solas y con calma sabría componer la cinta, al menos parchearla; pero desde luego ahora, cada vez más nervioso y con todo el mundo chillando, era imposible). Al fin tuvo que rendirse a la evidencia.
Cuando se dio por vencido, se dirigió muy serio, muy triste y circunspecto a su público. Estaba de verdad conmovido, muy apenado: Los había visto tan felices sólo unos minutos antes... Lo estaba pasando tan bien con ellos...
Los miró con ternura, con gratitud. Nunca había tenido un público tan entregado. Muy emocionado, ensayó a decirles unas palabras, pero sólo le salió:
–Sinioras y siniores. Sei godieron los cabalos.
Gracias por el aviso, José Ramón. Y enhorabuena por tu cuento y por la novela.
ResponderEliminarPara completar la anécdota te diré que ahora vivo por Alonso Martínez, llegando a Hortaleza.
Gracias, Juan Jacinto. Eres muy generoso. #Muyperoquemuyfantuyo.
EliminarDisfruté como un enano la primera vez que lo leí y ahora me ha gustado aún más. "Sei godieron los cabalos", ja, ja, ja.
ResponderEliminarYa sabes que lo único que no te perdono es que no hayas sacado la segunda parte de esa novela, y nos dejes a todos con las ganas de que aquella perversa rubia de piernas infinitas recibiera su merecido...
Gracias, Carlos. Siempre tan generoso.
EliminarLo de la rubia, créeme, es mejor así.
Muy bueno, pero este cuento esta basado en algun hecho real? en que año paso todo esto o al menos en el cuento, en que año ocurrio?
ResponderEliminaryo tambien escribo cuentos pero son mas de misterio y con un lenguaje sutil y facil de comprender para el mas burdo, aunque te dire que podrian tacharme de cuentista vulgar, sigo la enseñanza de mi maestre Julio verne, ser sutil y de facil comprension sin demasiados tecnisismos, un saludos desde México....