Me gustaría poner en algún sitio de este blog una pestaña, un botón, algo, donde colocar una colección de relatos que escribí, y que la pudierais leer y descargar. Pero no sé si es imposible que esta página de blog pueda soportar eso o si soy yo quien, con mi ignorancia legendaria (y litúrgica), no sabe cómo hacerlo.
La colección de relatos se titula Necrotectónicas. Muertes de Arquitectos.
He subido el libro a Megaupload, para que lo descarguéis si queréis.
viernes, 27 de agosto de 2010
jueves, 26 de agosto de 2010
El hombre que no mató a Liberty Valance
(Nota previa nº1: Escribo los post en word, y estoy harto de sus correcciones automáticas y estúpidas. No es mi culpa que este programa presuntuoso y chulesco no tenga ni idea de cine ni de nada, y que sólo conozca balances contables, pero el Valance de Liberty Valance es con uve. ¡Con uve! Me lo cambia sin pedirme permiso y tengo que ir luego yo por detrás, a escondidas, volviéndolo a cambiar sin que se entere. Y las veces que se me pasa algo por alto, ¿qué? Estoy harto).
(Nota previa nº 2: No me gusta destripar las películas. Ni siquiera Psicosis –alguien habrá que aún no la haya visto todavía-. Ésta la voy a contar muy por encima, pero si no la habéis visto preferiría que no leyerais lo que sigue. Id corriendo a verla, en vez de perder el tiempo aquí).
El Hombre que Mató a Liberty Valance es una de mis diez películas favoritas, y también de mis cinco, y también de mis tres. Pero como las otras dos cambian según el momento y el estado de ánimo, y ésta permanece siempre en mi Olimpo particular, creo que puedo afirmar que es mi película favorita. La he visto más de cinco veces y menos de cincuenta, y siempre encuentro algún detalle nuevo, o, lo que es mucho mejor, me emociono confirmando los que ya me sé de memoria. Los comento siempre con mi amigo Emilio (ya hablé de él), y nos emocionamos los dos.
Tantas cosas, tantos años, tanta tiernísima desolación, tanto amoroso desamparo, no se pueden resumir en un folio, así que elijo un solo asunto.
La película es de 1962, y es de la última época de Ford. John Ford realizó los westerns más memorables, cantando la fuerza y celebrando la tosquedad de los pioneros. John Ford nos hizo reír con las meras borracheras burras de gente como Victor McLaglen (qué tío), y luego nos hacía llorar con uno de estos tipos llevando un manojo de flores secas a la tumba de su esposa, y hablando con ella de las trivialidades del día. Dos recursos muy facilones: la risa tonta causada por una pelea de borrachos y la lagrimita fácil por un contraluz y una música de fondo. Pero, amigos, eso es el cine; y Ford lo sabía controlar con mano admirable.
Y, de repente, esta película nostálgica y dulce: Los buenos tiempos se terminan, y están naciendo otros que a John Ford no le gustan, pero sabe que son más justos, y hace una película que lo muestra.
(Nota previa nº 2: No me gusta destripar las películas. Ni siquiera Psicosis –alguien habrá que aún no la haya visto todavía-. Ésta la voy a contar muy por encima, pero si no la habéis visto preferiría que no leyerais lo que sigue. Id corriendo a verla, en vez de perder el tiempo aquí).
El Hombre que Mató a Liberty Valance es una de mis diez películas favoritas, y también de mis cinco, y también de mis tres. Pero como las otras dos cambian según el momento y el estado de ánimo, y ésta permanece siempre en mi Olimpo particular, creo que puedo afirmar que es mi película favorita. La he visto más de cinco veces y menos de cincuenta, y siempre encuentro algún detalle nuevo, o, lo que es mucho mejor, me emociono confirmando los que ya me sé de memoria. Los comento siempre con mi amigo Emilio (ya hablé de él), y nos emocionamos los dos.
Tantas cosas, tantos años, tanta tiernísima desolación, tanto amoroso desamparo, no se pueden resumir en un folio, así que elijo un solo asunto.
La película es de 1962, y es de la última época de Ford. John Ford realizó los westerns más memorables, cantando la fuerza y celebrando la tosquedad de los pioneros. John Ford nos hizo reír con las meras borracheras burras de gente como Victor McLaglen (qué tío), y luego nos hacía llorar con uno de estos tipos llevando un manojo de flores secas a la tumba de su esposa, y hablando con ella de las trivialidades del día. Dos recursos muy facilones: la risa tonta causada por una pelea de borrachos y la lagrimita fácil por un contraluz y una música de fondo. Pero, amigos, eso es el cine; y Ford lo sabía controlar con mano admirable.
Y, de repente, esta película nostálgica y dulce: Los buenos tiempos se terminan, y están naciendo otros que a John Ford no le gustan, pero sabe que son más justos, y hace una película que lo muestra.
Vértigo horizontal
Transcribo un fragmento de la página 82 del libro Borges y la Arquitectura, de Cristina Grau (Cátedra, Madrid, 1989):
BORGES: Creo que Frank Lloyd Wright era un arquitecto admirable, un gran inventor de espacios, ¿no es cierto? Yo estuve, hace ya muchos años, en un museo de Nueva York que recién habían inaugurado.
GRAU: ¿El Museo Guggenheim?
BORGES: Sí, eso, el arquitecto fue Frank Lloyd Wright, ¿no?
GRAU: Efectivamente. ¿Y qué recuerda de su recorrido?
BORGES: Yo, por aquel entonces, estaba casi ciego, pero un ciego también ve.
GRAU: ¡…!
BORGES: Sí, yo recuerdo cuando estuve en el desierto. Yo sentía la enormidad de la extensión de arena, sentía el calor, el sol sobre mi cabeza, el aire seco, el viento que circulaba sin obstáculos, la ausencia de sonidos, todo eso… y sentí… ¿cómo le diría?... un vértigo horizontal.
GRAU: ¿Y en el Museo Guggenheim?
