Todos y cada uno de los martillos del mundo son concretos e individuales y, por eso mismo, "defectuosos". Uno tiene un pequeño arañazo en el astil, otro pesa mucho, otro parece que se desequilibra un poco, otro está muy bien, sí, muy bien; pero, pero, pero no es "el martillo". Ninguno es "el martillo". La perfección no existe porque es un ideal, porque es un concepto del que ni siquiera sabemos qué esperar. El martillo perfecto, el ideal, el arquetipo, está en el cielo, custodiado por los dioses, y ningún ser humano lo verá nunca. (Ni siquiera es así: No está físicamente en el cielo; es una idea, un concepto que preside la realización de todos y cada uno de los martillos, pero que él mismo nunca se realizará).
Mientras tanto, nos conformamos con imitaciones: una circunferencia trazada con cuidado, pero que no es "la circunferencia" y no tiene ni puede tener su perfección; un buen caballo, pero que está lejos de ser "el caballo", etcétera. ¿Cómo es la mujer perfecta? ¿Cómo es el hombre perfecto? ¿Qué son? ¿Podríamos vivir a su lado? Por supuesto que no. De su piel emanaría una especie de frío insoportable: El horror de la perfección.
Esto que digo, al menos dicho así, es aceptado y compartido por todo el mundo... Bueno, menos por Mies van der Rohe.
Con la misma soberbia con la que Lucifer desafió a Yahvé, Mies desafió a Platón: Non serviam!, dijo el demonio. Non abdicam!, dijo el arquitecto. Lucifer fue destruido en el acto, pero Mies estuvo a punto de vencer.
Libró una batalla durísima, haciendo edificios de acero en los que no se veía ni una sola soldadura, exigiendo que todas las ranuras de todos los tornillos de todos los junquillos de todas las ventanas quedaran paralelas a los vidrios, y, en definitiva, actuando siempre como un maniático, un insoportable loco de la perfección, un dios que no construía objetos reales, sino que materializaba los arquetipos primigenios.
Mies no quería hacer edificios retorcidos, con volúmenes complejos ni maclas espaciales. Le bastaba (y le sobraba) con hacer paralelepípedos de vidrio y acero. Pero, eso sí, la aparente facilidad de la concepción se volvía casi imposible de ejecutar.
Mies se pasó años dando clases. ¿De qué? Hay quien dice que de arquitectura, pero también hay quien dice que sólo enseñaba a afilar bien el lápiz. ¿Sólo? Para Mies afilar bien el lápiz era la esencia de ser arquitecto: Sólo un arquitecto que supiera meter veinte líneas paralelas en una décima de pulgada, y todas ellas perfectamente equidistantes, sería capaz de concebir detalles constructivos perfectos, y de exigir que se realizaran perfectamente en la obra.
La elegancia de los diseños de Mies es insuperable, y la ejecución aún más.
He pasado largos ratos examinando el cruce de las pletinas de la silla Barcelona. Imposible encontrar la interrupción de alguna de ellas, el empalme, la soldadura.
Mies ha superado el mito de la caverna.
Platón marcó la separación irreparable entre el alma y el cuerpo, entre la idea y la materia, y además introdujo el triste concepto de que el alma, la idea, la inmaterialidad, eran puras y buenas, mientras que el cuerpo, lo tangible, la materia, eran impuros, sucios y malos. Mies redime la materia. Mies, arquitecto materialista a ultraza, que evidencia las texturas y las cualidades de los materiales, realiza con ellos la operación antiplatónica de elevarlos a los cielos. Lo de Mies es una promesa feliz: El cuerpo no es malo, ni está enfrentado al alma, ni se ha de humillar ante ella. Porque lo material (queda demostrado con su obra) asciende hasta la idea, sube triunfante a los cielos.
Y así vemos a nuestro Mies, a nuestro héroe, santo patrón de la materia redimida y salvada para siempre tanto estética como éticamente (pero, sobre todo, ontológicamente). ¡Gloria a Mies van der Rohe!
Ahí le vemos: Tranquilo, triunfador. Fumándose el merecido habano. ¡Bravo, campeón! ¡Has vencido a Platón, nada menos! Fuma feliz y disfruta de tu victoria.
Pero... ¡Pero...! ¡No! ¡Cielos, no! ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!