lunes, 29 de diciembre de 2014

El decálogo (del) bobo

Su Alteza Real el Príncipe Carlos de Gales tiene en su penoso historial más de una metedura de pata. Y de las gordas. A este hombre, desubicado de la Historia y desenfocado de lo que puede ser su misión en la vida, le dio desde joven por pintar acuarelas y -desgraciadamente para los arquitectos y para el mundo en general- por amar la arquitectura. Pero no ama la arquitectura. Ama una imagen romántica y falsa de una cierta arquitectura waltdisneyana y harrypotteriana en un mundo que nunca existió, y que nos transporta a un falaz siglo diecinueve, a la dulce y deliciosa Inglaterra que contó Charles Dickens. Qué hermoso: Hospicios que matan de hambre a sus alojados, rateros que roban bolsillos en la calle, estafadores, borrachos, usureros, mujeres apaleadas. ¡Qué bonito! ¡Qué belleza sin par!
En sus manifiestos por una arquitectura imposible y anacrónica proliferan los atardeceres, los miradores en fachadas de piedra, las cubiertas de brezo, los puentecitos sobre arroyos cristalinos... Este señor quiere que todos vivamos en una acuarela de las que él pinta.

Acuarela pintada por el Príncipe Carlos

El príncipe pinta unas acuarelas malísimas, que no se sostienen, que no se pueden mirar sin bochorno. (Lo siento, yo nunca me habría metido con él; allá cada cual; le habría dejado en paz pintando sus chorradas si él no se hubiera metido conmigo y con todos los arquitectos). Es -ay, no quería decirlo- aún peor pintor que Hitler, (que también era arquitecto aficionado; ay, Señor, qué cruz).

Acuarela de Adolf Hitler

Es patético ver los afanes de esta gente pretendiendo ser artistas sin tener ni la más remota idea de lo que significa ser artista, ni importarles un pimiento el arte, y confundiendo el culo con las témporas en una vaga ensoñación romántico-mística que no es de temer en un empleado de banca ni en un notario jubilado que pintan en los fines de semana, pero que resulta terrible en alguien que tiene poder para meternos a todos los demás, a la fuerza, esas imágenes deformadas de la realidad y esa forma enfermiza de vida.

El Príncipe Carlos pinta acuarelas desde joven

Sí, es muy bonito sentirse pintor, sentarse en una silla plegable, con uno de los perros a los pies y con unos cuantos lacayos siempre a mano por si te apetece un piscolabis o que te traigan agua limpia para la acuarelita.
(Por supuesto, el papel es el más gordo y más caro que haya en el mercado, los pinceles son de pelo de marta, y el agua es mineral, baja en sodio. Todo es lo mejor de lo mejor para pintar esas memeces).
Y el príncipe pinta palacios, naturalmente, pero también pintorescas casitas en las que imagina unos habitantes idílicos que, incluso sin calefacción, sin trabajo y sin subsidio, glorifican la entrañable vida británica y glorían la humedad que se filtra por esas bonitas pero desvencijadas ventanas de madera y por ese hermosísimo tejado de paja podrida que no tienen dinero para arreglar.
Pinte, príncipe; pinte Su Alteza Real nuestra bella miseria y nuestras simpáticas casas sabañonógenas. Pinte usted este rozagante color rojo de nuestras caras, ateridas de frío, y las hermosas columnas de humo que salen de nuestras chimeneas, ahumando nuestro cuartodeestarcocinadormitorio. Pinte, Alteza. Pinte, pero haga el puñetero favor, ya que no nos ayuda, de estarse calladito.

Acuarela del Príncipe Carlos

Porque este amante de la arquitectura que no sabe nada de arquitectura y que parlotea sobre ella sin haber pensado ni durante un segundo en toda su vida en los problemas reales de la arquitectura, en sus presupuestos y objetivos, en su misión y su función, se cree que la arquitectura es un mero decorado teatral, un motivo de fondo para sus insulsas acuarelas, y nada más. Siempre ha odiado la arquitectura moderna, que le resulta inhumana, cruel, fría y geométrica, y tan difícil de acuarelar. Quiere que todos vivamos en casas de madera o de piedra, y nos desplacemos en carros de caballos.
Claro que sí: Tampoco son buenos los hornos microondas ni las placas vitrocerámicas. Es mucho mejor tener una plantilla de cocineras que nos hagan la comida en horno de leña y en fogón de paja, y nos la suban al comedor a su temperatura justa y en su adecuado grado de cocción.
Y, naturalmente, que el agua de nuestro baño sea calentada con fuego de leña, y que nos la suban en jofainas una buena media docena de lacayos, perfectamente sincronizados para que el abastecimiento sea continuo y homogéneo. No es desdeñable que mientras nos bañamos nos entretenga un cuarteto de cuerda tocando piezas como mucho-mucho del barroco, pero mejor de los siglos XIV o XV, que estresan menos.
Eso es vida, nos dice el príncipe. Pues va a tener razón.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Carne de bronce