BORGES: Recuerdo su circularidad. Verá, yo no podía distinguir los objetos, pero sí la luz y yo notaba que el recorrido no era en línea recta, …íbamos bajando (con mi madre), en círculos, porque la luz siempre estaba a la derecha, una luz que provenía de una cúpula de cristal, me dijeron, y que yo notaba sobre mi cabeza, como si no estuviéramos en un edificio, sino al aire libre, y yo me preguntaba angustiado si todo acabaría abruptamente, en el vacío y me despeñaría…
La primera vez que leí esto fue en casa de Juan Daniel Fullaondo (tengo que hablar de él muy pronto). Lo leí apresuradamente mientras hablábamos, discutíamos, nos reíamos y todo eso (qué bien lo pasábamos), sin prestar la atención debida. La expresión “vértigo horizontal” me sacudió. Qué buena. Pero estaba pensando en el Guggenheim y ni reparé en lo del desierto. Relacioné la genial contradicción vértigo + horizontal con el museo de Wright. Había estado allí unos años antes y había sentido vértigos diversos. Me pareció que ese le iba como un guante al edificio de Wright (y a casi toda su arquitectura).
El vértigo vertical descendente es el que uno esperaría tener, y allí se siente (no demasiado) al asomarse desde arriba al vacío interior.
Luego hay un vértigo horizontal cuando uno desciende lentamente la rampa (que no describe una hélice inscrita en un cilindro, sino en un cono invertido). La sección de la rampa no tiene pendiente transversal, pero yo la sentía.
Y luego está el vértigo vertical ascendente, también asomándose al vacío central, pero hacia arriba, hacia la cúpula de luz que le impresionó tanto a Borges.
Wright en el Guggenheim es un maestro de vértigos.
Otro tema que apunta Borges es su temor a que la rampa termine abruptamente. Nada de eso. El maestro hace un remate final, un pespunte. Da la vuelta, vuelve la rampa sobre sí misma y soluciona el difícil asunto del fragmento de un infinito (asunto que también fascinaba a Borges). La rampa del Guggenheim no es un trozo de infinito cogido al azar, sino un ente completo y terminado, rematado y resuelto.
martes, 17 de agosto de 2010
El esmero de Mies
El arquitecto alemán Ludwig Mies van der Rohe dijo que la arquitectura empezaba en el momento en que se ponían dos ladrillos con esmero uno junto al otro. Casi podríamos decir que para él la arquitectura empezaba y terminaba ahí. Nunca quiso enredarse (públicamente) con disquisiciones filosóficas (aunque se interesaba mucho por la filosofía) ni entró en discusiones estéticas, ni siquiera funcionales. Sólo le interesaba la construcción. (Eso decía él, pero creo que no es del todo cierto. Le interesaba la metaconstrucción, la sublimación de la construcción).
Mies no fue un arquitecto funcionalista ni racionalista. En sus edificios no le interesa nada la función. Mies fue platónico.
Curiosamente, Mies no se hizo nunca una casa para él. Estuvo años viviendo en un hotel en Chicago. Sus casas no eran “máquinas para vivir”, sino templos. Vivir, vivir, se vivía mucho mejor en los hoteles.
El esmero de Mies es fanático, paranoico, maniático, pero es que su arquitectura es igualmente maniática.
Cuando empezó, su obra era correcta y esmerada, limpia. La obra de un artesano que había aprendido el oficio como aprendiz de cantero y de estucador, y que tenía un talento innato para construir limpiamente. Sin más.
Pero a medida que pasó el tiempo Mies dejó de ser un arquitecto para convertirse en un ser sobrehumano, heroico, capaz de crear arquetipos que estuvieran al otro lado del mito de la caverna.
Mies hace una casa y se propone que sea un paralelepípedo de vidrio y acero. Eso sería una tontería (como tantísimas secuelas que vemos por doquier) si el desafío no llegara hasta el final: Una caja pura. Esto es, una estructura vista de acero cuyas soldaduras no se vean. ¿Es eso posible? No. Pero Mies lo ha hecho.
Cuando fue profesor en el IIT, empezaba por enseñar a sus alumnos a afilar el lápiz. Decía que era la lección más importante. Les ponía a afilar y luego tenían que trazar diez paralelas en un milímetro. Al cabo de un año conseguía que la unión de dos líneas en ángulo recto (¿es que hay otro ángulo?) fuera perfecta.
Mies hizo que los estores enrollables del edificio Seagram tuvieran sólo tres posiciones: subidos del todo, bajados del todo y a la mitad. Y esto tras duras negociaciones. No podía tolerar que el capricho de los usuarios restara orden a su obra. Le habría gustado que a cierta hora todas las cortinas del edificio estuvieran abiertas, a otra hora cerradas y a otra a la mitad, pero eso no lo pudo conseguir, y tuvo que soportar el caos y el desorden de que cada uno hiciera con su estor (y con la luz eléctrica) lo que le apeteciera.
Mirad, mirad las tres posiciones:
Los tornillos de los junquillos de las carpinterías tenían que estar en la misma posición, todos con las ranuras de las cabezas paralelas al vidrio. Y si eran de estrella, la cruz tenía que ir en la dirección de la estructura: paralela y perpendicular a fachada.
La famosa silla Barcelona tiene un cruce que no me explico. Hay por ahí una versión barata en la que se ve el pegote, pero en la buena no se ve nada. Iba a escribir “no se ve un fallo”, pero recapacito en que “no se ve el cómo”. Ya la mera materia es un fallo para Mies; por eso dije antes que Mies no es constructor, sino metaconstructor, constructor metafísico. Yo no consigo entender cómo está hecha la maldita silla, porque si las pletinas se cruzaran, si estuvieran soldadas, se vería algo por algún sitio, y no se ve nada de nada.
Mies no es sólo el arquitecto del esmero. Lo suyo no es esmero. Mies es el hombre cabreado con Platón que no acepta que sus obras sean pálidos reflejos del arquetipo, y que construye el arquetipo. Los pálidos reflejos los hacen los arquitectos de todo el mundo parodiando su estilo, pero sin su irreductible locura transplatónica.
Mies no fue un arquitecto funcionalista ni racionalista. En sus edificios no le interesa nada la función. Mies fue platónico.
