Hace unos años escuché en la radio a uno de los más importantes y famosos comunicadores de España poner a parir a Antoni Tàpies. Como este locutor es una persona con una simpatía y un gracejo legendarios [para quienes los sepan apreciar y disfrutar] fue creciéndose y diciendo más y más ingeniosidades y gracietas divertidas, y su cohorte de colaboradores añadieron disciplinadamente más gasolina al fuego. (Me imagino lo que debe de ser defender tu sueldo ante tu jefe, el gran monstruo de la radio, pero aun así alguna vez, dentro del enorme respeto al líder, alguien podría añadir un matiz suavemente discrepante; una especie de "pero no olvidemos que Tàpies es un gran artista", o un "pues fíjate que a mí no me parece mal del todo". No. Nada de eso).
Se trataba de burlarse del entonces muy candente proyecto del calcetín: zafio, cochambroso, tomadura de pelo, sinvergonzonería, mamarrachada... Los colaboradores tomaban confianza y seguridad y se crecían. Ya el mugriento calcetín tenía incluso pinta de oler a pies.
El tono siguió creciendo, y ya no era solo esta obra, sino toda la de Tàpies y del arte contemporáneo en general. (No olvidemos que este líder de audiencia también tiene todos los años su ratito de cachondeo con la feria ARCO).
Estamos de acuerdo en que no hay nadie sagrado ni intocable. Todo artista y todo profesional está sujeto a críticas. Pero según sean esas así se retrata quien las hace. La obra del calcetín fue un encargo del Ayuntamiento de Barcelona a su artista vivo más universal para la gran transformación urbana que iba a experimentar la ciudad con los Juegos Olímpicos. Entre unas cuantas docenas de milagros, el Palau Nacional se iba a convertir en el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC), y en su gigantesca sala oval debía ir la estupenda obra del estupendo artista.
Pero lo que presentó fue una maqueta de unos 20 cm de altura con un calcetín real roto y con alambres y barras en su interior que lo atravesaban. La idea era que la obra ejecutada tuviera unos 18 m de altura.
Los políticos no esperaban eso, que les desagradó mucho. Era muy cutre. No iba con las ansias de esplendor que todos tenían. (Tampoco sé qué esperaban exactamente. Tàpies nunca se ha distinguido por su glamour ni por una fina y elegante exquisitez decorativista). El autor intentó explicarla evocando su conocida fascinación por lo humilde y por lo cotidiano. No hubo forma. Los miembros del patronato del MNAC se dividieron; su presidente se asustó. Le propusieron cambios, improvisaron sugerencias. Vamos, que no les gustaba y al final quedó en nada.