A mi amigo Joaquín López López,
que ha sido uno de los alarifes del
puente de San Martín y lo cuenta aquí.
Una de las leyendas más famosas de Toledo es la de la mujer del alarife del puente de San Martín, que salva el río Tajo y entra a la ciudad por el oeste.
Todo arranca de una pequeña e indescifrable estatua colocada en la cara o alzado del puente que mira aguas abajo, sobre la clave del arco central. Está demasiado alta y es demasiado pequeña para que se pueda apreciar bien desde fuera; y desde el propio puente no se puede ver.
La gente siempre la vio como una mujer, e imaginó (naturalmente) que era la esposa del alarife del puente. (Quién si no). Y la leyenda vino sola.
La guerra entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara había destrozado el puente antiguo, de modo que esa zona de la ciudad se había quedado sin acceso.
Pasaron treinta años así hasta que el arzobispo Don Pedro Tenorio dijo que ya estaba bien de tanta tontería y mandó llamar al mejor alarife de quien tuvo noticia, que se instaló en Toledo y se dedicó a la reconstrucción del puente con toda su alma.
La obra se hizo con rapidez. Llegó el gran momento de derribar las cimbras y los andamios del arco central, el más grande. Era un acto muy solemne y protocolario. Al alarife le tocaba cortar las maderas con un hacha o derribarlas con una maza. Esa era su prerrogativa y su privilegio.
(En realidad daba un hachazo o un mazazo simbólico a uno de los puntales, y al momento docenas de operarios se lanzaban a derribar el maderamen).
Pero la noche antes de la ceremonia el alarife, lejos de sentir la alegría del momento, estaba pálido, trémulo. Tenía que dormir para ir fresco a la obra el día siguiente y presidir el acto, pero no podía conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama, le faltaba el aire, se angustiaba...
Se levantó a beber agua y después se encerró en su estudio y se echó a llorar.
Su mujer se despertó. Se asustó al verlo así. Él le dijo que había cometido un error gravísimo en el trazado del arco central, que se había dado cuenta hacía unos días y que aquella tarde, revisando las cimbras, lo había confirmado. Estaba completamente seguro de que por la mañana, al derribar la madera, caería todo el arco.
Sería su oprobio, su ignominia. Su carrera se terminaría. Tal vez incluso acabara en la cárcel por no poder afrontar las consecuencias de todo aquello.
La mujer entendió perfectamente el alcance del problema. Dejó a su marido que siguiera llorando y se alejó de él. Se vistió y salió de su casa con una antorcha.
Llegó hasta el puente, que nadie vigilaba, y arrojó la antorcha al maderamen del arco central, que empezó a arder.
La mujer se volvió a su casa apresuradamente. A sus espaldas las llamas ya iluminaban el camino.
Al cabo de una media hora, tal vez menos, el estrépito se oyó en todo Toledo. El puente se había derrumbado.
No se supo si había sido un rayo, una hoguera mal apagada o qué. En todo caso nadie sospechó nada.
El arzobispo, muy contrariado, le dijo al alarife que había que volver a empezar, y que esta vez había que darse más prisa aún, porque estaba rabioso por haberse quedado sin puente justo cuando ya lo veía terminado.
Las obras fueron rápidas, ya con las curvas de los arcos bien trazadas, y el puente quedó estupendo. El alarife disfrutó del gesto simbólico de derribar uno de los apoyos de la cimbra principal.
Respecto a la estatua se dicen dos cosas: La primera y más extendida es que el alarife la mandó tallar y colocar en homenaje y agradecimiento a su esposa. Pero, naturalmente, tenían que ser un homenaje y un agradecimiento secretos. Nadie podía conocer lo que de verdad había ocurrido. Por eso mandó colocar la estatua precisamente ahí, en un sitio tan importante como la clave del arco, pero al mismo tiempo donde no se distinguía quién era la persona homenajeada. Lo sabrían ellos dos, Dios y tal vez, en el futuro, algún otro alarife que volviera a restaurar o reconstruir el puente y que entendiera el episodio.
La segunda es que al cabo del tiempo la mujer, que no tenía la conciencia tranquila, se confesó con el arzobispo Tenorio. El prelado se agarró un cabreo de pronóstico al escucharla (sobre todo porque las dos reconstrucciones habían salido de sus arcas), pero al mismo tiempo se despertó en él una gran admiración por una mujer tan decidida y tan determinada a salvar la honra de su marido. Así que, tras recapacitar y serenarse, no solo guardó el secreto, sino que (de nuevo a sus expensas) mandó hacer la estatua de la heroica señora y colocarla sobre el arco central.