Curiosamente, Mies no se hizo nunca una casa para él. Estuvo años viviendo en un hotel en Chicago. Sus casas no eran “máquinas para vivir”, sino templos. Vivir, vivir, se vivía mucho mejor en los hoteles.
El esmero de Mies es fanático, paranoico, maniático, pero es que su arquitectura es igualmente maniática.
Cuando empezó, su obra era correcta y esmerada, limpia. La obra de un artesano que había aprendido el oficio como aprendiz de cantero y de estucador, y que tenía un talento innato para construir limpiamente. Sin más.
Pero a medida que pasó el tiempo Mies dejó de ser un arquitecto para convertirse en un ser sobrehumano, heroico, capaz de crear arquetipos que estuvieran al otro lado del mito de la caverna.
Mies hace una casa y se propone que sea un paralelepípedo de vidrio y acero. Eso sería una tontería (como tantísimas secuelas que vemos por doquier) si el desafío no llegara hasta el final: Una caja pura. Esto es, una estructura vista de acero cuyas soldaduras no se vean. ¿Es eso posible? No. Pero Mies lo ha hecho.
Cuando fue profesor en el IIT, empezaba por enseñar a sus alumnos a afilar el lápiz. Decía que era la lección más importante. Les ponía a afilar y luego tenían que trazar diez paralelas en un milímetro. Al cabo de un año conseguía que la unión de dos líneas en ángulo recto (¿es que hay otro ángulo?) fuera perfecta.
Mies hizo que los estores enrollables del edificio Seagram tuvieran sólo tres posiciones: subidos del todo, bajados del todo y a la mitad. Y esto tras duras negociaciones. No podía tolerar que el capricho de los usuarios restara orden a su obra. Le habría gustado que a cierta hora todas las cortinas del edificio estuvieran abiertas, a otra hora cerradas y a otra a la mitad, pero eso no lo pudo conseguir, y tuvo que soportar el caos y el desorden de que cada uno hiciera con su estor (y con la luz eléctrica) lo que le apeteciera.
Mirad, mirad las tres posiciones:
Los tornillos de los junquillos de las carpinterías tenían que estar en la misma posición, todos con las ranuras de las cabezas paralelas al vidrio. Y si eran de estrella, la cruz tenía que ir en la dirección de la estructura: paralela y perpendicular a fachada.
La famosa silla Barcelona tiene un cruce que no me explico. Hay por ahí una versión barata en la que se ve el pegote, pero en la buena no se ve nada. Iba a escribir “no se ve un fallo”, pero recapacito en que “no se ve el cómo”. Ya la mera materia es un fallo para Mies; por eso dije antes que Mies no es constructor, sino metaconstructor, constructor metafísico. Yo no consigo entender cómo está hecha la maldita silla, porque si las pletinas se cruzaran, si estuvieran soldadas, se vería algo por algún sitio, y no se ve nada de nada.
Mies no es sólo el arquitecto del esmero. Lo suyo no es esmero. Mies es el hombre cabreado con Platón que no acepta que sus obras sean pálidos reflejos del arquetipo, y que construye el arquetipo. Los pálidos reflejos los hacen los arquitectos de todo el mundo parodiando su estilo, pero sin su irreductible locura transplatónica.
domingo, 15 de agosto de 2010
El Estilo Internacional
A principios del siglo XX se acuñó eso de "Estilo Internacional" para aplicarlo a la arquitectura moderna, que saltaba los límites localistas y tradicionalistas.
Yo creo, cada vez más firmemente, que el verdadero "Estilo Internacional" es este que os muestro a continuación, y que mostró ayer el suplemento "El Viajero" del periódico EL PAÍS.
Creo que la humanidad entera, internacional y ecuménica, está formada por seres ingeniosos, chispeantes y despiertos, de quienes me enorgullezco en sentirme hermano. Mientras siga habiendo congéneres así no hay motivos para ser pesimistas. La humanidad está a salvo.
Os muestro los ejemplos:
Hostal "Ladrido de perro", Idaho, EE.UU. Casa-piano-violín, Huainan, China. Gasolinera con tetería, Washington, EE.UU. Casa-coche, Salzburgo, Austria. Oficinas-water de la World Toilet Association, Corea del Sur. Garaje-librería de la Biblioteca de Kansas City, EE.UU.
Oficinas-cesta de una empresa de cestas en Newark, Ohio, EE.UU. Oficinas bancarias - fajo de billetes, Kaunas, Lituania.
La verdad es que esto ya aburre. Vaya memez. Pero lo que más me cabrea es que el autor de la casa-coche defienda la armonía de su diseño con el entorno, el aislamiento térmico, las fuentes de energía (sostenibles, of course) y otros criterios técnicos y sensatos. Váyase usted a la porra y no se avergüence del kitsch que ha hecho. No me venga con criterios técnicos y funcionales. Y el arquitecto de la canastilla de mimbre dice que lo difícil fue hacerla elegante, no kitsch. Señor mío: que el kitsch no es lo guarro; que el kitsch es justamente eso que ha hecho usted.
Nada; no hay manera.
Y el despierto suplemento del despierto periódico propone estas cosas como metas turísticas. El turismo es kitsch per se, y no lo digo yo (quiero decir que no lo digo yo solo). Lo dice por ejemplo Ludwig Giesz en su libro Fenomenología del Kitsch.
Pero de esto hablamos mejor otro día.
Yo creo, cada vez más firmemente, que el verdadero "Estilo Internacional" es este que os muestro a continuación, y que mostró ayer el suplemento "El Viajero" del periódico EL PAÍS.
Creo que la humanidad entera, internacional y ecuménica, está formada por seres ingeniosos, chispeantes y despiertos, de quienes me enorgullezco en sentirme hermano. Mientras siga habiendo congéneres así no hay motivos para ser pesimistas. La humanidad está a salvo.
Os muestro los ejemplos:
Hostal "Ladrido de perro", Idaho, EE.UU. Casa-piano-violín, Huainan, China. Gasolinera con tetería, Washington, EE.UU. Casa-coche, Salzburgo, Austria. Oficinas-water de la World Toilet Association, Corea del Sur. Garaje-librería de la Biblioteca de Kansas City, EE.UU.