No, es inútil, tú no eres Napoleón Bonaparte ni el rey Cirilo de Inglaterra, tú eres carne de catequesis, carne de prostíbulo, carne de cañón, tú eres el soldado desconocido, el hombre a quien no le brilla una estrellita en la frente, los hombres que son carne de horca suelen tener más aplomo, la historia da mucha confianza, tú estás entre el público -en la catequesis, en la ramería, en el frente- y aunque a veces te crees el eje del mundo, no saldrás nunca a cuerpo limpio por encima o delante de los otros catecúmenos, de los otros frecuentadores de mujeres públicas, de los otros soldados, nadie se fijará en ti jamás pero no debes lamentarlo, cada cual llega hasta donde puede y los demás le dejan y a ti se te permite vivir, ¿te parece poco?, y aprender la doctrina e ir con mujeres y hacer la instrucción, y también recapitular, sobre todo recapitular.
Camilo José Cela, San Camilo 1936

-Joder, Don Camilo. Me ha dejado usted aplanado.
-Pues te jodes.

De acuerdo, qué remedio. Casi todos somos seres anónimos y sujetos pacientes. Pero hay algunos a los que sí les brilla una estrellita en la frente. Hay personas que pasan por la vida para dejar una clara huella, y no sólo sobre sus contemporáneos, sino también sobre los venideros, sobre la humanidad eterna.
Esas personas, benefactoras de la especie humana, han hecho un servicio impagable: Han descubierto cómo curar una enfermedad, o cómo se desplazan los planetas, o las propiedades de los icosaedros, o las costumbres de los ornitorrincos, o han hecho pensar, reír o soñar, o han hecho felices, de una forma u otra, a las personas. También están quienes han liderado un movimiento político, religioso o social. Los visionarios, y los héroes, y los santos.
Esas personas son carne de bronce. (También carne de mármol). La gente, casi toda la gente, o al menos bastante gente, les está muy agradecida, y en algún momento a alguien con poder para ello se le ocurre dedicarles un recatado rincón de una calle o el exhibicionista centro de una plaza para colocar allí su estatua.

Estos días se está hablando de erigir en Carabanchel, su barrio natal (de Madrid), una estatua de bronce de Rosendo Mercado, o simplemente Rosendo, el líder de Leño, el viejo rockero, el cantante social y comprometido, la voz del pueblo.

Rosendo

(Un amigo suyo, no recuerdo si Miguel Ríos o el Gran Wyoming, ha dicho que no lo ve claro, que no sabe si habrá suficiente bronce para la tocha). (*)
Hay un montón de gente firmando la petición, pero otros muchos admiradores de Rosendo están horrorizados ante esta domesticación del rebelde y ante esta rimbombancia obscena para la persona menos rimbombante del mundo. (Él ha dicho que si al final se la hacen procurará no pasar por allí, porque le da mucha vergüenza).
Hay otro punto de vista: ¿No es el espacio público de todos y para todos? ¿No merecen honores los artistas brillantes pero sencillos, los artistas del pueblo? ¿Tiene el pueblo que admirar siempre a los prohombres estirados y nunca ha de celebrar a las personas menos solemnes? (En todo caso, hay contradicción en dedicar solemnemente una solemne estatua para celebrar la insolemnidad de una persona).
Esa cuestión parece estar resuelta desde hace tiempo. Por ejemplo, el célebre payaso Fofó es carne de bronce desde hace años, y todos lo ven con naturalidad.

El Payaso Fofó
Parque de Atracciones, Madrid

Bueno, exactamente con naturalidad no. Porque, salvado el problema de si alguien sencillo, poco o nada ceremonioso y muy familiar merece bronce, surge uno mucho mayor: ¿Merece ese bronce?

jueves, 18 de diciembre de 2014

Feliz Navidad

Os deseo una feliz Navidad a todos los lectores de este blog.
Os estoy muy agradecido a todos y os abrazo a todos.
Muchas gracias por visitarme con asiduidad. Es algo fantástico.

