domingo, 31 de marzo de 2013

Platón gana

Todos sabemos un par de cosas sobre Platón, o tal vez sólo una: Que dijo que los objetos que vemos y sentimos son apenas una vaga sombra, un pálido reflejo de los objetos ideales, que nos resultan inalcanzables y se encuentran más allá de nuestra percepción, como arquetipos.
Todos y cada uno de los martillos del mundo son concretos e individuales y, por eso mismo, "defectuosos". Uno tiene un pequeño arañazo en el astil, otro pesa mucho, otro parece que se desequilibra un poco, otro está muy bien, sí, muy bien; pero, pero, pero no es "el martillo". Ninguno es "el martillo". La perfección no existe porque es un ideal, porque es un concepto del que ni siquiera sabemos qué esperar. El martillo perfecto, el ideal, el arquetipo, está en el cielo, custodiado por los dioses, y ningún ser humano lo verá nunca. (Ni siquiera es así: No está físicamente en el cielo; es una idea, un concepto que preside la realización de todos y cada uno de los martillos, pero que él mismo nunca se realizará).
Mientras tanto, nos conformamos con imitaciones: una circunferencia trazada con cuidado, pero que no es "la circunferencia" y no tiene ni puede tener su perfección; un buen caballo, pero que está lejos de ser "el caballo", etcétera. ¿Cómo es la mujer perfecta? ¿Cómo es el hombre perfecto? ¿Qué son? ¿Podríamos vivir a su lado? Por supuesto que no. De su piel emanaría una especie de frío insoportable: El horror de la perfección.
Esto que digo, al menos dicho así, es aceptado y compartido por todo el mundo... Bueno, menos por Mies van der Rohe.
Con la misma soberbia con la que Lucifer desafió a Yahvé, Mies desafió a Platón: Non serviam!, dijo el demonio. Non abdicam!, dijo el arquitecto. Lucifer fue destruido en el acto, pero Mies estuvo a punto de vencer.
Libró una batalla durísima, haciendo edificios de acero en los que no se veía ni una sola soldadura, exigiendo que todas las ranuras de todos los tornillos de todos los junquillos de todas las ventanas quedaran paralelas a los vidrios, y, en definitiva, actuando siempre como un maniático, un insoportable loco de la perfección, un dios que no construía objetos reales, sino que materializaba los arquetipos primigenios.


Mies no quería hacer edificios retorcidos, con volúmenes complejos ni maclas espaciales. Le bastaba (y le sobraba) con hacer paralelepípedos de vidrio y acero. Pero, eso sí, la aparente facilidad de la concepción se volvía casi imposible de ejecutar.
Mies se pasó años dando clases. ¿De qué? Hay quien dice que de arquitectura, pero también hay quien dice que sólo enseñaba a afilar bien el lápiz. ¿Sólo? Para Mies afilar bien el lápiz era la esencia de ser arquitecto: Sólo un arquitecto que supiera meter veinte líneas paralelas en una décima de pulgada, y todas ellas perfectamente equidistantes, sería capaz de concebir detalles constructivos perfectos, y de exigir que se realizaran perfectamente en la obra.
La elegancia de los diseños de Mies es insuperable, y la ejecución aún más.
He pasado largos ratos examinando el cruce de las pletinas de la silla Barcelona. Imposible encontrar la interrupción de alguna de ellas, el empalme, la soldadura.
Mies ha superado el mito de la caverna.
Platón marcó la separación irreparable entre el alma y el cuerpo, entre la idea y la materia, y además introdujo el triste concepto de que el alma, la idea, la inmaterialidad, eran puras y buenas, mientras que el cuerpo, lo tangible, la materia, eran impuros, sucios y malos. Mies redime la materia. Mies, arquitecto materialista a ultraza, que evidencia las texturas y las cualidades de los materiales, realiza con ellos la operación antiplatónica de elevarlos a los cielos. Lo de Mies es una promesa feliz: El cuerpo no es malo, ni está enfrentado al alma, ni se ha de humillar ante ella. Porque lo material (queda demostrado con su obra) asciende hasta la idea, sube triunfante a los cielos.
Y así vemos a nuestro Mies, a nuestro héroe, santo patrón de la materia redimida y salvada para siempre tanto estética como éticamente (pero, sobre todo, ontológicamente). ¡Gloria a Mies van der Rohe!


Ahí le vemos: Tranquilo, triunfador. Fumándose el merecido habano. ¡Bravo, campeón! ¡Has vencido a Platón, nada menos! Fuma feliz y disfruta de tu victoria.

Pero... ¡Pero...! ¡No! ¡Cielos, no! ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!

sábado, 23 de marzo de 2013

Sobre la originalidad en arquitectura

Hace unas semanas, la inagotable biblioteca de imágenes de Javier Echepare nos propuso este proyecto de Nikolai Ladovsky:


Inmediatamente nos recordó a todos otro mucho más famoso, ¿verdad?. Desde luego, cuando Javier puso esa imagen la respuesta fue inmediata. Vamos, que cualquiera lo ve:


(En mi caso, además, da la casualidad de que tengo este último dibujo en póster, enmarcado justo a mi derecha, así que lo veo mientras escribo esto).