Oficinas-cesta de una empresa de cestas en Newark, Ohio, EE.UU. Oficinas bancarias - fajo de billetes, Kaunas, Lituania.
La verdad es que esto ya aburre. Vaya memez. Pero lo que más me cabrea es que el autor de la casa-coche defienda la armonía de su diseño con el entorno, el aislamiento térmico, las fuentes de energía (sostenibles, of course) y otros criterios técnicos y sensatos. Váyase usted a la porra y no se avergüence del kitsch que ha hecho. No me venga con criterios técnicos y funcionales. Y el arquitecto de la canastilla de mimbre dice que lo difícil fue hacerla elegante, no kitsch. Señor mío: que el kitsch no es lo guarro; que el kitsch es justamente eso que ha hecho usted.
Nada; no hay manera.
Y el despierto suplemento del despierto periódico propone estas cosas como metas turísticas. El turismo es kitsch per se, y no lo digo yo (quiero decir que no lo digo yo solo). Lo dice por ejemplo Ludwig Giesz en su libro Fenomenología del Kitsch.
Pero de esto hablamos mejor otro día.
viernes, 13 de agosto de 2010
Frank Lloyd Wright. (Post veraniego)
Hoy no hablaré de Frank Lloyd Wright. (Creo que ya he demostrado otras veces que puedo hablar y escribir mucho sobre él, lo que no quiere decir que sea nada interesante ni valioso, pero al menos sí es extenso). Hoy no me extenderé.
Siguiendo en la línea ligera de verano, tan sólo os voy a mostrar un par de referencias u homenajes a Frank Lloyd Wright que me hacen gracia.
Empezaremos con Los Simpsons, una de las más grandes obras de arte de finales del S.XX y principios del S.XXI.
En un episodio, Homer intenta reconstruir la casa del árbol, y le sale un churro. Desesperado ante su desastrosa obra, mira incrédulo el plano que tiene en las manos y le echa la culpa. Lisa le dice:
LISA.- Papá: Los planos están bien, pero son de una pista de carreras.
HOMER (Rabioso ante la falta de apoyo de su hija).- ¿Tuvo Frank Wright que vérselas con tan duras críticas?
LISA.- Pues claro. Nadie creía en él y tuvo que luchar contra todos.
HOMER.- ¿Quién?
LISA.- Frank Wright.
HOMER.- ¿Quién es ése?
LISA.- ¡Pero si eres tú quien le ha mencionado!
HOMER.- Ah, no sé. He dicho lo primero que se me ha ocurrido.
(Diálogo aproximado, escrito de memoria).
Pero en Los Simpson la referencia a Frank Lloyd Wright es casi constante, porque el insigne periodista Kent Brockman vive en una de sus famosas casas.
Es una inconfundible casa wrightiana, y se me ocurre que estará inspirada en la casa Dana, la única construida por Wright en alguno de los veintidós Springfields que hay en EE.UU. Y este es un guiño de la serie. El Springfield de los Simpsons es “cualquier ciudad provinciana”, pero todos los springfieldianos quieren que el suyo sea el de los Simpsons. Lo de la casa Dana me parece un guiño al de Illinois. Me haría gracia que otro tuviera una central nuclear, otro un observatorio astronómico, que la iglesia estuviera sacada de otro, etcétera.
No es que un periodista, por prestigioso que sea, se pueda permitir esa casa. Es que a Kent Brockmann le tocó la lotería. (Él mismo estaba dando los premios y se enteró en antena de que le había tocado).
El otro ejemplo me parece menos gracioso. Es del Tío Gilito, cuyo nombre original es McDuck (típica broma sobre la tacañería de los escoceses; más o menos tan oportuna y tan graciosa como la que hacemos aquí con los catalanes).
Yo al Tío Gilito no le he visto en la tele, sino en los tebeos. De niño las películas y los cortos de Disney me parecían espléndidos, pero los tebeos me parecían bastante malos.
En esos tebeos (no sé si los conocisteis) había muchas aventuras del tacaño millonario Tío Gilito, que se lanzaba “ostentóreamente” a una piscina de monedas de oro que siempre le querían robar los Apandadores, y que le defendían, baydeféis, Donald y sus jartibles sobrinos.
La gran caja cúbica (el Money Bin) blindada, feísima, mamotrética, en la que el Tío Gilito guardaba su fortuna y se regodeaba pocerilmente, se la había proyectado el célebre arquitecto Frank Lloyd Drake. (No se atrevieron a utilizar el nombre de Wright, pero, aún peor, no se atrevieron a adaptar alguno de sus diseños).
En el caso de Disney, la referencia a Wright es tan sólo una mención a un nombre ilustre, conocido por los americanos medios (los americanos se enorgullecen mucho de sus héroes, aunque practicaran una disciplina que no les interese nada), pero sin ningún interés por su obra.
Valga tan sólo como curiosidad.
(Otras referencias más intencionadas y más debatibles, como el So Long, Frank Lloyd Wright de Simon y Garfunkel y El Manatial de Ayn Rand y/o de King Vidor, creo que no vienen a cuento aquí).
Siguiendo en la línea ligera de verano, tan sólo os voy a mostrar un par de referencias u homenajes a Frank Lloyd Wright que me hacen gracia.
Empezaremos con Los Simpsons, una de las más grandes obras de arte de finales del S.XX y principios del S.XXI.
En un episodio, Homer intenta reconstruir la casa del árbol, y le sale un churro. Desesperado ante su desastrosa obra, mira incrédulo el plano que tiene en las manos y le echa la culpa. Lisa le dice:
LISA.- Papá: Los planos están bien, pero son de una pista de carreras.
HOMER (Rabioso ante la falta de apoyo de su hija).- ¿Tuvo Frank Wright que vérselas con tan duras críticas?
LISA.- Pues claro. Nadie creía en él y tuvo que luchar contra todos.
HOMER.- ¿Quién?
LISA.- Frank Wright.
HOMER.- ¿Quién es ése?
LISA.- ¡Pero si eres tú quien le ha mencionado!
HOMER.- Ah, no sé. He dicho lo primero que se me ha ocurrido.
