Frank Lloyd Wright había dibujado esa estructura muchas veces: como garaje, como observatorio, como museo... con la hélice afilándose hacia arriba o hacia abajo... incluso con la hélice prismática.
No voy a hablar de eso ahora. Ahora sólo quiero hablar de ese tremendo momento en el que un diseño obsesivo, trabajado durante años, estudiado, cambiado, abandonado y retomado, por fin tiene la oportunidad de ser construido.
En arquitectura ese es el momento.
Todo lo demás es excusa y verborrea.
De repente surgen todas las dudas. ¿Y si la estructura no aguanta? ¿Y si el espacio no resulta como me he imaginado? ¿Y si no funciona? ¿Y si cuesta mucho más de lo previsto? ¿Y si el cliente, al verlo levantarse, decide que no era eso lo que quería? ¿Y si falla esto? ¿Y si no sale bien lo otro? ¿Y si hay accidentes, peleas, retrasos, problemas de mil clases?
Ahí el arquitecto, el aparejador, los diversos técnicos, los dueños, todos los que intervienen dan un paso atrás y miran al constructor. Él es el amo.
Vaya mi homenaje al constructor, al denostado constructor, cuya figura se utiliza casi exclusivamente para referir maldades y abusos.
El constructor organiza a su gente, dispone los medios, las máquinas, los equipos, y le mete mano a lo que hasta ahora sólo estaba en el papel (o en la pantalla del ordenador o de la tableta).
Todo comienza en ese momento. Replantea, hace el vaciado, abre las zanjas, etc.
El constructor organiza a su gente, dispone los medios, las máquinas, los equipos, y le mete mano a lo que hasta ahora sólo estaba en el papel (o en la pantalla del ordenador o de la tableta).
Todo comienza en ese momento. Replantea, hace el vaciado, abre las zanjas, etc.
Y que todo aquello llegue a buen fin parece un milagro.
Es un milagro.
Convencer al cliente, hacer una maqueta... todo eso es una aventura. Pero conseguir la aprobación y lanzarse a construir, eso sí que es una aventura de primera. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo organizarlo todo?
Edgar Tafel había sido discípulo de Wright durante muchos años, pero hacía tiempo que se había ido de Taliesin para montar su propio estudio en Nueva York. Allí fue a visitarle su amigo Bob Mosher, que seguía en la feliz comunidad. Había ido a Nueva York a llevar planos corregidos al Comisionado de la Edificación, para ver si por fin los aprobaban para la licencia. Y aprovechó para enseñárselos a su amigo, que había oído hablar del nuevo proyecto del maestro, pero no se lo imaginaba.
Estaban los dos admirando los planos cuando llegó a la oficina un cliente de Tafel, George N. Cohen, un promotor-constructor que le había encargado unas viviendas de hormigón armado, material en el que su empresa constructora, Euclides, aunque de pequeña envergadura, era experta.
Cohen vio los planos extendidos, y le llamaron la atención.
-¿Son suyos, señor Tafel?
-Qué más quisiera yo. Son de Frank Lloyd Wright. Es el Museo Guggenheim. Va a construirse aquí, en Nueva York.
-¡Todo de hormigón visto! ¡Qué maravilla! ¿Tienen ya constructor? ¿Puede presentarme al señor Wright? ¿Puedo pasarle presupuesto? Ya sabe que yo soy su hombre-hormigón.
-Me temo que no hay nada que hacer, señor Cohen. Debe de haber peces muy gordos en la charca.
Semanas después Wright llamó a Tafel por teléfono. Estaba en Nueva York; se alojaba en el Hotel Plaza y deseaba que fuera a verle cuando pudiera.
Hacía mucho que Tafel no veía al maestro, y fue muy contento a saludarle.
-¡Hola, señor Wright! ¿Cómo está usted?
-Tocado, pero aún en el ring. Edgar, ¿dónde está su experto en hormigón?
Así que era eso. Bob Mosher le había hablado de Cohen, y mal tenían que estar las cosas cuando Wright lo necesitaba.