Ladovsky fue un arquitecto soviético; uno de tantos juguetes rotos de aquella esperanza revolucionaria de la arquitectura, truncada y traicionada por los vencedores burócratas y neoclásicos de la revolución. Fue profesor del VKhUTEMAS entre 1920 y 1932, "neoclásico a la fuerza", como todos, a partir de 1932 por orden de Stalin y suicidado en 1941.
(Vaya parrafito denso que acabo de escribir. En él cabe una novela. Algún día habrá que escribirla, pero por ahora dejo ese tema y voy al que quería tocar hoy).

No sé si Frank Lloyd Wright podría alegar casualidad. Visitó la Unión Soviética en junio de 1937, y conoció a varios arquitectos y sus obras. Es muy probable que allí tuviera noticia del proyecto de Ladovsky. Si fue así, debió de impresionarle, porque él mismo llevaba años obsesionado con la idea del "zigurat".
 

Este es un proyecto de 1925, que combina un parking con un planetario (lo normal).
Cuando, años después, Solomon R. Guggenheim le encargó su museo, Wright desempolvó aquel parking y volvió a enroscar una rampa.



La idea era la misma que la del parking: La rampa para acceder con los coches era ahora para que los vistantes circularan contemplando la exposición. Las zonas para aparcamiento eran ahora para las obras de arte. Y el espacio central para el planetario era ahora un espacio de lujo, de regalo.
La idea no terminaba de cuajar, y Wright probaba otras opciones.



En alguno de esos tanteos probó de nuevo la hélice cónica, pero esta vez con el vértice haca abajo.

¡Eureka! A cada vuelta ascendente de la rampa el espacio se ensanchaba. El vacío central se hacía antigravitatorio y producía una especie de vértigo inverso: vértigo hacia arriba. Por otra parte, todo el cacharro tenía un aire inestable y una gran fuerza plástica. ¿Pudo tener algo que ver el dibujo de Ladovsky? Yo creo que, si Wright lo vio en 1937, no hay ninguna duda.

lunes, 11 de marzo de 2013

Algo que yo no quiero ser

En este blog me explayo a menudo contra lo que considero excesos intolerables de la arquitectura de relumbrón, y la critico sin reservas (y creo que con razón).
El propio título de mi blog, ya lo he contado varias veces, se debe a la indignación que siento (o que sentía, en plena época de acrobacias circenses) ante la celebrada arquitectura vacua y tonta, que se retuerce sin motivo ni justificación, y ante la sonriente mirada de complicidad y de estulticia de la mayor parte de las revistas de arquitectura y de quienes deberían haber hecho alguna crítica justificada y ponderada, pero, en cambio, se limitaban a palmotear como las focas.
Con esta actitud me he granjeado amigos y seguidores, y un cierto prestigio de aguafiestas, de Doña Cuaresma y de "Ese Señor de Negro", tan triste como aburrido y, lo que es peor, peligroso.


No. Yo no soy así. O creo que no soy así. O no quiero ser así.
En la lucha ancestral de Don Carnal contra Doña Cuaresma el uno peca de chabacano, poco digno de confianza, perezoso, facilón y zafio, pero la otra peca de insoportable, castradora, frustrada, seca, envarada y estéril. Y yo no quiero ser ésa. Pero tampoco quiero ser aquél. ¿Entonces qué? ¿Es que no hay otra opción?
Me entusiasma la Ópera de Sydney. Creo que la arquitectura es espacio y es forma. Creo que la alegría que manifiesta una obra arquitectónica tiñe a una ciudad más allá del dinero que haya costado o de los problemas que haya ocasionado en su día. Y creo que merece la pena siempre. Pero siempre.



Uno de mis posts más celebrados, comentados y difundidos es el que dediqué hace poco a Zaha Hadid. Mejor dicho: a las Zahas Hadides. No quito ni una palabra, pero reconozco que si denuesto esa arquitectura porque la forma es caprichosa y no se rige por la función que tiene que resolver, ¿entonces por qué me gustan tanto las cáscaras de la Ópera de Sydney? Si me indigno con las formas caprichosas que ni el autor sabe cómo construir, ¿por qué me gusta tanto la Ópera de Sydney? Si me repugna que los costes de obra se disparen obscenamente, ¿por qué me gusta tanto la Ópera de Sydney? No lo sé. Mejor dicho: Sí lo sé, pero no lo puedo explicar.
¡Ah! ¡Acabáramos! ¿Y se supone que quiero tener una inclinación crítica cuando mi última palabra es "porque sí" o "lo experimento con fuerza pero no lo sé explicar"? No, no. Eso no vale.


Tampoco vale decir que la Ópera de Sydney es muy bella, mientras que lo de las hadides es muy feo. ¿No había quedado claro que el argumento ad venustam era caprichoso e inconsistente? ¿Entonces qué? ¿Entonces qué? ¿Eh, listo?

lunes, 4 de marzo de 2013

Artículo en veredes. Marzo

Hoy publico, de nuevo, artículo en veredes: Se titula "Arquitectura sin arquitectos" (clicad).



Entro en contradicciones porque no lo tengo muy claro. Me gusta la espontaneidad de la arquitectura espontánea y directa, pero yo soy arquitecto, qué narices.
Y me debato entre la evocación de aquella candidez perdida y la necesidad de que la arquitectura sea culta y técnica. Un lío.
Creo que me ha quedado un poco confuso. Los temas en los que tengo más certezas no me estimulan para escribir, pero sí lo hacen los que me confunden.
En todo caso, espero que sirva para poner la cuestión sobre la mesa e invitaros a debatir y a criticar.