(Diálogo aproximado, escrito de memoria).
Pero en Los Simpson la referencia a Frank Lloyd Wright es casi constante, porque el insigne periodista Kent Brockman vive en una de sus famosas casas.
Es una inconfundible casa wrightiana, y se me ocurre que estará inspirada en la casa Dana, la única construida por Wright en alguno de los veintidós Springfields que hay en EE.UU. Y este es un guiño de la serie. El Springfield de los Simpsons es “cualquier ciudad provinciana”, pero todos los springfieldianos quieren que el suyo sea el de los Simpsons. Lo de la casa Dana me parece un guiño al de Illinois. Me haría gracia que otro tuviera una central nuclear, otro un observatorio astronómico, que la iglesia estuviera sacada de otro, etcétera.
No es que un periodista, por prestigioso que sea, se pueda permitir esa casa. Es que a Kent Brockmann le tocó la lotería. (Él mismo estaba dando los premios y se enteró en antena de que le había tocado).
El otro ejemplo me parece menos gracioso. Es del Tío Gilito, cuyo nombre original es McDuck (típica broma sobre la tacañería de los escoceses; más o menos tan oportuna y tan graciosa como la que hacemos aquí con los catalanes).
Yo al Tío Gilito no le he visto en la tele, sino en los tebeos. De niño las películas y los cortos de Disney me parecían espléndidos, pero los tebeos me parecían bastante malos.
En esos tebeos (no sé si los conocisteis) había muchas aventuras del tacaño millonario Tío Gilito, que se lanzaba “ostentóreamente” a una piscina de monedas de oro que siempre le querían robar los Apandadores, y que le defendían, baydeféis, Donald y sus jartibles sobrinos.
La gran caja cúbica (el Money Bin) blindada, feísima, mamotrética, en la que el Tío Gilito guardaba su fortuna y se regodeaba pocerilmente, se la había proyectado el célebre arquitecto Frank Lloyd Drake. (No se atrevieron a utilizar el nombre de Wright, pero, aún peor, no se atrevieron a adaptar alguno de sus diseños).
En el caso de Disney, la referencia a Wright es tan sólo una mención a un nombre ilustre, conocido por los americanos medios (los americanos se enorgullecen mucho de sus héroes, aunque practicaran una disciplina que no les interese nada), pero sin ningún interés por su obra.
Valga tan sólo como curiosidad.
(Otras referencias más intencionadas y más debatibles, como el So Long, Frank Lloyd Wright de Simon y Garfunkel y El Manatial de Ayn Rand y/o de King Vidor, creo que no vienen a cuento aquí).
domingo, 8 de agosto de 2010
Kitsch
Me gusta consultar el diccionario de la Real Academia aunque sea un diccionario muy genérico, como el pato, que hace muchas cosas pero ninguna especialmente bien. (En estos tiempos de superespecialización me gustan los patos).
Pues el DRAE define el término kitsch como “dicho de un objeto artístico: Pretencioso, pasado de moda y considerado de mal gusto”. Yo creo que están mal las tres cualidades. Si acaso puede valer la primera, porque el kitsch pretende lo que no es, y en ese sentido sí es "pretencioso". Lo de “pasado de moda” no viene a cuento, porque el kitsch ni está de moda ni se pasa de moda. (El propio concepto de moda y de estar a la moda es muy kitsch). Y lo de “mal gusto” es lo típico. En todas las definiciones del kitsch, tanto del DRAE como de otros diccionarios, tanto de esta edición como de las precedentes, siempre aparece el inevitable sambenito del “mal gusto”.
Pensemos en el mal gusto ¿Es de mal gusto este cuadro de Goya?
Para mí sí, sin la menor duda. Me parece un cuadro tremebundo, de muy mal gusto, que yo nunca pondría en mi salón. También me parecen de muy mal gusto casi todos sus grabados de Los Caprichos y de Los Desastres de la Guerra.
Pero no tienen nada de kitsch.
¿Y estos dibujos de Leonardo?
También los veo “de mal gusto”.
Sin embargo, esta figurilla de Lladró me parece de muy buen gusto:
Como también me parecen de muy buen gusto el embajador y los demás invitados de Isabel Preysler y el guardarropa y demás faramalla de Josemi Rodríguez Sieiro, y también el estilo del saxofonista Kenny G. Mucho más que el de Ben Webster, de quien hablamos el otro día.
Si el otro día discutíamos sobre la pertinencia de seguir utilizando el término “belleza”, con la que está cayendo, no digamos nada de usar la expresión “buen gusto”. La mera idea de que algo pudiera ser “de buen gusto” es kitsch. Es la esencia del kitsch.
El kitsch no nos repugna porque sea feo, sino porque pretende ser bonito, y a menudo (¡ay, Dios!) lo es.
El kitsch es un fraude, una mentira, que suministra una buena excusa seudoestética y seudoartística a la gente a la que el arte no le interesa en absoluto, pero que quiere tener esa sensación tan agradable de la fruición estética, que, encima, les hace sentir buenos, felices y cultos. No quieren complicaciones ni dudas, ni debates, ni dolores de cabeza. Quieren sentirse como recién duchados y con un albornoz petado de suavizante.
El flamenco y el jazz pueden doler, pero Luis Cobos es muy agradable.
Aquí se explica mucho mejor. ¡Me aburro, Beethoven!
Al final de este último vídeo vemos otra característica típica del kitsch: el espectador, el usuario, el fruidor de la obra, es profundamente agradecido y sublima la emoción seudoestética. Obsérvense los aplausos a Luis Cobos. (Por cierto, el otro día le dieron en Madrid a Plácido Domingo un aplauso de veinticinco minutos. El tenor no está en su mejor momento, pero sus oyentes, no muy acostumbrados a la ópera, y conscientes de que no le volverán a ver jamás, no podían creer tamaño privilegio. Levitaban, y en el fondo se aplaudían a sí mismos, o, mejor dicho, aplaudían ese momento mágico, ese milagro. Por muy bien que cante un tenor, hacerle salir a saludar veinte veces es de bobos, pero esos bobos tienen que creerse que asisten a un milagro).