El año pasado me dejé llevar por mis más angustiosos sentimientos y os endiñé una muy dura y descorazonadora felicitación de Navidad. Las circunstancias no es que hayan cambiado sustancialmente, pero no es bueno andar quejándose siempre. Por el contrario, lo obligado es agradecer lo que tenemos, celebrar lo que somos y lo que conservamos, y añorar con ternura lo que hemos perdido.
Yo, por mi parte, tengo mucho que celebrar y que agradecer, y así lo hago. Deseo que vosotros también tengáis buenos motivos para disfrutar y para alegraros.

Un abrazo, de todo corazón.

Permitidme que os dedique esta especie de villancico laico, y acogedlo con el mismo cariño y la misma emoción con que os lo pongo.

Sí. De nuevo Ben Webster, el gran saxo tenor, con su pequeño sombrerito, sus ojos saltones y su babeo sucio. Es una de mis debilidades.


Esta vez hace una versión muy sui generis de la famosísima canción tradicional irlandesa Danny Boy.

Oh, Danny Boy, las gaitas están llamando
de valle a valle, y bajo la ladera de la montaña.
El verano se ha ido, y las rosas van cayendo.
Eres tú, debes irte y yo debo aguardar.
Pero regresa cuando el verano esté en la pradera
o cuando el valle esté silencioso y blanco con la nieve.
Yo estaré aquí haga sol o haga sombra.
Oh, Danny Boy, te quiero tanto.
Y cuando vengas y todas las hojas mueran,
si estoy muerta, como bien podría ser,
tú vendrás a encontrar el lugar donde yazgo
y de rodillas dirás un “Ave” para mí.
Y lo escucharé, por muy suave que pises sobre mí,
Y toda mi tumba será más cálida, más dulce.
Tú te inclinarás y me dirás que me amas
y yo dormiré en paz hasta que vengas a mí.
Bueno, muy navideña no es que sea la canción, pero os aseguro que en estos días siento que me acerco suavemente a mis seres queridos que ya no están y les digo un "Ave".
Feliz Navidad.

martes, 9 de diciembre de 2014

El chiringuito

De una forma u otra, el que más y el que menos, todos tenemos un chiringuito que defender.
Un chiringuito es un establecimiento, más o menos precario y portátil, de bebidas y comidas en la playa. La estrategia consiste en aparecer súbitamente en la temporada de baños, hacer el negocio de todo el año en unas pocas semanas y desaparecer de allí al llegar las lluvias y los fríos.


Un chiringuito va desde la precariedad de una bicicleta hasta la solidez de un palacete.


Todos tienen en común la inseguridad que conlleva no estar cumpliendo escrupulosamente la legalidad vigente y, por lo tanto, la posibilidad de ser cerrados o desmantelados por la autoridad competente en cualquier momento.
Pero mientras llega el fatídico día, el audaz empresario repite año tras año, y cada vez se atreve a algo más: un panel de madera del año pasado se ha convertido este año en un murete de ladrillo, una visera de cartón ha pasado a ser de chapa de acero, unos postes de palo se han vuelto UPN dobles soldados en cajón, etcétera.
La precariedad hace que el dueño del chiringuito no duerma bien por las noches y gaste su vida y sus energías en defenderlo con uñas y dientes. Y más si tenemos en cuenta que la inversión ya va siendo considerable y que los ingresos empiezan a ser jugosos.
Esa es una alegoría de nuestra propia vida. Todos tenemos un chiringuito que defender, ya sea una dirección general, una portería, un ministerio, una cartera de clientes, una asesoría municipal, un asiento en el fondo norte, una jefatura de servicio, un puesto de castañas o un trienio. Desde los ordenanzas de un juzgado hasta el Rey de las Españas, todos defendemos nuestro chiringuito. Tal vez el que nos ha tocado (o hemos podido conseguir) sea ridículo, pero es nuestro chiringuito. Es lo único que tenemos.
Es emocionante (y siempre aleccionador) ver a alguien defendiendo su chiringuito.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Maldita belleza

El arquitecto Alberto Campo Baeza ha ingresado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y ha leído un discurso que ha titulado "Buscar denodadamente la belleza".

(Nota mía que no viene a cuento. Son sólo mis neuras: No me gusta nada ese adverbio. "Denodadamente". Está admitido por la RAE, y Don Alberto lo ha empleado con propiedad, pero... no. No me gustan quienes Juanmanueldepradean. No mola nada. Me parece un estupendismo innecesario y... vamos, que no. Además, con ese título no puedo dejar de imaginarme a Don Alberto buscando la belleza en plan gñññññññññññññ).