Pues el DRAE define el término kitsch como “dicho de un objeto artístico: Pretencioso, pasado de moda y considerado de mal gusto”. Yo creo que están mal las tres cualidades. Si acaso puede valer la primera, porque el kitsch pretende lo que no es, y en ese sentido sí es "pretencioso". Lo de “pasado de moda” no viene a cuento, porque el kitsch ni está de moda ni se pasa de moda. (El propio concepto de moda y de estar a la moda es muy kitsch). Y lo de “mal gusto” es lo típico. En todas las definiciones del kitsch, tanto del DRAE como de otros diccionarios, tanto de esta edición como de las precedentes, siempre aparece el inevitable sambenito del “mal gusto”.
Pensemos en el mal gusto ¿Es de mal gusto este cuadro de Goya?
Para mí sí, sin la menor duda. Me parece un cuadro tremebundo, de muy mal gusto, que yo nunca pondría en mi salón. También me parecen de muy mal gusto casi todos sus grabados de Los Caprichos y de Los Desastres de la Guerra.
Pero no tienen nada de kitsch.
¿Y estos dibujos de Leonardo?
También los veo “de mal gusto”.
Sin embargo, esta figurilla de Lladró me parece de muy buen gusto:
Como también me parecen de muy buen gusto el embajador y los demás invitados de Isabel Preysler y el guardarropa y demás faramalla de Josemi Rodríguez Sieiro, y también el estilo del saxofonista Kenny G. Mucho más que el de Ben Webster, de quien hablamos el otro día.
Si el otro día discutíamos sobre la pertinencia de seguir utilizando el término “belleza”, con la que está cayendo, no digamos nada de usar la expresión “buen gusto”. La mera idea de que algo pudiera ser “de buen gusto” es kitsch. Es la esencia del kitsch.
El kitsch no nos repugna porque sea feo, sino porque pretende ser bonito, y a menudo (¡ay, Dios!) lo es.
El kitsch es un fraude, una mentira, que suministra una buena excusa seudoestética y seudoartística a la gente a la que el arte no le interesa en absoluto, pero que quiere tener esa sensación tan agradable de la fruición estética, que, encima, les hace sentir buenos, felices y cultos. No quieren complicaciones ni dudas, ni debates, ni dolores de cabeza. Quieren sentirse como recién duchados y con un albornoz petado de suavizante.
El flamenco y el jazz pueden doler, pero Luis Cobos es muy agradable.
Aquí se explica mucho mejor. ¡Me aburro, Beethoven!
Al final de este último vídeo vemos otra característica típica del kitsch: el espectador, el usuario, el fruidor de la obra, es profundamente agradecido y sublima la emoción seudoestética. Obsérvense los aplausos a Luis Cobos. (Por cierto, el otro día le dieron en Madrid a Plácido Domingo un aplauso de veinticinco minutos. El tenor no está en su mejor momento, pero sus oyentes, no muy acostumbrados a la ópera, y conscientes de que no le volverán a ver jamás, no podían creer tamaño privilegio. Levitaban, y en el fondo se aplaudían a sí mismos, o, mejor dicho, aplaudían ese momento mágico, ese milagro. Por muy bien que cante un tenor, hacerle salir a saludar veinte veces es de bobos, pero esos bobos tienen que creerse que asisten a un milagro).
sábado, 7 de agosto de 2010
La forma de nuestras ciudades
Esto de youtube es un vicio. Me quedé con el vago recuerdo de if yu ar blac blac blac y he ido a confirmarlo. Ahí está. Y de paso he encontrado varios hitos de la historia reciente del urbanismo.
Etc, etc, etc
Etc, etc, etc
viernes, 6 de agosto de 2010
Michelle
La guapísima, mandibulísima, caballunísima y sonrientísima Michelle Obama ha elegido la ciudad más siniestra de Europa para pasar unos días de vacaciones. Allá ella.
Mira que tenía dónde elegir. Pues nada. Se ha ido a Marbiellia cual fulgurante moza vocinglera de la prensa de picar carne.
La gente, naturalmente, se ha mostrado claramente partidaria. Me hizo gracia un grupo de personas, que la jaleaban como Micaela.
¡Cuánto le hubiera gustado esta visita a Jesús Gil! Habría metido a Michelle en la piscina de burbujas (sin instalación de hidromasaje) y la habría intentado magrear. Michelle se reiría con esa risa suya tan encantadora, y Jesús Gil le diría aquello de “if yu sei blac, yu ar blac blac blac, an very güel, yu ar blac” (¿os acordáis?), y habría renovado su mayoría absoluta por décima quinta vez.
Pues la Micaela se ha lucido. Se ha elegido el hotel más hortera de la ciudad más hortera de Europa. (Iba a decir del mundo, pero está Las Vegas). No es de extrañar que tanto Marbella como Las Vegas sean el brillante fruto de la corrupción, el paraíso de la mafia.
El hotel fue el palacete de capricho de uno que ansiaba una villa toscana. ¡Pues muy bien! ¡Pues claro que sí! Siempre ha habido chulos que han querido hacer lo que les daba la gana donde les daba la gana. Pues muy bien. Benditos sean, y nosotros les miramos embobados y babeando de envidia. ¡Un palacio toscano del siglo quince en la Mierbella del siglo veinte! ¡Pues claro que sí! ¡Pues lo que tú quieras!
¿Cómo nos dicen en la tele que el hotel es buenísimo? Muy sencillo: La habitación más cara cuesta 5000 euros/noche. Siempre confundimos valor y precio.
¡Qué hartón! ¡Qué aburrimiento! ¡Qué horterada!
¡Qué contentos estamos todos! ¡Qué cartelón! Berlanga se quedaba corto.
Mira que tenía dónde elegir. Pues nada. Se ha ido a Marbiellia cual fulgurante moza vocinglera de la prensa de picar carne.
La gente, naturalmente, se ha mostrado claramente partidaria. Me hizo gracia un grupo de personas, que la jaleaban como Micaela.
¡Cuánto le hubiera gustado esta visita a Jesús Gil! Habría metido a Michelle en la piscina de burbujas (sin instalación de hidromasaje) y la habría intentado magrear. Michelle se reiría con esa risa suya tan encantadora, y Jesús Gil le diría aquello de “if yu sei blac, yu ar blac blac blac, an very güel, yu ar blac” (¿os acordáis?), y habría renovado su mayoría absoluta por décima quinta vez.
Pues la Micaela se ha lucido. Se ha elegido el hotel más hortera de la ciudad más hortera de Europa. (Iba a decir del mundo, pero está Las Vegas). No es de extrañar que tanto Marbella como Las Vegas sean el brillante fruto de la corrupción, el paraíso de la mafia.
El hotel fue el palacete de capricho de uno que ansiaba una villa toscana. ¡Pues muy bien! ¡Pues claro que sí! Siempre ha habido chulos que han querido hacer lo que les daba la gana donde les daba la gana. Pues muy bien. Benditos sean, y nosotros les miramos embobados y babeando de envidia. ¡Un palacio toscano del siglo quince en la Mierbella del siglo veinte! ¡Pues claro que sí! ¡Pues lo que tú quieras!
¿Cómo nos dicen en la tele que el hotel es buenísimo? Muy sencillo: La habitación más cara cuesta 5000 euros/noche. Siempre confundimos valor y precio.
¡Qué hartón! ¡Qué aburrimiento! ¡Qué horterada!
¡Qué contentos estamos todos! ¡Qué cartelón! Berlanga se quedaba corto.
martes, 3 de agosto de 2010
La emoción de lo imperfecto
(Dije que me iba a relajar, pero es que tengo más tiempo que nunca para escribir, y veo que seguís visitando el blog; así que sigo lanzado).
Os presento un vídeo de mi saxofonista favorito: Ben Webster. Por favor, vedlo y escuchadlo completo antes de seguir leyendo.
A Ben Webster siempre le suenan mucho las cañas, le babea la embocadura, y seguramente cualquier profesor de conservatorio (menos el catedrático del de Madrid Pedro Iturralde) le suspendería continua e irremisiblemente, convocatoria tras convocatoria.
Aquí le vemos en una actuación en un pequeño club europeo en mayo de 1970, con el pianista Teddy Wilson (y Hugo Rasmussen al contrabajo y Ole Streenberg a la batería).
Toca Old Folks (Viejos Amigos).
Ben Webster está sentado porque se rompió el tobillo hace ocho meses y aún se resiente. (Está ya mayor). Está incómodo. Está solo. No conoce demasiado a sus compañeros ni tampoco esa extraña ciudad europea, donde se gana la vida como un exiliado.
Marca un tempo lento (0:03), más lento del que quería darle el pianista. Empieza a tocar, y parece como si no le fuera bien la boquilla. Este hombre sobrio, que no gesticulaba ni hacía aspavientos, se pasa el tiempo revolviéndose en la silla (ej. 0:56) ajustándose la boquilla a la boca con un giro de cabeza (1:04), sacándosela y negando (1:20). Incómodo, termina su primer solo y recibe un aplauso un tanto desganado e inoportuno (2:18). En el jazz se aplauden siempre los solos, pero éste no es uno de esos de lucimiento y desafío. Éste ha sido una cosa muy íntima y muy sentida, y los espectadores se sienten intrusos en esa intimidad y aplauden con miedo. Efectivamente, los aplausos sobran.
Como mandan los cánones, ahora toma el mando el pianista. Es su turno. Tiene la mano derecha cansada y dolorida (2:48), seguramente después de un buen rato de tocar y tocar. Pero sigue. Conoce su oficio divinamente.
Mientras tanto, Ben Webster está como reconcentrado (3:01). ¿Qué piensa? ¿Qué siente? Parece abrumado (3:07).
En 3:26, parece que Ben Webster da por terminado el solo del piano y se acerca el saxo, pero mira hacia su izquierda. ¿Le han hecho alguna seña? El piano sigue.
Me da la sensación de que Teddy Wilson comete un pequeño error hacia el final de su solo (3:54). Más que fallar una nota me parece como si desmayara o desmadejara un poco el tema. No sé. En cualquier caso, tiene oficio y talento de sobra para que quede bien y no se note nada. Pero me da una vaga sensación de despiste o de cansancio.
En 4:09 vemos un primer plano de Ben Webster. Frog (la Rana), con sus ojos saltones y su sombrerito de costumbre no tiene la cara de hormigón armado de siempre: Está llorando.
Aplauden también desganada e innecesariamente a Teddy Wilson (4:16) y Ben Webster le felicita con un gesto y emprende su solo definitivo. Antes de salir le han dicho que su gran amigo Johnny Hodges acaba de morir en Nueva York. Es toda una vida de recuerdos, desde sus comienzos en la banda de Duke Ellington, en la que Hodges era el primer saxo, irreempazable, el auténtico sonido de la banda. Aprendió todo de él, y años después, cuando se fue, le tocó reemplazarlo.
Ha tocado su primer solo como ha podido, y en el descanso central, mientras tocaba el suyo el pianista, ha rememorado toda su vida, y su inexplicable supervivencia en clubes de Escandinavia, y su soledad allí perdido. Y toca el último solo de esa canción que precisamente se titula Viejos Amigos. Y él ya sólo tiene viejos amigos: viejos amigos muertos, viejos amigos alejados en los pliegues de su casi olvidada juventud y de su casi olvidada Texas. Y llora.
Ben Webster se va a morir tres años después en Copenhague, donde siempre le apreciaron y respetaron más que en su país. Pero no hay derecho a eso. No hay derecho a morirse tan lejos y tan solo.
Y toca llorando para su amigo Johnny Hodges y para sí mismo, y para su propia soledad. Quedan dos minutos de sufrimiento y de gozo.
La boquilla parece que le sigue molestando, y algún chirrido (5:22) no sólo no es inoportuno, sino que oportunísimamente nos dice que el saxo de verdad se toca con las tripas.