¡La belleza! ¡Ay, la belleza!
Este considerable arquitecto español ha dicho en alguna otra ocasión que cuando algún alumno le dice que ha ido a Roma él le pregunta si ha llorado al ver el Panteón. (Sólo los mejores alumnos -léase los más pelotas- le confiesan que sí, que han llorado bastante).
Belleza, sublimidad, goce celestial, síndrome de Stendhal... Idos por ahí. Idos a tomar por conducto reglamentario de una maldita vez.
Belleza. Belleza. Belleza. Ya está bien.

Quentin Matsys, A Grotesque Old Woman (La Duquesa Fea), 1513.
National Gallery, Londres

En su discurso Don Alberto dice que, como arquitecto, lo que de verdad busca es la belleza. No estoy de acuerdo en absoluto. En mi modesta (pero firme) opinión un arquitecto no debe buscar la belleza. Todos haríamos mucha mejor arquitectura si no la buscáramos (y, desde luego, si no la buscara el promotor). A todos nos hace mucho daño la maldita belleza. La arquitectura que busca la belleza (denodadamente o no) pierde mucho.
El arquitecto debe buscar (incluso denodadamente) la idoneidad, la bondad, la eficacia, la adecuación... pero no la belleza. La belleza, si viene, viene sola. Viene por su cuenta, sin que nadie la invite ni la busque. La belleza se cuela en la fiesta, pero si la invitas no viene, sino que manda en su lugar a sus primas la horterada y la cursilada. Eso si no viene su tío abuelo el kitsch.

Francisco de Goya, Saturno devorando a un hijo, 1819-1823.
Museo del Prado, Madrid

Ni bellezas ni chorradas. La arquitectura (como la literatura, la música, la pintura, etc) no tiene que ser bella; tiene que ser buena. Todo lo demás sobra.

-¿Don Joserramoncito, y qué es la arquitectura buena?
-Yo qué sé, Arturo Arístides Artemio. Yo qué narices sé. (Pero me entiendo).
-Pues yo no le entiendo.
-Te callas.

El Bosco, Cristo con la cruz a cuestas, (detalle), 1510-1535.
Museo de Bellas Artes, Gante

Don Alberto dice que hay que conseguir la Venustas tras el cumplimiento perfecto de la Utilitas y de la Firmitas. ¡Oh, no!
¡Coño, Don Alberto! ¡Que estamos en el siglo veintiuno! ¡Que han pasado muchas cosas desde Vitruvio! Y, siguiendo con ese principio inmarcesible y tan viejuno de la tríada belleza-utilidad-firmeza (ya está bien, hombre), abunda además en el pensamiento retrógrado de que primero hay que garantizar la utilidad y la firmeza, y ya si eso, después le ponemos la venustas. O sea, que el arquitecto primero se comporta como alguien responsable y eficiente, y decente, y una vez que ha cumplido con su deber cívico y ha conseguido rematar la faena con éxito, ya tiene licencia para volverse locaza y hacer cosas bonitas. Santo cielo.
Esa era la frase de Sullivan: "La forma sigue a la función". En su caso incluso cronológicamente: Su socio Dankmar Adler hacía "la parte ingenieril", "la caja" y luego él la revestía "de arte".
Todo esto consolida la imagen (que tanto me repugna) de que el acto edificatorio tiene dos facetas: la de ingeniero y la de arquitecto. Una vez escindida absurda, injusta y esquizofrénicamente esa realidad edificatoria, a la supuesta "parte ingenieril" le tocan la sensatez, la profesionalidad, la lógica, la razón y la eficacia, mientras que a la supuesta "parte arquitectónica" le tocan el delirio, la melifluidad, el capricho, la verborrea, los ojos en blanco, el estupendismo y la superfluidad. Me niego a eso. Soy arquitecto, no un caprichoso disparatado ni un loco estúpido.

Dicho lo cual, puntualizo y matizo:
En realidad, finalmente es una cuestión de léxico. ¿A qué llamamos belleza? Lo que he escrito antes es completamente así si la belleza es "buscar lo bonito", "hacer filigranas", "mariposear". Pero un poco más adelante Don Alberto dice: "A la belleza en arquitectura se llega de la mano de la Razón". ¿A ver, a ver? Esto ya me va gustando más.