(Le cae un enorme lagrimón en 6:25. Es una actuación deficiente técnicamente. Los músicos no se han entendido muy bien, y el propio Webster no ha exhibido su mejor técnica. Pero decidme si no es emocionante y si no está toda la actuación llena de vida, y de talento, y de sabiduría. Lo relaciono (erre que erre) con el virtuosismo vacuo del post-manierismo, con los oropeles del high-tech y del tardobarroco, y, como siempre, os lo pongo como ejemplo de imperfección).
Os presento un vídeo de mi saxofonista favorito: Ben Webster. Por favor, vedlo y escuchadlo completo antes de seguir leyendo.
A Ben Webster siempre le suenan mucho las cañas, le babea la embocadura, y seguramente cualquier profesor de conservatorio (menos el catedrático del de Madrid Pedro Iturralde) le suspendería continua e irremisiblemente, convocatoria tras convocatoria.
Aquí le vemos en una actuación en un pequeño club europeo en mayo de 1970, con el pianista Teddy Wilson (y Hugo Rasmussen al contrabajo y Ole Streenberg a la batería).
Toca Old Folks (Viejos Amigos).
Ben Webster está sentado porque se rompió el tobillo hace ocho meses y aún se resiente. (Está ya mayor). Está incómodo. Está solo. No conoce demasiado a sus compañeros ni tampoco esa extraña ciudad europea, donde se gana la vida como un exiliado.
Marca un tempo lento (0:03), más lento del que quería darle el pianista. Empieza a tocar, y parece como si no le fuera bien la boquilla. Este hombre sobrio, que no gesticulaba ni hacía aspavientos, se pasa el tiempo revolviéndose en la silla (ej. 0:56) ajustándose la boquilla a la boca con un giro de cabeza (1:04), sacándosela y negando (1:20). Incómodo, termina su primer solo y recibe un aplauso un tanto desganado e inoportuno (2:18). En el jazz se aplauden siempre los solos, pero éste no es uno de esos de lucimiento y desafío. Éste ha sido una cosa muy íntima y muy sentida, y los espectadores se sienten intrusos en esa intimidad y aplauden con miedo. Efectivamente, los aplausos sobran.
Como mandan los cánones, ahora toma el mando el pianista. Es su turno. Tiene la mano derecha cansada y dolorida (2:48), seguramente después de un buen rato de tocar y tocar. Pero sigue. Conoce su oficio divinamente.
Mientras tanto, Ben Webster está como reconcentrado (3:01). ¿Qué piensa? ¿Qué siente? Parece abrumado (3:07).
En 3:26, parece que Ben Webster da por terminado el solo del piano y se acerca el saxo, pero mira hacia su izquierda. ¿Le han hecho alguna seña? El piano sigue.
Me da la sensación de que Teddy Wilson comete un pequeño error hacia el final de su solo (3:54). Más que fallar una nota me parece como si desmayara o desmadejara un poco el tema. No sé. En cualquier caso, tiene oficio y talento de sobra para que quede bien y no se note nada. Pero me da una vaga sensación de despiste o de cansancio.
En 4:09 vemos un primer plano de Ben Webster. Frog (la Rana), con sus ojos saltones y su sombrerito de costumbre no tiene la cara de hormigón armado de siempre: Está llorando.
Aplauden también desganada e innecesariamente a Teddy Wilson (4:16) y Ben Webster le felicita con un gesto y emprende su solo definitivo. Antes de salir le han dicho que su gran amigo Johnny Hodges acaba de morir en Nueva York. Es toda una vida de recuerdos, desde sus comienzos en la banda de Duke Ellington, en la que Hodges era el primer saxo, irreempazable, el auténtico sonido de la banda. Aprendió todo de él, y años después, cuando se fue, le tocó reemplazarlo.
Ha tocado su primer solo como ha podido, y en el descanso central, mientras tocaba el suyo el pianista, ha rememorado toda su vida, y su inexplicable supervivencia en clubes de Escandinavia, y su soledad allí perdido. Y toca el último solo de esa canción que precisamente se titula Viejos Amigos. Y él ya sólo tiene viejos amigos: viejos amigos muertos, viejos amigos alejados en los pliegues de su casi olvidada juventud y de su casi olvidada Texas. Y llora.
Ben Webster se va a morir tres años después en Copenhague, donde siempre le apreciaron y respetaron más que en su país. Pero no hay derecho a eso. No hay derecho a morirse tan lejos y tan solo.
Y toca llorando para su amigo Johnny Hodges y para sí mismo, y para su propia soledad. Quedan dos minutos de sufrimiento y de gozo.
La boquilla parece que le sigue molestando, y algún chirrido (5:22) no sólo no es inoportuno, sino que oportunísimamente nos dice que el saxo de verdad se toca con las tripas.
(Le cae un enorme lagrimón en 6:25. Es una actuación deficiente técnicamente. Los músicos no se han entendido muy bien, y el propio Webster no ha exhibido su mejor técnica. Pero decidme si no es emocionante y si no está toda la actuación llena de vida, y de talento, y de sabiduría. Lo relaciono (erre que erre) con el virtuosismo vacuo del post-manierismo, con los oropeles del high-tech y del tardobarroco, y, como siempre, os lo pongo como ejemplo de imperfección).
lunes, 2 de agosto de 2010
Arquitectos para construir plazas de toros
Esto del youtube es tremendo. Con lo de la polémica del Parlamento de Cataluña y las corridas de toros me he acordado de una escena de Juncal. Me he metido en youtube y a la primera: Ahí estaba.
No soy ni especialmente taurófilo ni antitaurino. No entiendo de toros, y no quiero colaborar a este debate con mi pobre aportación.
Sólo quiero decir que como arquitecto no despreciaría el encargo de una plaza de toros. Me parece algo muy interesante. Y, según Juncal, es nuestro último fin y nuestra razón de ser.
PD.- Siento el corte que le han dado al vídeo al final.
No soy ni especialmente taurófilo ni antitaurino. No entiendo de toros, y no quiero colaborar a este debate con mi pobre aportación.
Sólo quiero decir que como arquitecto no despreciaría el encargo de una plaza de toros. Me parece algo muy interesante. Y, según Juncal, es nuestro último fin y nuestra razón de ser.
PD.- Siento el corte que le han dado al vídeo al final.